De mis
amigas me fui separando poco a poco, casi todas teníamos una relación
sentimental y nos dedicábamos a saborear las mieles del amor, olvidándonos de
todo lo ajeno. Yo lo hice, ellas también. Algunos fines de semana quedábamos
todos juntos, pero la amistad poco a poco se iba enfriando. Lo estaba pasando
demasiado mal y me volcaba en Juan.
Seguía
“castigándome”, haciendo cosas absurdas, casi demenciales. Buscando inconscientemente
un culpable, algo, alguien a quién echar la culpa de lo que me estaba
ocurriendo.
Recuerdo
un día viendo la televisión, una de mis series favoritas, ver a una secretaria
en silla de ruedas. Fue la última vez que vi esa serie. Hasta deje de ir a
arreglarme mi larga melena a la peluquería de Minerva, sólo porque era coja.
Rechazaba con todas mis fuerzas todo lo que se separara de la normalidad.
Aunque en el fondo de mí me doliera
perder esa pequeña amistad que se
iba fraguando con alguien tan especial como ella. Pero entonces me hacía daño
su cojera, quizá su alegría, pero sobre todo el saberla útil, capaz de
trabajar.
Mi doctora
se dio cuenta de que había caído en una depresión, me recetó unos
antidepresivos y me envió a un psicólogo. Por supuesto me enfadé, porque como
la mayoría de la gente por entonces (y ahora vulgarmente), asociaba a estos
profesionales con la locura. “¡Sólo me faltaba eso! ¡estar loca!”.
Fui
acompañada de mi hermana, ya no me atrevía a salir a la calle sola.
En la
consulta hablé sin parar y eso que me había jurado que ningún psicologuillo de
mierda me iba a sacar ni media palabra. Le hablé del miedo a ir sola, de que me
escondía de la gente cuando andaba, de que había dejado de estudiar. Él no me
preguntó el porqué. No me daba cuenta que sólo le interesaba mi relación con
Juan. Toda nuestra intimidad. Me hacía hablar de cosas que jamás creí que las
pudiera contar. Me empecé a sentir incómoda y dije que me tenía que ir al oírle
comentar que todos los problemas tenían su raíz en la sexualidad, los míos
también.
Antes de
irme casi le grité:
-¡Oiga
usted señor psicólogo! si yo tuviera algún problema sexual aquí sería el último
sitio al que vendría.
Y me fui
dando un portazo que hizo pestañear la luz. Luego me enteré que por equivocación
me habían mandado a un psicólogo sexólogo. Era la primera vez que aceptaba
ayuda, me había costado acceder pero no estaba preparada para aceptarla una
segunda vez. Tampoco nadie me lo mandó, ni tan siquiera sugirió.
Mis días
se convirtieron en una espera continua para poder soñar junto a Juan, y qué
mejor que esperar soñando. Vivía medio en las nubes, rechazando mi realidad
descaradamente. ¡Hasta yo me daba cuenta!
Por la
mañana ni siquiera hacía mi cama, me tenían que dar cuarenta voces para que
colaborase en las tareas de la casa. Como no siempre debía ir al gimnasio, me
convertí en una fanática seguidora de teleseries como Dinastía y Falcon
Crest. El efecto de los antidepresivos empezaba a notarse y quizá eso me
ayudaba a vivir más sin pisar el suelo. Pero por la noche, mientras dormía, me
despertaba sobresaltada soñando que me seguían, andando muy deprisa apoyándome
en la pared y llorando histéricamente porque al día siguiente tenía un examen y
no tenía apuntes. Me metía en la cama de Valeria para conseguir volver a
dormir. Por la mañana le decía a mamá que había tenido frío y por eso me había
cambiado de cama, no sé si se lo creería pues casi estábamos en Julio, aparte
de que nunca supe mentir, sí disimular, pero no mentir.
Las
pesadillas tardaron muchos años en irse.
Fue en los
primeros días del verano cuando mi estomago se comenzó a quejar. La doctora,
sospechando que las dos pastillas que me tomaba diariamente (sin contar los
antidepresivos) eran las causas de mis dolores y al comprobar que no me habían
hecho ningún bien visible (no eran para la ataxia), me las empezó a quitar.
Poco a poco. Y poco a poco mi estómago se calló.
Una
calurosa mañana mientras ayudaba a mamá a tender la ropa, mi vecina de enfrente
dijo:
-Oye May,
tú sabes Inglés ¿no? Mi hijo tiene el
examen final dentro de unos días y he pensado si podrías echarle una mano.
-¿Yo? –me
parecía mentira que alguien me considerara capaz de algo.
-Tu madre
ha dicho que se te da bien.
“¡La
verdad es que es lo único que he aprobado siempre!” , pensé.
-Mal no
se me da, si Javi quiere, lo puedo intentar –contesté demasiado deprisa.
Intentaba distraer mi entusiasmo, pero me salía fatal. ¡No me lo podía creer!
-Claro que
quiere May, fue Javier el que me dijo que tú sabías Inglés luego hablé con tu
madre, y ahora decides tú.
-¿Decidir...
? Ah, sí claro.
Y así
empecé, ayudando a mi vecinito con sus estudios. Aprobó con buena nota. Se
corrió la voz por el barrio y ese verano me salieron tres o cuatro chicos con
el idioma suspenso. Al principio me negué a cobrar, yo no era profesora, pero
me convencieron de que aquello era un trabajo, un pequeño trabajo y como tal
debía ser remunerado.
Aquel
inesperado trabajillo llegado de la mano de Dios cuando más lo necesitaba, me
impidió caer en la autocompasión, me abrió nuevamente las puertas de la
ilusión, de una ilusión que siempre estuvo ahí esperándome.
Daba dos
horas de clase diarias en mi propia casa, evitando desplazamientos, estaba en
contacto con niños a los que siempre había adorado, utilizaba sin parar y con
una facilidad enorme la gramática inglesa... ¡Empezaba a sentirme persona!
Sentía como si desde el cielo me hubieran cogido de la mano, porque además de
sentirme útil, lo que me había surgido, aparte de escribir, era lo que más me
gustaba hacer.