Un
cosquilleo de miedo me sacude a veces, como si no quisiera ver nada, darme
cuenta de nada.
Cambiar de
año, un año más, me producía temor desde que entré en la treintena. Temor
relegado a un tercer o cuarto plano, como siempre, pero temor. El futuro, mi
futuro incierto... ¡Es dantesco ser tan consciente de que tengo una enfermedad
degenerativa y sólo de mí depende olvidarlo!
Tarea de
Titanes.
Sé que la
vida es en si degenerativa, que un día da paso a otro y otro, y otro menos que
te queda por vivir; que nadie tiene un futuro asegurado.
Ahí me agarro.
Mirar
hacia delante es vivir sin temor, decía una canción, pero tengo que obligarme a
paladear sin prisa el presente, el hoy, el momento, el caper diem; y después
que amanezca de nuevo vendrá otro hoy cargado de sensaciones. Sensaciones que
llenan de vivos colores mi realidad. Realidad poblada de sueños. Sueños que
huelen a pan recién hecho. Echo de menos poder andar, levantarme de ésta silla
y salir corriendo. Corriendo despacio sobre el aire. Aire que barre tristezas.
Tristezas salpicadas de Vida.
El
semáforo se puso en rojo.
Mirando a
los anónimos transeúntes que cruzan con prisa el paso de cebra el tiempo se
escapa lentamente. Hace frío. ‘Unforgettable’ me traspasa las entrañas y subo
el volumen del casett queriendo acariciar la melancolía que se esconde detrás
de mis pupilas. Doce grados, treinta y cinco años. Juan habla con unos amigos
que viajan con nosotros, yo me pierdo en las mareas de Nat King Cole. Apoyo mi
cabeza en el cristal de la ventanilla. Un niño mofletudo, pelirrojo y con la cara
llena de pecas me saca la lengua desde el coche que hay a nuestro lado. Giro la
cabeza huyendo de su alegría de luz. Dos zapatos de negro charol brillante
caminan solos por la acera. Punta tacón. Errantes, vagabundos, huérfanos. Una
farola se enciende. Los zapatos suben un bordillo. Se paran. Me señalan y
vuelvo mis ojos en busca del niño pelirrojo. Está comiendo regaliz y me enseña
su lengua negra. Los zapatos me gritan que es a mí. Empiezan a moverse de nuevo
y noto el juego de mis tobillos. Punta tacón. Camino difuminada hacia ellos
mientras el día se apaga. Nadie los ve. Los zapatos entran con suavidad en mis
pies desnudos y taconeo sin prisa por aceras vestidas de nubes. “No es un
sueño, me pellizco y duele”. Golondrinas que emprenden el viaje lejos del
invierno me saludan con sus maletas al pasar a mi lado. “¡ Estoy andando!”.
Hago gestos exagerados para llamar la atención del niño mofletudo, pero él está
embelesado chupando su regaliz. Punta tacón. “Siento galopar la sangre por mis
piernas sin paso, había olvidado lo maravilloso que es caminar”. Un claxon
suena. La gente se detiene. Los zapatos comienzan a apretar, me trituran los
pies. Cole alarga su mano desde un coche que espera el cambio de color del
semáforo. Me la ofrece. La tomo y el albor de la noche en clave de jazz besa
mis dedos. Avanzo con ella. Punta tacón. La mano tira de mí mientras se oyen
los últimos sones de su canción. Pierdo los zapatos, pero no me siento descalza
ni miro atrás para buscarlos. Me acomodo en el asiento y observo con placer mis
gastadas botas camperas. Alzo la cabeza retando con los ojos a un mundo que no
tiene tiempo para sentir. Verde. Noto que se me ensancha el pecho. Sonrío y
saco la lengua al niño mofletudo, pelirrojo y con la cara llena de pecas del
coche de al lado. Juan acelera. Suenan los primeros compases de ‘Till the end
of the years’. Tarareando la canción me adentro en la noche.
___
Nunca
conocí a mi abuela materna, pero a menudo hablo con ella.
Cuando
sueñas escribiendo, sueñas dos veces; publicas en el alma, envías al cielo y
llegas al corazón. Al menos eso es lo que pretendo. Pero cuando la vida sangra
escribes porque necesitas soñar, o tal vez no escriba y sólo copie lo que desde
el infinito me dictan.
Sea como
fuere, brotan palabras que saben acariciar.
Me gusta
pensar que hay alguien que siempre cuida de mí si tropiezo en la desazón (¡soy
tan patosa!), que hay un espíritu con flores que vigila mis penas, que se
vuelca en el teclado cantándome las letras de mis relatos. Me gusta imaginar
que hay alguien que me devuelve la fe en los demás; nada me impide creer que es
mi abuela. Sería cruzar fronteras decir por qué.
- La caja de música -
Débiles
rayos de sol se colaban a través de la vieja claraboya vistiendo de una extraña
luz perlada la cajita de música. Mayte la sostenía entre sus manos. Sentada en
un rincón del desván con las piernas dobladas y la cabeza apoyada en la pared,
miraba entre lágrimas y penas reprimidas su pequeño tesoro. Su abuela le dijo
que la abriera sólo cuando quisiera soñar y ahora, no es que quisiera, es que
lo necesitaba.
Pero la
caja de música hacía muchos años que se había roto. Las notas de aquel vals de
la ilusión dejaron de sonar, y la princesita que había en su interior, aquella
que danzaba y volaba al compás de la música, estaba quieta.
Mayte abrió la pequeña caja de música como si
temiera romperla, pero al no oír nada y ver a su princesa triste y sola, la
cerró con fuerza. La caja tembló como si protestara. Mayte la empujó lejos de
ella y se tumbó sobre el polvoriento suelo abrazando sus piernas y escondiendo
la cara entre las rodillas.
Imágenes
de soledad, rechazo, ignorancia y humillación recorrían su mente una y otra
vez, una y otra vez.
- Sí, es cierto,
ha pasado y quizá vuelva a pasar pero no lo multipliques
Mayte
levantó la cabeza y sus sentidos ávidos de compañía recorrieron el desván
buscando el origen de aquella voz.
-Duele
-volvieron a hablar -pero no dejes que te hagan más daño.
“Parece
como si... parece... oh Dios, no puede ser. La voz viene de la caja de música
-pensaba Mayte- con razón ellos no me quieren, no me ven... ¡encima estoy
loca!”
La caja
dio un gran salto y la puerta se abrió rodando su princesita por el polvoriento
suelo. Mayte se incorporó rápidamente. Miraba a la princesita sin parpadear
mientras ésta revisaba su cuerpo en busca de chichones.
-No estás
loca, habría que estarlo para no aceptar a alguien por no ser como tú, por no
pensar igual que tú, por tener otras inquietudes o porque no pare de bostezar
viendo el Gran payaso -decía la princesita levantándose del suelo y estirando
su largo vestido de seda blanca un tanto amarillento por el paso del tiempo.
-Ojalá
fuera sólo eso, ojalá no me hubiera tocado conocer el dolor, ojalá no se
pudiera modelar la mente de los más pequeños para que mañana sean portadores de
los mismos ridículos perjuicios que sus padres, ojalá mi mundo fuera feliz,
lleno de amor y respeto... -Mayte hablaba mirando hacia la luz mientras se
sentaba de nuevo en el suelo.
La
princesita se acercó a ella llevándole calor. Se acodó sobre una rodilla de
Mayte y apoyando su pálida carita entre sus manos a la vez que la miraba a los
ojos, dijo:
-El mundo
no es gris ni azul, Mayte. Coge la parcela de mundo que te pertenece y píntalo
como tú quieras o puedas, pero no aceptes el color que te impongan. Hay
verdaderos desastres, desgracias, ausencias que tiñen nuestra vida de un color
muy negro, y ante eso, sólo el mago del Tiempo puede ayudar. Tienes que
aprender a diferenciar, no todo es tan gris como parece ni tan mágico y azul
como lo ves otras veces. No todo es lo que parece, cariño. Antes abriste la
cajita de música y la cerraste decepcionada ¿por qué? ¿Por qué me viste sola y
quieta? ¿Por qué no oíste la música?
Mayte
asintió.
-Tu abuela
decía que la abrieras sólo cuando quisieras soñar, pero para poder soñar tu
corazón no ha de estar bloqueado por el dolor, un dolor que solamente tú
acrecientas.
-¿Me estás
diciendo que me lo invento? -preguntó Mayte empezando a enfadarse.
-¡No he
dicho eso! Sólo te pido que el daño que te hacen o te puedan hacer, no lo
recuerdes porque así se multiplica y en vez de una vez te lo habrán hecho cien,
que no dejes que te obliguen a no ser tú, y que aprendas a mirar y escuchar con
el corazón. ¿Oyes la música?
Mayte negó
con la cabeza.
La
princesita empezó a correr hacía la caja con sus relucientes zapatos de cristal
asomando bajo su vestido arremangado. Con dificultad consiguió enderezar la
cajita pues aún estaba boca abajo, y de un ágil salto se metió en su interior.
En aquel momento se abrió la puerta del desván. El marido de Mayte miraba
cómicamente a su mujer, ésta había perseguido a gatas la carrera de la
princesita y ahora la observaba e intentaba escuchar con la cabeza casi metida
dentro de la diminuta caja tiznándose de aquella forma la nariz del rojo
terciopelo de su fondo. Al ver a su marido apoyado en el dintel de la puerta
con aire risueño y los brazos cruzados, Mayte se incorporó y le preguntó si oía
la música.
-Imposible
no oírla cuando te miro.
___
Me compré
el ordenador cuando terminó mi época de “periodista”.
Cansada de
escribir para los demás, había decidido escribir sólo para mí. Era lo que
siempre había hecho pero ahora quería arrimarme lo más posible a la Literatura , aunque sólo
lograra atisbar su sombra en mi empeño, amén de que me rondaba la idea de hacer
caso a la psicóloga que me propusiera escribir mi vida.
Y mi
fantástico ordenador se llevó a la máquina de escribir al trastero.
Hice un
curso de escritura creativa y empecé a presentarme a concursos literarios. No
gané a nivel Nacional, mucho menos Internacional, pero sí hice mis pinitos a
nivel Provincial, tanto en prosa como en poesía.
Aquel
escribir sin parar aumentaba mi vida.
También mi
afición a la lectura se hizo más intensiva, olvidando que alguna vez había
leído una novela rosa y no queriéndome acordar de lo que son y para que sirvan
las revistas del corazón, buscaba mejorar mi forma de escribir mientras leía.
Lo de los
concursos literarios iba por rachas.
Muchas
veces mis relatos sólo iban a parar al
cajón. Y ahí siempre ganaban.
Otras
veces, sólo dejaba bailar a mis dedos sobre el teclado. No bailaban velocidad,
pero la costumbre los adornaba de agilidad.
Y alguna
otra vez comencé algún lamentable amago del “libro de mi vida”, pero lo
abandonaba porque era incapaz de seguir desnudándome ante los demás y mucho
menos de airear mis trapos sucios.
“¿Jura
decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?”
“Sí, lo
juro”
Menos mal
que siempre dejé la puerta abierta y alguien sopló:
“La Literatura es una
pirámide de mentiras creíbles”
Claro que,
cuando pasen los años quizá no tenga a nadie a quién preguntar:
“La suma
de mentiras y verdades en una autobiografía ¿qué es?”.
Había
dejado de dar clase de inglés cuando cree la revista. Una revista para unir las inquietudes de una
asociación, al menos eso intenté durante dos años. Aquellas páginas fueron
primero novedosas y fantásticas, luego pasaron a ser sencillas pero
entretenidas, y en el transcurrir del tiempo y la costumbre, llegaron a ser
insulsas y no leídas.
Fui
directora, reportera, corresponsal, secretaria y mujer de la limpieza, pero
nunca me creí algo que no era: periodista.
Aunque al
tomar la salida no me faltaron colaboradores, antes de que saliera el primer
número ya me había quedado sola. Quizás porque a trabajar sin cobrar aun
teniendo tiempo se apuntan muy pocos, es sólo un quizá; el otro quizá pudiera
hallarse dentro de la palabra constancia. Ya digo, quizás.
Durante
aquel tiempo me divertí escribiendo para los demás. Entrevisté a gente
importante de la ciudad, salía todos los días de casa teniendo un sitio donde
ir y algo por hacer, me propusieron y acepté -no sin dudar- pertenecer a la Junta Directiva de
la asociación, pero lo que más me atraía y lo que mejor me vino después, fue
que aprendí a manejar un ordenador.
Nadie me
enseñó porque nadie sabía usarlo allí.
La
computadora estaba en un rincón de una oficina sin ocupar del local de la
asociación. Había sido un regalo de la Caja Provincial.
Miraba a todos por encima del hombro hasta que llegué yo, entonces miró más por
encima porque osé arrimarme a ella.
¡Me
ahorraría tanto trabajo hacer la revista por ordenador!, pensé.
Busqué a
un amigo para que me introdujera en la informática -en los registros de mi
memoria no se hallaba el dato de haberla estudiado alguna vez- pero le
escaseaba el tiempo. Aún así me dio las nociones básicas. Esto es: se enciende
apretando a este botón, el ratón se mueve así, las ventanas y comandos salen
después, el tutorial para aprender está en el Inicio, para apagarlo sigue las
instrucciones que el ordenador te dé.
¡Coño!,
dije.
Tarde dos
días en acercarme a Manolo, como lo bauticé, y lo hice porque mientras dormía
me visitó mi antigua profesora de Economía -ella también había sentido ingente
respeto ante estos bichos que parecen que lo saben todo-:
-Esos
cacharros son tontos -me decía- sólo hacen lo que tú les ordenas.
De
acuerdo. Y una buena mañana me presenté en la asociación y me encaré al
ordenador.
¡A ver
quien puede más, tú o yo!, le dije.
Siguieron
a éstas valientes palabras, días de memorable batalla en la doma de Manolo.
Sorprendentes chillidos cada vez que sin querer daba a una extraña tecla y me
salía una pantalla desconocida, totalmente desconocida; simulacros de
rendimiento y tiramientos de toalla cuando escribía y a las letras, sin previo
aviso de nadie, les circundaban renglones negros y apretando a un botón
fortuito desaparecían; mensajes rebeldes en la pantalla, en cualquiera; faltó
poco para que el ordenador se amotinara junto con la impresora y me derrocaran
de mi puesto de directora, reportera, corresponsal, secretaria y mujer de la
limpieza.
Pero
Manolo reconoció mis dotes para la doma el día que salió el primer número de la
revista.
Ese día
hicimos las paces y nos juramos amor eterno.
Uno de los
artículos que más le gustó, a mi Manolito claro, hablaba, como muchas otras
veces, de accesibilidad.
De la
realidad de todo aquel que vive sobre ruedas porque no puede usar las piernas:
<<
La impotencia que se siente cuando la gente que te acompaña sube las escaleras
y tú te quedas contemplándolas desde tu silla de ruedas porque no hay rampa,
puede ser bestial.
No poder
entrar a la biblioteca Pública porque no puedes salvar un racimo de torpes
peldaños; no poder entrar a Correos, ni Hacienda, ni a la mayoría de los
edificios oficiales -perdón, a algunos sí, por la puerta de atrás-, ni de
diversión. Ir temiendo que tu silla tropiece y te caigas por el mal estado de
las aceras, exigir que se creen rebajes de bordillo y cuando por fin te hacen
caso que un coche aparcado te prohíba usarlo...
Todo eso y
mucho más: te hace quedarte en casa, salir solamente si vas acompañado, o peor,
mucho peor, te hace sentirte ciudadano de segunda categoría.
La
autoestima desaparece. Unos se rinden, aceptan, no queda más remedio... Otros
decidimos luchar, pero luchando bien, porque nuestra protesta -primer paso para
una ensoñada victoria- llegará hasta lo más alto...
Algún día.
>>