Claridad, la novela

miércoles, 27 de julio de 2016

Y las rosas...


Intenté hacer poesía

pero la Poesía se escurría entre los dedos de mis manos,

como mi vida.

Y las rosas se empinaron para besar el cielo...

Quise cantar alegría

pero la alegría se diluía entre los recodos de mi ser,

como mis sueños.

Y las rosas se empinaron para besar...

Decidí apagar tristezas

pero la tristeza se encendía entre las tinieblas de mis ojos,

como mis lágrimas.

Y las rosas se empinaron...

Conseguí salvar esperanzas

pero la esperanza se perdía entre los mares de mis entrañas,

como mi corazón.

Y las rosas...

Entonces fue,

que añoré pintar la ilusión

sobre un lienzo de vida que se escurría,

unos sueños que se diluían,

unas lágrimas que se encendían

y un corazón que se perdía.

Y empecé a abrir los ojos del alma

y sólo vi lagunas de clara oscuridad.

Pero allí...,

más allá de los sentidos,

mucho más allá de las palabras...

...las rosas se empinaban para besar el cielo

y sus tallos traspasaban la Luz.

SEGUNDA PARTE





 

7. - Clara oscuridad


2003, al salir submarino.
Lanzarote.
Han pasado casi trece años desde que cogí la silla de ruedas. La pantalla del ordenador parpadea mientras escribo. En un rincón un Papa Noel saltarín me dice que ya es veinticinco de Diciembre. Veinticinco de Diciembre del 2003.

Nunca supe por qué me está pasando esto a mí, pero sí supe lo que es la auto compasión. Ha sido duro, muy duro. Aprendí a aceptar y sobre todo, decidí luchar. Luchar por vivir, luchar por el día a día, porque mañana es hoy, la ataxia de Fiedreich mi sombra, el pasado la escuela, la vida un Universo de alegrías y sufrimientos, y la resignación sólo es el suicidio cotidiano.
Quisiera corregir con arte lo que el azar me ha ofrecido, tener siempre un motivo, una ilusión para seguir, poder inventarlo cuando no lo hay, rascar en la alegría cuando la molicie avanza hacia mí, cuando la tristeza inunda mi ser. Es difícil, muy difícil, pero no desisto en el empeño...
Sólo se vive una vez.
 
Las luces anaranjadas y blancas dibujan en la lejanía el más bello árbol de Navidad. Se oye música en la radio. Los faros del coche iluminan la solitaria y escarchada carretera. No hay luna, la oscuridad es inmensa. 

Noche de Paz.

Me emociona tanto ésta noche que toco el cielo al respirar, me siento tan viva que camino sin soñar, hasta las injusticias y tristezas desaparecen, y desde lejos se oye una zambomba y nace el niño Dios en el umbral de la esperanza.

Siempre.

Juan me mira y nota que me brillan los ojos, sube la música y tamborilea con los dedos de su mano izquierda sobre el volante ¡Es tan fácil ser feliz! Se acerca el momento, pienso mientras entramos en la ciudad llena de luminosos adornos navideños, el momento de aproximarme al desenlace, a mi objetivo. Tantas sensaciones, vivencias, pesares y sonrisas, quimeras y verdades... dentro de mí, quieren salir todas a la vez, a borbotones, es un imposible poner orden. Me desabrocho el cinturón al entrar en el garaje. Un prematuro aroma de final aflora en mis manos, sé que puedo, lo tengo que intentar. Comunicar. Ahora. De pie, sentada, tumbada, boca abajo, boca arriba, boca a boca... con el alma apoyada en la garganta.

Necesito escribir.
Saca la silla de ruedas del maletero y la deja al lado de mi puerta. Rozo su mejilla mientras me coge en brazos para sacarme del coche y le digo que le seré un ratito infiel caminando por laberintos de recuerdos y ternuras. Me pide que acabe pronto mi libro y le jubile.
Nostalgia de blues.

Y aquí estoy, frente a mi ordenador, aporreando con perpleja armonía las teclas; los dedos han tomado vida propia, el índice le recuerda al anular su grandeza porque desea tocar la verdad. Mi patria, la vida. Juan a mi lado viendo la película que hemos alquilado en el vídeo club, la gata hecha un ovillo en el sofá cerca del radiador, la tercera copa de champán adornando la única esquina vacía del escritorio, y música... ¡la música!

El Jazz me hace escribir bailando.

Y soy feliz. Y sin embargo a veces me preguntó cómo puedo serlo faltándome lo básico, “lo indispensable”, lo que todo el mundo tiene y  en lo que nadie repara.

¿Cómo puedo sentirme a gusto conmigo misma si no puedo andar, si no oigo bien?

Imagino que porque aprendí a quererme y aceptarme; e imagino también que porque no soy idiota, ya que no puedo ser feliz siempre.

Ni yo, ni nadie.

Pasé toda una vida sembrando sueños y el destino, aunque cruel y caprichoso, me permite recoger las realidades del día a día.                                  

Sobre el repleto escritorio tengo una foto de mis cinco sobrinos; quisiera disfrutarlos más, tal vez cuando Valeria tenga un hijo haya más suerte ¡Crecen tan deprisa y son tan guapos! Hacen que me sienta niña o nunca dejé de serlo, pero me encanta jugar con ellos y que los mayores que nos rodean desaparezcan. Normalmente para los no-niños soy invisible, bueno invisible no soy, tengo que Estar siempre y con verme bien basta, pero no sospechan que necesito: Ser.

La incomunicación, atroz epidemia del siglo XXI. Y, si a ese mal epidémico se le añade que no oigo bien, que me tienen que mirar a la cara cuando hablan (no siempre, con alguna vez me conformo), y que no debo hablar atropelladamente por la afasia, el resultado del fatal cóctel puede ser bestialmente fuerte, o también puede ser que tamaña mezcolanza me pinte del color de los seres etéreos, esos que están pero no aportan nada interesante y no se les tiene en cuenta.

Cóctel espinoso para digerir, obviamente, y un mundo interior inmenso donde modelarlo con mis manos cuán barro áspero y sucio convertido en pétalos de comprensión, o con más suerte, un mundo interior inmenso para poder ignorarlo y no enfadarme.

Nadie tiene la culpa de lo que me está pasando.
Yo tampoco.
Aunque algunas mediocridades me hayan hecho dudarlo muchas veces. 

17 de Diciembre del 2003.

Los problemas con el Centro Especial de Empleo se hacen insoportables, ya lo sabes querido diario.

En la fiesta del otro día, cuando Marga -la presidenta- se puso a llorar porque son muchas las injurias, casi lloré, menos mal que me puse a observar a los políticos que nos rodeaban. Se me ocurrió disfrazarlos de ovejas y ponerlos en el belén del centro social, claro que eso fue peor porque me subían unas risas por la espina dorsal que acabé contando a los asistentes y opté por volver al discurso, no era posible reírme cuando la tensión se palpaba, y peligro de ponerme a llorar ya no había, sobre todo después de imaginarme al Alcalde sobre el belén.

Es que verás, son muchas las falacias que tenemos que soportar en la junta directiva, y por mucho que tomemos medidas legales, vuelven. Pero cuando bajamos a las naves del Polígono Industrial y veo a tantas personas discapacitadas, algunos con una minusvalía muy grande, otros con un síndrome de down como David, trabajando en cadenas de manipulados, pienso que aunque sólo fuera por eso Aprodisfis ha de continuar. Aunque la Asociación y su Centro de Empleo sean mucho más.

Todo merece la pena por ellos; todo, hasta los comentarios en mi contra por no oír bien.

Me guío de los labios, quién quiere lo sabe, sólo hay que ayudarme un poco. Iría contra mis principios si dimitiera por ello ¿Cómo iba a pedir y buscar solidaridad e integración para los demás, si renunciara a hacerlo conmigo? La ataxia de Friedreich ha afectado a todo mi cuerpo menos a mi mente. Que por el hecho de no ser muy fea, ir en silla, y no oír bien, se me considere boba -o algo más-, eso ya lo sé ( lo malo sería que algún día me lo considere yo), pero no tengo que demostrar nada a nadie, sólo sé que puedo ayudar. Tengo limitaciones y las acepto. Alguna vez me han preguntado qué saco yo por estar en la Junta Directiva. No saco nada aparte de la satisfacción por estar en un sitio mirando por los demás, por gente que es como yo o mejor que yo, y aportar mi pequeño grano de arena para eliminar barreras arquitectónicas, para luchar por una utópica accesibilidad.

Si dimitiera sólo por eso, a mis treinta y nueve años, sería la primera vez que me rindiese, la vida me enseñó a crecerme ante los retos, y ella será la que me rinda algún día, igual que a todos. Sólo ella.
Durante este Otoño he faltado bastante a la piscina, diario querido, sólo iba un día. Me dolía mucho el hombro derecho al nadar de espaldas, a braza también, y como después me tengo que secar y cambiar yo sola en los vestuarios, el hombro y yo misma nos quedamos agotados.

Es de locos ir a la piscina cuando el termómetro no sube de los siete grados, sino supiera que todo el ejercicio que haga es poco, reivindicaría mi faceta de eterna friolera. Además, siempre me ha gustado el ambiente que se respira con los monitores que nos vigilan, es muy agradable, casi parecido a la amistad. Todo ayuda.

Normalmente alguien me quiere ayudar en vestuarios. Alguien que no me conoce, y me parece muy bonito que me ofrezcan una ayuda que yo rechazo con toda la educación del mundo, porque mientras pueda quiero hacerlo yo, y cuando no pueda le pediré a Valeria o a mamá que vayan conmigo, o pediré ayuda a cualquiera. Lo peor es no poderme meter a una cabina y cambiarme con absoluta intimidad, pero la silla no cabe en ninguna y la accesibilidad todavía está muy lejos.
Mientras acabo de escribir el libro y pasa el frío, he reducido las sesiones con la logopeda, solamente estoy con ella una vez cada quince días. Me enseña a leer en los labios. Cuando empecé a aprender, hubo gente que me preguntó “¿pero tan mal oyes?”, y yo sólo dije: leer los labios puede ser una gran ayuda para lo que oigo, y no me equivoqué. Aunque todavía no leo bien porque es muy difícil.
Mi tratamiento: el gimnasio, la piscina y la logopeda, querido diario, es mi trabajo. La Asociación sólo me trae quebraderos de cabeza que me recuerdan constantemente que no soy el centro del mundo; y escribir... escribir me da la vida.

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El último verano lo pasamos en Gandia, fue la segunda vez que fuimos a una playa accesible.

Es genial, aunque las personas minusválidas que usamos la silla anfibio somos el centro de atención. Pero es tan importante poder meternos en el mar sin que nos lleven en brazos, poder quizás recuperar unos gramos de dignidad  perdida, que ése ser el centro de tantos ojos y comentarios te parece el órdago de la nimiedad ¡Perdí tanta vida buscando la aprobación de los demás, sin saber que la única aprobación válida era la mía!
Pero aprendo, tarde, pero aprendo.

Sólo me importa el ejercicio que hago, mi seguridad y la tranquilidad de mi marido. Lo mismo ocurre en el hotel, pero a veces la piscina es completamente inaccesible, y eso que buscamos hoteles de lujo, o de tres estrellas como mínimo, con ascensores y rampas, sabiendo que difícilmente la silla entrará por la puerta del baño.
¡Ya me gustaría a mí encontrar una pensión, limpia, barata y que den bien de comer, donde no supieran lo que es una escalera!
Parece que las personas en silla de ruedas no tuviéramos derecho a ir de vacaciones. ¡Hay tan pocas cosas preparadas!

Por suerte la Comunidad Valenciana ha sido pionera en accesibilizar sus playas. Si no han cambiado las cosas (y no creo porque siempre falta presupuesto), en el trabajo sobre playas que realicé en el 2002, hay siete playas accesibles en España, sin contar las de Valencia. Claro que, encontrar playa y además hotel accesible, es más difícil que te toque la lotería.

Es un problema interminable. Sin principio ni final.

Personas discapacitadas no salen de vacaciones por muchos motivos, digamos que uno puede ser que nada esté adaptado a sus necesidades. Empresarios turísticos no adaptan sus hoteles, locales... por muchos motivos, digamos que uno puede ser que no haya demanda entre las personas discapacitadas.

¿No creen que es suficiente el tener que superarnos continuamente para poder vivir?

Es muy desagradable no poder aceptar una invitación a cenar, o no ir a tal sitio a saborear tan famosa mariscada, por miedo a no poder cumplir con tus necesidades fisiológicas (sí esas, las más solidarias ya que nos ocurren a todos) porque hay un montón de escaleras o porque la silla no entra al baño.

Que a veces piense que en algunos locales debería haber un cartel que pusiera “personas en silla de ruedas NO”, igual que esos otros carteles que prohíben la entrada a los perros, creo que es lógico.

Mas lo peor del pasado verano fue la tremenda ola de calor. En Gandia, hormiguero de madrileños donde los haya, fue llevadero por el mar, también en nuestra piscina de la finca, pero el resto de los días en casa fueron horrorosos. Del cansancio y agotamiento tuve un pequeño retroceso, hasta se me salió el codo derecho una mañana al saltar de la cama a la silla.

Y estaba sola.
La sensación de pánico que me traspasó al sentir que se me salía el codo, casi me paralizó. Me sujeté bien a la silla haciendo fuerza con las piernas porque si perdía el sentido me iba a caer. No alcanzaba al móvil. Sabía que tenía que ser cosa de segundos y apreté y moví el brazo como otras veces. Y temblando mientras lloraba, me coloqué el codo.

Cuando todo se tranquilizó llamé a Juan y a Pedro. Vinieron los dos, pero yo ya estaba bien, aunque dolorida y asustada.
Sólo quedaban un par de días para que mi marido cogiera vacaciones, mis padres pasaban una semana en el pueblo con sus nietos y no quise decirles que el calor me afectaba tanto. Valeria decidió pedir dos días libres en el trabajo porque no quiso volver a dejarme sola.

Fue en la playa donde trabajé como nunca para recuperarme. Por la mañana, en el gimnasio del hotel, con pesas en brazos y piernas. Y luego, en el mar. Y la brisa, el sol, paseos a la luz de la luna, lecturas, risas, diálogos y discusiones, el saber que no estoy sola, consiguieron que la misma May de antes del verano comenzara un nuevo otoño.

Lo que no entiendo y se lo digo claramente al Neurólogo cuando una vez al año me pasa revisión, es que siempre diga que estoy estable.

¿Dónde está la inteligencia de estos médicos?

Dios no quiera que me ocurra algo y tenga que guardar cama durante una larga temporada, o que no pueda hacer mi gimnasia y natación, ni las lecturas diarias en voz alta, ni logopeda, ni pasarme el día sola desechando miedos e inseguridades cuando pienso que no voy a ser capaz de hacer cualquier cosa, Dios no lo quiera, porque entonces comprobaran como dejo de estar estable.

Pero ya me voy acostumbrando a la incredulidad de los médicos para conmigo. El último informe que me hicieron decía: “necesita la ayuda de una tercera persona las veinticuatro horas del día”. Le acababa de explicar que mi madre me hace casi toda la casa, lleva la comida, y nada más porque me paso el día sola.
Pero no me creen.
Tampoco creen que todavía pueda escribir.

Quizás tampoco sepan que el ánimo y la psicología son muy importantes para vivir con cualquier enfermedad, pieza básica para vivir con una ataxia de Friedreich. Claro que, si no lo saben, peor para ellos, ¿no?

6. - Teniente sin galones


Una vez leí en un librito que me dieron junto a un audífono tremendamente caro y novedoso, que la persona sorda es la que no oye nada, si oyes no eres sordo. Ésta afirmación venía en la primera página resaltada con letra negrita.
Aunque yo, siguiendo en mi línea, me gusta trocar esta protesta:

“Cuando el río suena... es que no estamos sordos”.
 
Hay diferentes clases de sordera y como no voy a hacer un tratado de las mismas, sólo diré que cuando no oyes bien tienes problemas auditivos. Leves, moderados o agudos. En mi caso agudos, aunque baste que cualquiera se señale la oreja cuando alguien me habla bajito, sin mirarme, estando bastante separado de mí, o con la boca tapada, y esperé respuesta. La secuencia que sigue es siempre la misma.

-Qué pena, con lo guapa que es y encima sorda.

Mi reacción varia levemente de unas veces a otras. Si tengo un mal día, resoplando guío mi silla al otro lado de la sala de donde han hecho el fatal descubrimiento. Por el contrario, si el día es bueno, o sonrío, o asiento que es una pena.

Claro que, también podía decir yo misma que no oigo bien, y lo hago cuando el interlocutor merece la pena que son las menores. Pero son demasiados años de médicos, tratamiento..., soy experta observadora, me gusta mucho la psicología como para adivinar que no me pierdo nada por no aclarar como me deben hablar. Amén de que odio que hurguen dentro de mí en el aburrimiento de una sala de espera, sólo porque soy joven y voy en silla de ruedas.
A veces, sólo a veces, puede ser una “suerte” no oír bien. Depende de como te lo tomes.

La sociedad tiene la absurda y común manía de hablar a voces a quién no oye bien, al lado del oído. Y si pides que no te chillen, algún cátedra en diplomacia te dirá “si no te chillo no te enteras”, y a ti te dan ganas de decirle “¿tú has intentado hablarme de otra manera...?” Pero te callas porque no tienes ganas de discutir, ni la persona que te juzga merece la pena.

Y sin darte cuenta, con la ayuda de ésos cátedras, que ya han sabido que te tienen que mirar cuando hablan pero como todos andamos con orejeras por la vida y ésta van tan deprisa y una buena conversación o no tan buena, pero hablamos de nuestros triunfitos o miserias... - mírala de vez en cuando, introdúcela en el tema que no oye bien ¡Y a mí qué leches me importa!-... te vas aislando, vas sabiendo lo que es la soledad acompañada. Y algunas veces, esa soledad es el agujero negro más hondo del infierno; aunque otras sea  lo más bello del mundo.`
 
Hay una canción muy hermosa, antigua, de Emilio José, que habla de la Soledad. Su estribillo me visita a menudo, su música se mezcla con algo interior...

      Pero yo la quiero así distinta
      porque es sincera
      es natural como el agua que llega
      corriendo alegre desde el manantial.

          Aunque claro, Emilio habla de la soledad buscada no de la que te imponen, pero ya ven, yo pocas veces pude elegir en ésta vida, y sí aprender a corregir con arte lo que se me ha ofrecido.


                                            ___
 
Oigo más de lo que se creen (los pájaros, los coches, las pisadas...) El problema reside en los sonidos agudos o graves, en que no entiendo lo que dicen si no me miran a la cara, y en que no oigo los pequeños ruidos procedentes de otras habitaciones.

La única persona que acertó medianamente conmigo y sin conocerme, fue un profesor de la Universidad de Cádiz. Una amiga que conocí en Internet le comentó mi problema de audición. Poco hablé con ella después, luego, me desahuciaron en el hospital Gregorio Marañón del oído izquierdo y me dijeron que del derecho oía muy poquito -ninguna operación posible y los audífonos no me iban a ayudar, como ya sabía-. Y yo me quedé sin ganas de seguir buscando esperanzas y perdí la pista a aquel profesor, aunque sólo pudiera ofrecerme información.

Cuando me di cuenta que se habían equivocado ya que seguía oyendo por el oído izquierdo, fue un día escuchando las noticias en televisión.

Juan había hecho un invento para poder escucharla, yo con cascos y él sin ellos. Como suelo ver la televisión subtitulada, el sonido lo tengo muy bajito. No siempre escucho claramente lo que dicen, pero cuando mis tímpanos se han acostumbrado a ese volumen, distingo muy bien que lo que leo poco tiene que ver con lo que dicen, la mayoría de las veces. El subtitulo suele ser un resumen de lo que dicen, la idea principal, o una frase sinónima o similar, claro que, también hay veces que el subtítulo y lo que dicen no tienen nada que ver.
Todo esto lo seguí haciendo cuando en Marzo del 2002 me dijeron que del oído izquierdo ya no oía nada. Comprendí que me vendría bien -cabezona que soy, pero no quiero dejar de utilizar ningún músculo de mi cuerpo, dentro de sus limitaciones, mientras pueda-`.
 
Una noche, habiendo pasado varios meses desde que me mataron por duodécima vez en el famoso hospital, dejé los cascos sobre el sofá, mi marido los cogió y se los puso.

-¡Pero si los tienes medio apagados! -me dijo.

-Sólo están bajitos.

-No, éste está apagado completamente, el derecho.

-Eso es imposible ¡Si lo estoy oyendo! Y recuerda que por este oído no oigo nada...

En la consulta del especialista del hospital de Madrid, sin poder evitar las lágrimas pues consumían mi último fósforo de esperanza, les había dicho que oía por el oído izquierdo, muy poquito, pero oía. Y me dijeron que según las pruebas no, y que a veces el sonido se imagina. El doctor se alivió un tanto por haberme amputado toda clase de esperanza al oírme decir que llevaba cierto tiempo aprendiendo a leer en los labios.

-Eso es lo único que puedes hacer -dijo.
 
Ahora sé, que hay unos días en los que oigo más que otros; que hay días que oigo más por el oído izquierdo que por el derecho; que a veces oigo sólo música con el walkman, muy bajito, por el oído que me dijeron que no oía (el sonido de un CD nuevo, no se puede imaginar); que oigo cuando se me cae al suelo una moneda de un céntimo si no hay más ruidos en la habitación...
Nunca más me han vuelto a mirar los oídos. Cuando dije lo que me pasó creo que no me creyeron, o quizá pensaron, lo que cuentas no conduce a nada.

Pero a mi sí. A saber que sigo oyendo por los dos oídos, poco pero oigo, y a seguir forzando mis tímpanos (y seguir utilizándolos) con sonidos bajos.         
¿Para qué...?
Me encanta escuchar la música en estéreo.
                                            ___

Oír menos te convierte en profesional de la mentira, aunque a veces esa profesionalidad desaparezca y te deje convertido en el súmmum de los chapuzas.´
 
¿Cuántas veces he ido al médico con Juan para que me tratara un catarro común y al salir de la consulta le he pedido que me contara lo que me habían dicho? Porque el doctor, sin saber que oigo mal, farfullaba conmigo.

Si me hacen alguna pregunta miro a mi marido, él me la repite y yo contesto. Algunos se dan cuenta y otros no ¿Qué por qué no digo la verdad? Pues o porque me hablan a voces después de decirlo, o porque -y esto hace mucho daño- dejas de existir dentro de la consulta y sólo hablan con tu marido, padre o madre.

Además de no oír bien pasas a ser idiota.

Fuera de las consultas ocurre algo parecido, aunque por suerte no tanto ya que existe el de tú a tú o persona a persona, pero siempre hay que tener un poco de cuidado, educación o respeto, cuando hay una persona que oye menos.

Aunque la mayoría de las veces no compensa aclarar que no oyes bien. Las amargas situaciones acumuladas te empujan a asentir o negar sin saber que te han dicho.

Y es que a veces, sólo eres una frágil marioneta que no quiere sufrir más.

La integración o impedir que la persona que oye menos se aísle, no depende solamente de ella, como bien sabe cualquier profesional. Depende de ella y de su entorno, lamentablemente, a partes iguales. Porque se puede pedir, una y mil veces, que te miren cuando hablen, que no susurren pero no griten (repetiré hasta la saciedad: el tímpano se acostumbra y cada vez pide más), que te digan el tema de conversación; se puede pedir (que te hagan caso es aparte), nunca exigir. Me temo que habrá a quien le moleste todas estas “vacuas” interrupciones -repetir, aclarar tema... -, aconsejaría a estas personas “que pensaran en sordo” o se pusieran en nuestro lugar, porque es cojonudamente horroroso sentirte extranjero en tu propia lengua.
 
Además de mentir para que no te chillen o que no te rebajen como persona, hace tiempo leí en una novela, ‘Lo raro es vivir’ de Carmen Martín Gaite, una explicación que me conmovió por la coincidencia de pensamientos. Ella dio con la respuesta que yo nunca encontré. Decía así, aunque las mentiras de la protagonista de su novela no tengan nada que ver con las mías, salvo el paralelismo de sobrevivir:

A veces pienso que se miente por la incapacidad de pedir a gritos que los demás te acepten como eres.  

Después de leer aquel pensamiento cerré los ojos para saborearlo. Por la mente me cruzaron las caras de fastidio que muchos -que se supone que me quieren- ponen cuando les digo “no he entendido lo que has dicho, ¿lo puedes repetir?”, volví a sentir el amargor de tantas lágrimas, me vi de nuevo pidiendo ayuda psicológica... Y lloré de emoción por la velocidad con la que pasa el tiempo y el gran as que te deja en la manga:

El As de la Experiencia.

Son demasiados años conviviendo con una ataxia de Friedreich, algunos menos desde que comprobé que al tener un sentido mermado se desarrollan en demasía otros. La cara es el espejo del alma. Harto difícil que se me pase un gesto, en el que no repara nadie, por alto, como imposible es que mi gata, sorda profunda, no reaccione a una vibración o reconozca que alguien le está regañando.
 
         - Desde mi silencio -

Desde mi silencio
te oigo llegar,
es tu tormento
el que quiero evitar,
son tus labios
los que quiero besar.

Desde mi silencio
te oigo llegar,
es mi vida
la que vas a llenar
son mis labios
los que vas a besar.
Desde mi silencio,
te voy a amar.
 
¿Y el silencio? El silencio es belleza, es encontrarte contigo mismo, es pensamiento, es misterio, es secreto, es verdad; también se dice que los libros son hijos del silencio y la lectura su amante preferida.

Yo le llamaría a éste: el silencio seco.
Hay otro, húmedo o tormentoso, otra clase de silencio que no es tan silencio porque oyes ruidos y, esos ruidos sólo los oyes tú ¿Complicado? No que va. Imagínense viendo una película, el protagonista está solo en una amplia sala, el silencio es total, pero el protagonista empieza a oír ruidos (zumbidos, pitidos, murmullos, a veces con suerte el arrullo del mar... y no sube ni baja ninguna montaña, ni lo imagina) Como es una película, esos ruidos que no oye nadie más, también los escucha el espectador ¿Qué ocurre? ¿Marcianos? ¿Vio anoche a Xardá y aún le retumba la cabeza? ¿La voz de Dios? Y me encanta hacer metáforas, pero esto es más sencillo y menos atrayente que ellas: casi todos los procesos de perdida de audición o sordera, van acompañados de ruidos en los oídos, acúfenos o tinnitus.

¿Y qué hacer para que esos ruidos insospechados no te atormenten?

Sólo puedo decir lo que hago yo, ya que ningún profesional me ha informado ni asesorado: Olvidarte de Ellos, no recrearlos en tu mente, desecharlos.

Por suerte, estos bichejos llamados acúfenos, no me visitan mucho, suelen aparecer cuando tengo reunión de la Junta Directiva de la asociación, y concentrándome con ahínco en lo que estoy, se van como han venido.

Que esto que describo no es tan suave como lo pinto, lo sé, pero dentro de cada uno está el poder de añadir a un problema, o dolencia, una importancia que no tiene o quizá sí, pero también está el de restarla.
Relativizar.
Y como decía un personaje de mis cuentos:
“A veces hay que elegir”.

Pero volvamos al silencio, ése que conocemos todos. Víctor Hugo decía en sus ‘Miserables’: “donde hay muchas bocas que hablan, hay pocas cabezas que piensan”. Y llevaba razón. Hablar por hablar, criticar, chismorrear, no saber callar, perder el control porque tu móvil se quedó sin cobertura y no puedes llamar a...
La vida me hizo crecer por otro lado, quizá por eso prefiera oír los monólogos de mi alma, el cantar de los pájaros, el sonido de la naturaleza... antes de romper el silencio porque nos espanta.

Mas escoger entre el silencio o una buena conversación, o simplemente comunicación entre personas, entonces en mi frente llevo escrito...
Amo la Comunicación.
 
Sin olvidar jamás que el silencio hay que buscarlo, quererlo, porque si no puede ser el peor dolor.

jueves, 21 de julio de 2016

Capitulo 9. - Una nueva vida.


Los días tan iguales y tan diferentes que siguieron a nuestro viaje de novios, fueron pasando entre flores. Traíamos las maletas cargadas de ilusiones y Poesía, y fue ese bagaje el que me ayudó a sortear las dificultades que entrañaba vivir sola. Sola, prácticamente sola, pues Juan se iba a trabajar muy temprano y no solía regresar hasta el anochecer.

Recuerdo que durante aquellos días en los que estrenaba una nueva vida, una nueva vida que sólo un soñador pudo escribir para mí, me solían preguntar que cuando se me iba a poner cara de mujer casada. Como yo no sabía cómo era esa cara, sólo se me ocurría contestar que cuando me aburriera.
Pero la vida de recién casada era todo menos aburrida.
Casi amaneciendo se levantaba Juan para ir a trabajar. Me levantaba y desayunaba con él, le daba un beso y volvía a la cama sin abrir los ojos. No por mucho madrugar... veras a las vacas en camisón. Así que, hasta las nueve de la mañana no empezaba mi día.

Mi madre venía a casa, me ayudaba haciéndome las tareas más gordas y nos íbamos al hospital, al gimnasio.

Luego preparaba la comida siguiendo paso a paso las recetas, pero por más que me empeñaba nada me salía igual que a mamá. Si venía Juan a comer, hacía algo elaborado y a ambos nos parecía verdaderamente delicioso lo que comíamos. O al menos se podía comer.

Si no venía Juan, para mí sola hacía cualquier cosa rápida. Como no tuve la obligación de hacer la comida a nadie, me faltó el motivo para aprender a cocinar. Para adentrarme con mimo y ganas en el arte culinario, aunque entonces ni por asomo sospechara que aquello de usar cacharros, manipular alimentos y ponerlo todo sobre el fuego, se pudiera hacer con mimo, con amor, ni mucho menos que todo ello pudiera tener algo que ver con el arte.

Yo sólo sabía que después tenía que fregar.
Las tardes eran para mí.

Trasladé las clases de Inglés a mi nuevo hogar. Aquel año tuve más alumnos que nunca. Después de las clases cogía la bicicleta estática y pedaleaba más de media hora, luego, sentaba en el suelo jugaba con una pelota (me costaba, no lanzarla al aire pero sí recogerla, por lo que me pasaba bastante tiempo recorriendo a gatas el amplio cuarto de estar, de uso más que múltiple). Las piernas, mis rodillas, cada vez me dolían más al andar, pero era demasiado feliz para tener en cuenta aquellas minucias.
Y aunque a veces notaba un amago de vacío pensando en mis padres y hermanos, cuando el albor de la noche se colaba por la ventana abierta y oía la llave de la puerta, me levantaba del suelo y apoyándome ligeramente en la pared corría (sólo andaba, pero en mi interior corría) hacia la puerta de la calle.
Y empezaba la fiesta.

Cuando llevaba casi un mes saliendo victoriosa de mi feliz, pero insolente osadía de empezar a crear un matrimonio que no vivía sólo de sueños, el abuelo murió. Era la primera vez que me enfrentaba a la muerte, y la presencia de la dama negra enlutó mi felicidad.

Los tañidos secos, contundentes y solitarios, del campanario de la Iglesia del pueblo, aquellos lamentos llamando a muerto, se hincaron como cuchillos afilados en mí. Y lloré perdida en el dolor. Puerilmente me quejaba porque mi abuelo no había estado conmigo el día más importante de mi vida, pero toda ingenuidad se quebró cuando le metieron bajo tierra... 

Y esos golpes en el aire que no cesaban, que no callaban. Tam, tam, tam...

Las plañideras del lugar dejaron sus sollozos a un lado cuando supieron que el novio de la pobre May, aquél que no la soltaba de la mano, ya no era su novio sino su marido, y sonrientes nos felicitaron, y después volvieron a llorar. Y a mis veintitrés años empecé a sospechar que la hipocresía reinaba en el mundo.
Cuando pude dejar de llorar, ya lejos del cementerio, me di cuenta que mi existencia y la del abuelo habían transcurrido tan deprisa que, nunca se me ocurrió pararme, cogerle las manos, mirarle a los ojos y decirle que le quería. Me dolía muy hondo no haberlo hecho el último día que le vi, y me sentía mal por haber sido feliz mientras él sufría.

¡Qué difícil es vivir!
Mas la vida, el mayor espectáculo del mundo, seguía, tenía... Siempre ha de seguir.
 
El verano del 88 fue excesivamente caluroso. Yo, que había odiado estudiar durante los meses del estío, me tocaba enseñar cuando más apretaba el calor. Gusto con sarna no pica.
Sentada encima de la enorme mesa de madera que presidía la alargada cocina, con las piernas colgando y apoyando mi espalda en las baldosas de la pared en busca de su frescor, escuchaba la radio. Un consultorio sentimental. Hacía tiempo, y descansaba hasta que a media tarde llegaban “mis chicos”.

Pensaba en todo lo que habíamos tenido que pasar para casarnos, me parecía ridículo, ridículo..., “¡Qué bien me queda el anillo!, se lo enseño a todo el mundo pero muchos no lo ven. Tres meses de casada... siento vértigo al imaginar si llevaré alguna vez cinco años ¡Qué rápido pasa el tiempo! Ya debo ser doña, pero no quiero ser nunca la parienta de nadie y mucho menos de Juan, claro que como no tengo cara de mujer casada imagino que no lo seré... ¡Qué carajo! ¿Cómo será esa cara...?”.

Y me imaginé escribiendo al consultorio que seguía escuchando:

“Hola, buenas tardes; voy a contarle lo que me ha ocurrido esta mañana para que vea hasta donde llega la imbecilidad de esa gente que te hace sentir menos válida de verdad.
Cuando he salido de rehabilitación -no me pasa nada porque sé, sin saber que sé, relativizar la desgracia, pero es mejor que se olvide de esta expresión porque no tengo ni idea de dónde me ha llovido- estaba esperando con mi madre -ella me tiene que acompañar porque no puedo andar sola, pero no pasa nada, al menos a mí. Me cuesta, no se crea, pero aprendo a aceptar mis limitaciones- y más mujeres a la ambulancia -ambulancia colectiva que nos lleva al hospital-, eran casi las dos.

Esperábamos en el interior del edificio, cerca de la puerta principal, cuando ha pasado una mujer vestida de prisas y a modo de saludo, ha dicho: ¡las horas que son y la comida sin hacer! Y a mí se me ha escapado: yo también la tengo sin hacer. Y mira a mi madre, la señora ésta, y dice: ¡Qué rica la niña, la pobre, dice que ella tampoco la tiene hecha!

¡Carajo!

Si se puede estrangular con la mirada, confieso que la he matado. Quizá me compense tener esta cara de cría cuando tenga cincuenta años ¡pero lo que es ahora!
Luego la ambulancia me ha dejado en la puerta de mi casa, y como era muy tarde ha llevado a mamá a la suya. Me he preparado una ensalada con los huevos que cocí anoche, atún y lechuga, he  recogido la cocina... ¡El timbre!
Llaman a la puerta. Lamento no acabar la carta y apagar la radio”.

 
En Agosto, como era imposible aguantar el calor en la ciudad, aceptamos la invitación de unos familiares, y aprovechando las vacaciones de Juan, nos fuimos quince días a Torrevieja.

Aquellos días de caluroso descanso bañados en el mar, creí encontrarme en la plenitud de mi vida, en el clímax de la felicidad.

Paseos en barca arrullados por una imperceptible marea que nos alejaba del tropel de gente que tomaba el sol tirada en la arena. Paseos solitarios a la luz de la luna por la orilla del mar. Paseos cautelosos sobre pequeños acantilados mientras oteábamos un horizonte de proyectos y esperanzas, y sentados en las rocas, oíamos el constante romper de las olas debajo mismo de nuestros pies. Paseos por las nubes acompañados de confidencias, risas, caricias, besos, susurros, y te quieros.

 Tú y yo; yo y tú.
Una pareja de gaviotas volando hacia la eternidad.
Rodeada por el doble amor que recibía, el de mi marido y mi familia, si al regresar a casa me hubieran preguntado “¿de dónde vienes?”, sin dudarlo hubiera dicho “del paraíso.
 
3 de Septiembre de 1988

Querido querido, queridísimo diario, si supieras que esta mañana cuando Juan y yo te hemos encontrado mientras colocábamos el trastero se me han escapado las lágrimas, adivinarías cuanto te quiero. Pero ya estás aquí, conmigo, en mi nueva casa.

Te he echado de menos, pero es como si no nos hubiéramos separado nunca, porque cuando le hablo a mi corazón es como si te hablara a ti.

Estoy muy morena porque vinimos hace una semana de la playa, pero echaba de menos mi casa. ¡Soy tan feliz! Esto del matrimonio es el mejor invento del mundo. Si no fuera porque..., no te lo vas a creer pero parece que desde que me he casado he subido puestos en el “ranking social”. Sí. La gente me mira de otra forma, pero toda la gente, es como si por el hecho de estar casada, ahora, tuviera una importancia que antes no tenía. Imagino que pensaran que un hombre “normal” no va a desperdiciar su vida conmigo si no tuviera algo que los demás no han visto todavía...  Pero ¿sabes?, creo que voy a menguar la actividad de mi mente, no me gusta pensar tanto, me deja un sabor amargo darme cuenta de todo esto... ¡ Me parece patético!

Mas si no me doy cuenta de eso, estar casada con Juan es lo más grande que me podía pasar. Hasta el saber que vivo con una enfermedad ha pasado a un segundo plano, tal que si la hubiera olvidado. Pero no te preocupes, sé que ella no se ha olvidado de mí. Hago toda la gimnasia, y como si me hubieran hecho una limpieza de disco duro, he recordado que una vez me dijeron que tenía que usar mucho las manos. Lo hago. Juego a la pelota y estoy pensando... bueno verás, es que el otro día en casa de los padres de Juan, una de sus hermanas hacía un puzzle enorme y como encontré una ficha, fui a ponerla, y no pude. No pude, querido diario, porque el brazo y la mano empezaron a temblar, me falló la coordinación y no pude casar la ficha. Creo que nadie se dio cuenta. Y por eso estoy pensando o mejor, acabo de decidir que me voy a comprar un puzzle de mil piezas para hacerlo yo sola. A ver quién puede más, si el puzzle o yo.

Además, es que a veces me siento un poco sola, el día es demasiado largo. No paro, pero casi siempre estoy sola ¡si pudiera salir a pasear aunque fueran sólo cinco minutos! Pero no. No quiero depender de nadie. Estoy bien en mi casa y punto. Valeria viene de vez en cuando, Mini con la niña también, Pedro y su novia un poco menos, pero el día es demasiado largo y más ahora que son las fiestas. Huele a pólvora, no paran de tirar cohetes, y los dientes me rozan el suelo cuando veo a las charangas desde la ventana.
Necesito estar más ocupada.

Juan está haciendo la cena. Anoche, al freír un huevo, me salto aceite a la cara y al retirarme me caí, menos mal que nunca agarro la sartén que si no... No lo quiero pensar, pero creo que le he cogido miedo al aceite.
 
                                           ******

La ciudad y los pueblos cercanos bullían  de animación y allí estuvimos. Salíamos todos los fines de semana, aunque ya no podía bailar y cada vez me cansaba más al andar.

Juan me había enseñado a coger una escopeta, y en las casetas de tiro ambos nos quedábamos estupefactos al comprobar mi buena puntería, eso sí, mientras yo disparaba él se colocaba detrás de mí para que el impacto de la escopetilla no me tirara al suelo.
Claro que mi puntería con los dardos no era igual. Y ahí se dejaba ver el problema de coordinación. Tapado siempre con alegría, simulado por ridícula torpeza.
Cogía un dardo y después de dudar durante varios minutos, decía:

-No puedo, me da cosa. Oye, como no te quites de ahí no tiro.

Y el chico que había dentro de la caseta me miraba con cara de “¿es a mí? ¡Es imposible que me des!”

-O té quitas o no tiro.

Y no le quedaba más remedio que quitarse. Mi brazo se colocaba reflexivamente al lado de la cabeza, contaba tres y lanzaba. El culo de la Pepona nunca protestó.

La ataxia de Friedreich seguía marcando terreno, la Vida ganando batallas.