No supe distinguir a una mujer
guapa de una bella hasta que no la vi apoyada en aquella ventana.
La magia que la circundaba
hacia vibrar de luz el gimnasio; el susurro de su voz, la suavidad de su
sonrisa y aquellos ojos negros de enormes pestañas, contrastaban con la extraña
y delicada palidez de su rostro. El flequillo tan cortito y la trenza medio
deshecha avivaban mi fantasía: nunca había visto un ser celestial tan de cerca.
Me quité la chaqueta y
enseguida vino a ayudarme, por lo que entendí que otra paciente no era.
-¿Eres la nueva voluntaria?
–pregunté.
Mi fisioterapeuta desde otra
sala, asomándose para mirarme, negó con la cabeza al mismo tiempo que ella
decía que sí. Me despistaron esas dos respuestas tan diferentes y no presté
mucha atención a su nombre pero lo entendí porque me sonaba...
-¿Cómo has dicho que te llamas?
–pregunté con extrañeza.
-Margarita Rodríguez Garcés.
-¿Qué…?
-Es que es sorda –dijo alguien
tocándose la oreja.
-No soy sorda, digo sí… que no
coño que no, no soy sorda tengo problemas auditivos. Pero aquí y en casi todos
los sitios la mayoría de la gente llama a quien no oye bien sordo, a mí me
basta con que vocalicen sin exagerar y me miren cuando hablan –y centrándome
solo en aquel ser celestial, que por suerte vocalizaba de maravilla, le dije-
No te puedes llamar así…
Reconozco que me salió la queja
sin muchas luces y sin un asomo de inteligencia.
-¿Por qué…? –me preguntó riendo
y enseñando sus dientes perfectos.
-Porque es una canción de una
película antigua –le decía mientras se encendía sin piedad mi radio interior…
“Margarita se llama mi amor, Margarita Rodríguez Garcés una chica chica chica
bum...”
-Ya lo sé, mi madre me cantaba
la canción. Pero me llamo así –me dijo con una calidez que desbordaba la
sonrisa de sus ojos.
“Una chica, chica, chica bum
del calibre ciento ochenta y seis...”
Mi fisio me llamó y me preparé
para el masaje.
“Margarita el pañuelo sacó
cuando el tren hizo pi chacachá y una lágrima rodó, rodó…”
La memoria, mala leche y
pesadez de mi radio interior, quisiera o no, daban color a mi vida y ahí estaba
yo sonriendo como una idiota porque la canción de Margarita no me dejaba en
paz… “Y una lágrima rodó, rodó, rodó por su rostro angelical. No llores más por
mí le dije yo…”
Menos mal que era miércoles.
Había empezado a entretener a
las personas más mayores del gimnasio leyéndoles mi novela de la guerra civil
(es el mismo supuesto de antes…) o jugando con ellas a la pelota, ya que tanto
leer en voz alta como jugar con un balón me venía también bien a mí. Y mi
novela les encantaba porque aunque su mente ya no funcionaba bien aún tenían
recuerdos de sus pueblos.
Aquel día mientras leía en voz
alta, Margarita “Rodríguez Garcés una chica, chica bum… -apagué mi radio
interior de un manotazo mientras me colocaba el pelo detrás de la oreja-”se
arrimó a nosotros. Cogió el libro que había dejado sobre la mesa cuando Teodora
empezó a explicarme que en la guerra hubo dos bandos. Lo ojeó y miró la foto del autor. Me miró y
volvió a mirar la foto.
-¡Pero si eres tú! –me dijo con
la sorpresa más bonita que he visto en mi vida.
-No, es María Narro –le
contestó Teodora.
Le guiñé un ojo sonriendo y
dije que luego se lo explicaba pues me tenía que ir a la sala de masajes de
nuevo. Me moría de curiosidad. Quería saberlo todo acerca de aquella Margarita
“Rodríguez Garcés… ¡ya!”, pero he aprendido que aunque yo no oigo lo que dicen
en otra habitación todo el mundo me oye a mí cuando pregunto por alguien, o
hablo de alguien. Esté donde esté. Cuando acabaron de darme las corrientes en
las piernas ya se había marchado.
Imaginé que otro día sabría más
de la preciosa voluntaria que no era voluntaria con nombre de canción antigua.
Estaba preocupada, más bien
inquieta, con una pregunta que me había hecho un periodista el día anterior. No
quería parecer frívola y creo que lo fui. Nunca me habían hecho esa pregunta,
ni nunca había pensado nada parecido.
Hacía poco había sido el día
Internacional de la Ataxia ,
por lo que imagino que me preguntaron: ¿Le debes todo a la ataxia?
Me dan el guión con las preguntas
antes de hacerme la entrevista para ayudarme con mis problemas auditivos, y no
meter mucho la pata. Lo pido yo, claro.
Cuando leí ¿Le debes todo a la
ataxia? Me quedé tan perpleja que creo que me enfadé… ¿Cómo le voy a deber todo
a ese señor que vino a cenar y nunca se fue? No, no le debo nada. Se lo debo a
mi esfuerzo, tesón y constancia. Llamé a todas las puertas para publicar mi
segunda novela ocultando mi enfermedad, se trataba de que juzgaran mi forma de
escribir no a mí; no quería ningún favor por ser especial. Una vez que les
interesó ya hablé de mí porque no me avergüenzo de nada. Destapé en mi Facebook
que voy en silla de ruedas y poco a poco les fui hablando de la ataxia de
Friedreich. Por suerte hay una entrevista radiofónica en la que mi ex editor
confirma esto, no acabamos bien y basta que yo diga una cosa para él decir la contraria. Y en los demás
libros en los que he participado nadie sabe que tengo una ataxia. La novela que
estoy escribiendo ahora tampoco…
Algo así contesté.
Pero esta mañana me he
levantado con resaca de incomodidad, como si la pregunta o la respuesta se me
hubieran atragantado. Luego en el gimnasio con Margarita se me ha olvidado, y
ahora que la radio interior por fin se ha quedado sin pilas… puedo preguntarme
¿Yo sería así sin tener una ataxia? ¿Sin haber conocido la enfermedad?
La verdad es que no lo sé, no
puedo saberlo. Así, a bote pronto, se me ocurre que ni la madre Teresa de
Calcuta ni Juana de Arco tenían una ataxia… no me comparo con ninguna, ni mucho
menos; lo digo por la empatía de una y la fortaleza de la otra. Las
circunstancias que nos rodean marcan nuestro carácter, nuestra forma de ser…
¡qué duda cabe! Pero de ahí a deberle todo a la Ataxia hay un abismo.
Pienso yo.
Sé que hay quien piensa que mi
primer libro me lo publicaron por estar enferma, mi opinión varia algo ya que
intuyo que si el autor de cualquier libro no aporta nada al lector nadie te
publica. Y con eso me quedo. La ataxia es cruel y no sirve negarlo, y creo que
somos muy valientes los que, cumpliendo nuestro tratamiento, seguimos dando a
conocer la ataxia de Friedreich y dedicándonos a otras cosas.
Porque
se puede, si quieres puedes.
Mandé un correo electrónico al
periodista cambiando la respuesta, y me puse a corregir un capítulo de mi novela
del Antiguo Egipto.
(nota inquietante de la autora: decir que esto vuelve a ser otro
supuesto como el de la guerra civil, ya no cuela ¿verdad?)
Cuando llegó Juan a casa nos
fuimos a hacer la compra semanal. Íbamos hablando de la entrevista, de los dimes
y diretes que circulan por Internet acerca de la curación de mi enfermedad…
-¡Se les va a caer el cielo
encima…! Siempre igual. No es tan fácil ¡los avances científicos son lentos por
muy reales que sean! Imagino que mucha de esa gente ni se tiene que preocupar
por las facturas que llegan a su casa, ni por la subida de la luz… “Margarita
se llama mi amor, Margarita Rodríguez Garcés, una chica chica chica bum…” ¡la
hostia, otra vez!
-¿Otra vez qué….? –me preguntó
con extrañeza mi marido.
-¡No me hagas caso! Voy a por
un paquete de sal y ahora vuelvo.
Llevaba la silla eléctrica y
así era más fácil moverme por el centro comercial yo sola. Volví hacia atrás
antes de ir a buscar la sal y allí estaba, mi radio interior no se había
equivocado. No tenía ganas de saludarla y Juan me estaba esperando “del calibre
ciento ochenta y seis…”, pero algo en su expresión me hizo acercarme. Estaba
sola. Mi radio interior se calló.
-¡Hola Margarita! –saludé.
Miraba a todo menos a mí. Me
empezaba a sentir incómoda, era el ser celestial que había conocido aquella
mañana pero tan diferente. Igual o más bella. Ausente. Distinta.
De repente se sentó en el
suelo.
“¡Ala di que sí, a esperar el
autobús en mitad del pasillo y que vengan los de seguridad!” Y recordé a mi
fisioterapeuta negando su respuesta cuando había preguntado si ella era la
nueva voluntaria.
-Margarita soy May ¿te acuerdas
de mí…?
Me miró como una niña pequeña,
muy pequeña.
-No.
-Vale… -“pues hasta luego,
tendría que haber dicho”
-¿Y sabes dónde estás?
-No.
-Vale… -“pues llamo a los de
seguridad y que me ayuden ¡pero no! ¡Es que no cambio con los años…! No cambio”
–ponte de pie, te agarras a mi silla y damos una vuelta a ver si conoces a
alguien.
La niña más obediente del mundo
se levantó del suelo y se agarró a mi silla. Me miró disimulando una sonrisa.
-Venga, vamos –“¿pero a dónde
voy yo? Si esta como una chota, tiene Alzheimer, amnesia… o se ha fumado dos
porros y le han sentado mal ¿qué hago yo?”.
Se me ocurrió preguntar a los
de seguridad si alguien había perdido a alguien; me dijeron que no, que la
tarde transcurría muy tranquila. Mientras conversaba con ellos Margarita se
aferró a mi mano. La palabra Alzheimer iba ocupando mi mente a pasos
agigantados, cerca de nuestro gimnasio había un centro de día de personas
mayores con esta enfermedad. Pero Margarita no tendría más de cuarenta años,
por eso no la asocié con ellos. De lo que sí empezaba a estar segura era de que
la mujer que se había agarrado a mi mano ni estaba borracha ni era drogadicta.
Juan se acercó al verme rodeada
de gente. Me aproximé a él con Margarita de la mano.
-Te espero en el parque,
tenemos que llamar a mi fisio. Acaba tú la compra ¿vale? –le dije.
Saqué a Margarita del centro
comercial. Hacía buena tarde y nos arrimamos a un banco. Ella se sentó y yo
busqué el móvil en mi alborotado bolso. No puedo mantener conversaciones
telefónicas, pero sí dar un mensaje o pedir auxilio… y eso es lo que iba a
hacer.
-Espérame aquí que voy a
comprar pipas.
Asintió mientras balanceaba sus
pies. Sonreí al mirarla, seguía siendo la mujer más bella que nunca vi; la
terrible negrura que encarcelaba su mente sólo aumentaba su luz. Llamé a Amparo
sin perderla de vista. Le conté lo que había pasado y le dije dónde estábamos.
Al ratito mi móvil vibró. Mensaje fisio:
-No os mováis de ahí, en
seguida voy.
Mucho más relajada volví al
banco.
-¿Y las pipas? –preguntó
mirando mis manos.
-¡No te vas a creer la tarde
que llevo hoy... Margarita! Primero se me olvida la sal y luego las pipas.
-¡Muchas gracias, May! –me dijo
Amparo cuando llegó al parque- Su hermana la está buscando.
Antes de marcharse con mi
fisioterapeuta Margarita me dio dos besos.
-¿Qué pasaba? –me preguntó Juan
que ya estaba junto a mí.
-¡Y yo que sé! Me he enterado
de la película a medias.
-¿Pero quién era esa mujer que
llevabas de la mano?
-Margarita Rodríguez Garcés.
-¡Anda ya…!
-Eso digo yo –le dije alzando
las cejas- Vámonos a casa.
El móvil vibró de nuevo.
Mensaje fisio:
-Te he mandado un correo
electrónico en el que te cuento todo…
Al llegar a casa miré el
ordenador y allí estaba.
Ni siquiera se llamaba
Margarita sino Alicia.
En el correo me decía Amparo
que había sido la única superviviente de un accidente de tráfico hacía dos
años; en él murieron sus hijos y sus padres. Estaba separada y a raíz del
accidente padece Alzheimer, no sabe lo que pasó y creo que es mejor así. Se
creó una vida y un nombre diferente, y su hermana se hizo cargo de ella. Cada
vez los episodios de desorientación y de no recordar nada son más frecuentes,
por eso pasa los días en el centro que hay al lado del gimnasio. Ahora un
cirujano quiere operarla porque si no morirá en meses; está en fase terminal.
Alicia es la hermana de mi
mejor amiga.
Muchas gracias por lo que has
hecho May. Te veo mañana.
-Bueno y qué… ¿Quién era esa
mujer? –preguntó Juan poniendo sus manos en mis hombros y mirando la pantalla.
-Margarita… Rodríguez Garcés
–dije haciendo una mueca de sonrisa con los labios hacia dentro.
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