Claridad, la novela

jueves, 17 de noviembre de 2016

¿Y tú quién eres?


No supe distinguir a una mujer guapa de una bella hasta que no la vi apoyada en aquella ventana.

 

La magia que la circundaba hacia vibrar de luz el gimnasio; el susurro de su voz, la suavidad de su sonrisa y aquellos ojos negros de enormes pestañas, contrastaban con la extraña y delicada palidez de su rostro. El flequillo tan cortito y la trenza medio deshecha avivaban mi fantasía: nunca había visto un ser celestial tan de cerca.

Me quité la chaqueta y enseguida vino a ayudarme, por lo que entendí que otra paciente no era.

-¿Eres la nueva voluntaria? –pregunté.

Mi fisioterapeuta desde otra sala, asomándose para mirarme, negó con la cabeza al mismo tiempo que ella decía que sí. Me despistaron esas dos respuestas tan diferentes y no presté mucha atención a su nombre pero lo entendí porque me sonaba...

-¿Cómo has dicho que te llamas? –pregunté con extrañeza.

-Margarita Rodríguez Garcés.

-¿Qué…?

-Es que es sorda –dijo alguien tocándose la oreja.

-No soy sorda, digo sí… que no coño que no, no soy sorda tengo problemas auditivos. Pero aquí y en casi todos los sitios la mayoría de la gente llama a quien no oye bien sordo, a mí me basta con que vocalicen sin exagerar y me miren cuando hablan –y centrándome solo en aquel ser celestial, que por suerte vocalizaba de maravilla, le dije- No te puedes llamar así…

Reconozco que me salió la queja sin muchas luces y sin un asomo de inteligencia.

-¿Por qué…? –me preguntó riendo y enseñando sus dientes perfectos.

-Porque es una canción de una película antigua –le decía mientras se encendía sin piedad mi radio interior… “Margarita se llama mi amor, Margarita Rodríguez Garcés una chica chica chica bum...”

-Ya lo sé, mi madre me cantaba la canción. Pero me llamo así –me dijo con una calidez que desbordaba la sonrisa de sus ojos.

“Una chica, chica, chica bum del calibre ciento ochenta y seis...”

Mi fisio me llamó y me preparé para el masaje.

“Margarita el pañuelo sacó cuando el tren hizo pi chacachá y una lágrima rodó, rodó…”

 

La memoria, mala leche y pesadez de mi radio interior, quisiera o no, daban color a mi vida y ahí estaba yo sonriendo como una idiota porque la canción de Margarita no me dejaba en paz… “Y una lágrima rodó, rodó, rodó por su rostro angelical. No llores más por mí le dije yo…”

Menos mal que era miércoles.

Había empezado a entretener a las personas más mayores del gimnasio leyéndoles mi novela de la guerra civil (es el mismo supuesto de antes…) o jugando con ellas a la pelota, ya que tanto leer en voz alta como jugar con un balón me venía también bien a mí. Y mi novela les encantaba porque aunque su mente ya no funcionaba bien aún tenían recuerdos de sus pueblos.

Aquel día mientras leía en voz alta, Margarita “Rodríguez Garcés una chica, chica bum… -apagué mi radio interior de un manotazo mientras me colocaba el pelo detrás de la oreja-”se arrimó a nosotros. Cogió el libro que había dejado sobre la mesa cuando Teodora empezó a explicarme que en la guerra hubo dos bandos.  Lo ojeó y miró la foto del autor. Me miró y volvió a mirar la foto.

-¡Pero si eres tú! –me dijo con la sorpresa más bonita que he visto en mi vida.

-No, es María Narro –le contestó Teodora.

Le guiñé un ojo sonriendo y dije que luego se lo explicaba pues me tenía que ir a la sala de masajes de nuevo. Me moría de curiosidad. Quería saberlo todo acerca de aquella Margarita “Rodríguez Garcés… ¡ya!”, pero he aprendido que aunque yo no oigo lo que dicen en otra habitación todo el mundo me oye a mí cuando pregunto por alguien, o hablo de alguien. Esté donde esté. Cuando acabaron de darme las corrientes en las piernas ya se había marchado.

Imaginé que otro día sabría más de la preciosa voluntaria que no era voluntaria con nombre de canción antigua.

 

Estaba preocupada, más bien inquieta, con una pregunta que me había hecho un periodista el día anterior. No quería parecer frívola y creo que lo fui. Nunca me habían hecho esa pregunta, ni nunca había pensado nada parecido.

Hacía poco había sido el día Internacional de la Ataxia, por lo que imagino que me preguntaron: ¿Le debes todo a la ataxia?

Me dan el guión con las preguntas antes de hacerme la entrevista para ayudarme con mis problemas auditivos, y no meter mucho la pata. Lo pido yo, claro.

Cuando leí ¿Le debes todo a la ataxia? Me quedé tan perpleja que creo que me enfadé… ¿Cómo le voy a deber todo a ese señor que vino a cenar y nunca se fue? No, no le debo nada. Se lo debo a mi esfuerzo, tesón y constancia. Llamé a todas las puertas para publicar mi segunda novela ocultando mi enfermedad, se trataba de que juzgaran mi forma de escribir no a mí; no quería ningún favor por ser especial. Una vez que les interesó ya hablé de mí porque no me avergüenzo de nada. Destapé en mi Facebook que voy en silla de ruedas y poco a poco les fui hablando de la ataxia de Friedreich. Por suerte hay una entrevista radiofónica en la que mi ex editor confirma esto, no acabamos bien y basta que yo diga una cosa  para él decir la contraria. Y en los demás libros en los que he participado nadie sabe que tengo una ataxia. La novela que estoy escribiendo ahora tampoco…

Algo así contesté.

 

Pero esta mañana me he levantado con resaca de incomodidad, como si la pregunta o la respuesta se me hubieran atragantado. Luego en el gimnasio con Margarita se me ha olvidado, y ahora que la radio interior por fin se ha quedado sin pilas… puedo preguntarme ¿Yo sería así sin tener una ataxia? ¿Sin haber conocido la enfermedad?

La verdad es que no lo sé, no puedo saberlo. Así, a bote pronto, se me ocurre que ni la madre Teresa de Calcuta ni Juana de Arco tenían una ataxia… no me comparo con ninguna, ni mucho menos; lo digo por la empatía de una y la fortaleza de la otra. Las circunstancias que nos rodean marcan nuestro carácter, nuestra forma de ser… ¡qué duda cabe! Pero de ahí a deberle todo a la Ataxia hay un abismo. Pienso yo.

Sé que hay quien piensa que mi primer libro me lo publicaron por estar enferma, mi opinión varia algo ya que intuyo que si el autor de cualquier libro no aporta nada al lector nadie te publica. Y con eso me quedo. La ataxia es cruel y no sirve negarlo, y creo que somos muy valientes los que, cumpliendo nuestro tratamiento, seguimos dando a conocer la ataxia de Friedreich y dedicándonos a otras cosas.

Porque se puede, si quieres puedes.

 

Mandé un correo electrónico al periodista cambiando la respuesta, y me puse a corregir un capítulo de mi novela del Antiguo Egipto.

 

(nota inquietante de la autora: decir que esto vuelve a ser otro supuesto como el de la guerra civil, ya no cuela ¿verdad?)

 

Cuando llegó Juan a casa nos fuimos a hacer la compra semanal. Íbamos hablando de la entrevista, de los dimes y diretes que circulan por Internet acerca de la curación de mi enfermedad…

-¡Se les va a caer el cielo encima…! Siempre igual. No es tan fácil ¡los avances científicos son lentos por muy reales que sean! Imagino que mucha de esa gente ni se tiene que preocupar por las facturas que llegan a su casa, ni por la subida de la luz… “Margarita se llama mi amor, Margarita Rodríguez Garcés, una chica chica chica bum…” ¡la hostia, otra vez!

-¿Otra vez qué….? –me preguntó con extrañeza mi marido.

-¡No me hagas caso! Voy a por un paquete de sal y ahora vuelvo.

 

Llevaba la silla eléctrica y así era más fácil moverme por el centro comercial yo sola. Volví hacia atrás antes de ir a buscar la sal y allí estaba, mi radio interior no se había equivocado. No tenía ganas de saludarla y Juan me estaba esperando “del calibre ciento ochenta y seis…”, pero algo en su expresión me hizo acercarme. Estaba sola. Mi radio interior se calló.

-¡Hola Margarita! –saludé.

Miraba a todo menos a mí. Me empezaba a sentir incómoda, era el ser celestial que había conocido aquella mañana pero tan diferente. Igual o más bella. Ausente. Distinta.

De repente se sentó en el suelo.

“¡Ala di que sí, a esperar el autobús en mitad del pasillo y que vengan los de seguridad!” Y recordé a mi fisioterapeuta negando su respuesta cuando había preguntado si ella era la nueva voluntaria.

-Margarita soy May ¿te acuerdas de mí…?

Me miró como una niña pequeña, muy pequeña.

-No.

-Vale… -“pues hasta luego, tendría que haber dicho”


-¿Y sabes dónde estás?

-No.

-Vale… -“pues llamo a los de seguridad y que me ayuden ¡pero no! ¡Es que no cambio con los años…! No cambio” –ponte de pie, te agarras a mi silla y damos una vuelta a ver si conoces a alguien.

La niña más obediente del mundo se levantó del suelo y se agarró a mi silla. Me miró disimulando una sonrisa.

-Venga, vamos –“¿pero a dónde voy yo? Si esta como una chota, tiene Alzheimer, amnesia… o se ha fumado dos porros y le han sentado mal ¿qué hago yo?”.

 

Se me ocurrió preguntar a los de seguridad si alguien había perdido a alguien; me dijeron que no, que la tarde transcurría muy tranquila. Mientras conversaba con ellos Margarita se aferró a mi mano. La palabra Alzheimer iba ocupando mi mente a pasos agigantados, cerca de nuestro gimnasio había un centro de día de personas mayores con esta enfermedad. Pero Margarita no tendría más de cuarenta años, por eso no la asocié con ellos. De lo que sí empezaba a estar segura era de que la mujer que se había agarrado a mi mano ni estaba borracha ni era drogadicta.

Juan se acercó al verme rodeada de gente. Me aproximé a él con Margarita de la mano.

-Te espero en el parque, tenemos que llamar a mi fisio. Acaba tú la compra ¿vale? –le dije.

 

Saqué a Margarita del centro comercial. Hacía buena tarde y nos arrimamos a un banco. Ella se sentó y yo busqué el móvil en mi alborotado bolso. No puedo mantener conversaciones telefónicas, pero sí dar un mensaje o pedir auxilio… y eso es lo que iba a hacer.

-Espérame aquí que voy a comprar pipas.

Asintió mientras balanceaba sus pies. Sonreí al mirarla, seguía siendo la mujer más bella que nunca vi; la terrible negrura que encarcelaba su mente sólo aumentaba su luz. Llamé a Amparo sin perderla de vista. Le conté lo que había pasado y le dije dónde estábamos. Al ratito mi móvil vibró. Mensaje fisio:

-No os mováis de ahí, en seguida voy.

Mucho más relajada volví al banco.

-¿Y las pipas? –preguntó mirando mis manos.

-¡No te vas a creer la tarde que llevo hoy... Margarita! Primero se me olvida la sal y luego las pipas. 

 

 

-¡Muchas gracias, May! –me dijo Amparo cuando llegó al parque- Su hermana la está buscando.

Antes de marcharse con mi fisioterapeuta Margarita me dio dos besos.

-¿Qué pasaba? –me preguntó Juan que ya estaba junto a mí.

-¡Y yo que sé! Me he enterado de la película a medias.

-¿Pero quién era esa mujer que llevabas de la mano?

-Margarita Rodríguez Garcés.

-¡Anda ya…!

-Eso digo yo –le dije alzando las cejas- Vámonos a casa.

 

El móvil vibró de nuevo. Mensaje fisio:

-Te he mandado un correo electrónico en el que te cuento todo…

 

Al llegar a casa miré el ordenador y allí estaba.

Ni siquiera se llamaba Margarita sino Alicia.

En el correo me decía Amparo que había sido la única superviviente de un accidente de tráfico hacía dos años; en él murieron sus hijos y sus padres. Estaba separada y a raíz del accidente padece Alzheimer, no sabe lo que pasó y creo que es mejor así. Se creó una vida y un nombre diferente, y su hermana se hizo cargo de ella. Cada vez los episodios de desorientación y de no recordar nada son más frecuentes, por eso pasa los días en el centro que hay al lado del gimnasio. Ahora un cirujano quiere operarla porque si no morirá en meses; está en fase terminal.

Alicia es la hermana de mi mejor amiga.

Muchas gracias por lo que has hecho May. Te veo mañana.

 

 

-Bueno y qué… ¿Quién era esa mujer? –preguntó Juan poniendo sus manos en mis hombros y mirando la pantalla.

-Margarita… Rodríguez Garcés –dije haciendo una mueca de sonrisa con los labios hacia dentro.