Claridad, la novela

viernes, 28 de octubre de 2016

Diez años después… (marzo 2013)


con la rondalla de mi pueblo, Aranzueque.
Te mentiría si dijera

que nunca pregunté al viento

si tú me querías…

Te mentiría.

 

Te mentiría si dijera

que no he visto, en el ocaso de la luna,

a una sirena llorar,

que no he visto a miles de cisnes

rendirse ante la adversidad,

que no he visto tenues estrellas

vagando en la oscuridad.

 

Te mentiría si dijera

que la vida es un tobogán

de dulces sensaciones,

que la vida nace y muere

con cada valiente,

que la vida es una senda

ya marcada...

Te mentiría.

 

Te mentiría si dijera

que nunca he visto marchitarse

la primavera,

que nunca he visto quebrarse

una quimera,

que nunca he visto perderse

mi fuerza entera.

 

Te mentiría si dijera

que siempre pregunté al viento

por qué a mí...

Te mentiría.


21 de marzo de 2013

 

Hoy empieza la primavera y hace veinticinco años que me operaron para no ser madre, pero no estoy triste. Nada de nada. Aunque por entonces se equivocaron ya que para que un hijo mío hubiera tenido una ataxia de Friedreich debería haber sido portador mi pareja del gen que provoca la enfermedad ya que yo, obviamente, lo tengo. En esto de las enfermedades hereditarias y  genéticas hay un gran desconocimiento todavía.

Pero en lo que no se equivocaron es en que iba a tener suficiente en la vida con cuidar de mi misma, además de que Juan y yo nos hemos vuelto muy vagos. No me apena no haber tenido hijos, con siete sobrinos y un peludo de cuatro patas es más que suficiente. Sí siete, mi hermana Valeria tuvo dos hijos; el mayor de ellos será el próximo escritor de la familia. Porque yo me he convertido en escritora publicada… o eso dicen. Lo de escritora quiero decir.


Mira, en fin… para entendernos: que me han publicado dos novelas y un libro de poesía, pero a día de hoy, y de mañana también, no te vayas a creer que he jubilado a Juan. Ni mucho menos. Ni por lo más remoto del cielo nos hemos acercado a ese sueño, querido diario, yo sigo siendo la misma oveja negra de siempre solo que diez años después…

 

“¿Con casi cincuenta años?”

Sí… me faltan dos, pero no vale repetirlo.

 

“¿Y el peludo?”

Buscaba un hogar y nos encontró.

Con la ayuda a domicilio hemos topado


Hace unos ocho años oí hablar de ellos por primera vez. Es un trabajo que se ofrece a personas con discapacidad, o mayores que ya no se pueden valer por sí mismos.

¡Sería tan bueno que alguien a quien yo pagara me ayudara a llevar mi casa! Presentamos todos los papeles al asistente social, y como mi grado de minusvalía es superior al de mucha gente que tiene concedido este servicio, me lo otorgaron sin problemas.

No es gratis, pagas. Bastante menos al principio, ahora con una pequeña diferencia a una señora que hubieras contratado por tu cuenta. Hay quien no paga nada o casi nada, y hay quienes pagamos bastante. Cosa de ovejas. Negras. Imagino. Y yo como me apunto a todo… ¡pues toma!

Por suerte parece que están empezando a dejar de globalizar, de meternos a todos en el mismo saco ¡a ver si es verdad! Aunque con esto de los recortes y la crisis no lo veo yo muy claro.

 

(nota aclaratoria de la autora: si a estas alturas del libro y de la vida, mi querido lector, no sabe lo que son los recortes, no sospecha nada de los mismos en Dependencia, educación, sanidad, y en la vida en general; sigue pensando que las tijeras solo sirven para cortar cartulina, no conoce a ninguna prima del Riesgo, y cree a pies juntillas eso de España va bien, juntos saldremos de esta y en los Reyes Magos… no seré yo quien le estropee el día ni le haga mayor de repente).

 

Lo importante, lo verdaderamente importante, del servicio de ayuda a domicilio es que me permiten seguir pasando el día sola, controlar y llevar mi casa, y ser moderadamente independiente dentro de mi dependencia. Me ayudan a vivir con dignidad, y alivian a mi madre de la tarea de ayudarme.

Vienen dos horas diarias. Una chica por la mañana, a primera hora, y otra al mediodía. Cada vez que tengo la inspección del servicio, porque esto se controla mucho –o a mí me controlan más ya que en Internet me lee mucha gente, y hay que comprobar si me he muerto y no he dicho nada, o si me he curado ya y por eso tengo buen humor-, suelen preguntarme que si quiero que una mujer venga solo a darme conversación… ¡Sólo me faltaba eso! Digo con cara de susto. Entre el Facebook, el gimnasio, la furgoneta, controlar mi casa –normalmente las chicas sólo hacen lo que yo les digo-, las facturas y que mis padres vienen cada dos por tres, lo que le falta a mi día son horas para escribir.

En Madrid con Magdalena y Antonia.
Supongamos que yo algún día escribo sobre la guerra civil española. Y en medio del bombardeo de Sigüenza la chica pone la lavadora.

-May tienes que comprar detergente –me dice enseñándome la caja vacía.

Al minuto vuelve a entrar donde escribo:

-Y suavizante… -hace ademán de irse, pero vuelve- en los chinos está de oferta.

-Vale –se va porque miro la pantalla del ordenador y no la hago caso.

A los cinco minutos, desde el pasillo, me mira sonriente mientras balancea la botella de...

 

-Vale, y lejía también compro mañana –me adelanto.

Ya se ha enfadado.

A los diez minutos se planta al lado de mi escritorio con el abrigo puesto. Mete algo en su bolso.

-Bueno… ya me voy. He recogido todo, he limpiado… -sigue hablando y yo estoy concentrada en otra cosa.

La miro cuando deja de hablar.

-Vale, pues gracias. Hasta mañana…

-¿Y qué escribes? –pregunta de repente acercando sus ojos a la pantalla de mi ordenador y leyendo el clímax de mi novela (en el supuesto caso de que yo escriba algo relacionado con la guerra civil, recordemos que esto es un supuesto todo).

Estoy a punto de tapar con mis manos la pantalla…

-Has dicho antes que había una oferta en los chinos ¿En qué chinos que no te he oído bien…?

 

Eternos minutos después me quedo sola y escribo según van entrando los heridos a la catedral de Sigüenza…

-Se me ha olvidado decirle que me cambie las sábanas.

 

Demasiadas cosas en mi vida, es un reto estar al tanto de todo. A veces pienso en comprarme una torre de marfil, por ahí perdida y sin Facebook, para poder escribir tranquila. Esto me debe crear fama de gruñona, antipática y hasta de loca a más no poder. Ayer por ejemplo, viene mi padre nada más irse mi madre y me encuentra riéndome a carcajadas y aplaudiendo al ordenador.

Que cambie de horarios… ¿por qué no? Pues porque no puedo, paso demasiadas horas sentada en mi silla de ruedas y cuando viene Juan me tumbo y me pongo de pie… por mi espalda, por la suya y  para no atrofiarme y descansar, que ya no tengo veinte años.

 

 

Pero sigamos con el servicio de ayuda a domicilio, llevo tantísimos tiempo con ellos que he encontrado de todo. Gente que me ha ayudado y querido de verdad, madres postizas, amigas arrogantes y gente que no ha visto una silla de ruedas en su fruta vida con lo que difícilmente te pueden ayudar –la mayoría, por desgracia-.

Hay personas maravillosas trabajando en esto, y sensibles muy sensibles, pero otras son demasiado listas. O la ley del mínimo esfuerzo cuán político en el congreso jugando a los barcos, o te avasallan dulcemente.

“Aquí mando yo”.

¿Es mi casa o no…? ¿Pero tú no venías a ayudarme…? ¿Con el móvil pegado a la oreja?

Hay de todo. Lo malo viene siendo cuando te falla una de tus chicas fijas y te mandan a una suplente que no te conoce de nada. Y encima vienen en plan “Yo vine aquí a hacerte un favor”.

¿Pero te pagan o no…?

Y si vienen en plan Maruja súper fairy mejor apago el ordenador, me olvido de que me gusta escribir y enciendo el televisor esperando con ansia que empiece Sálvame… aunque sean las ocho de la mañana. Sin Telecinco no hay vida.

 

Soy muy accesible, me adapto a terrenos pantanosos… sólo reivindico una ayuda a domicilio más profesional porque hay otras personas enfermas que no pueden hacerlo.

He vivido muchos ratos buenos con ellas, hemos tenido buenas y divertidas conversaciones y hasta algunas me han apoyado en las presentaciones de mis libros.  Aunque sí  es cierto que cuando doy la mano, o demasiada confianza, se me acaban ‘subiendo a la chepa’ el tiempo te ayuda a diferenciar. No son tus amigas, están ahí porque pagas… simple y llanamente porque pagas. Aunque algunas piensen y demuestren que sí lo son pero… si no pagaras no vendría ninguna a verte.


Ellas realizan un trabajo, nada más.

Que unas me caigan mejor que otras, como yo a ellas, eso es cosa del trato diario. Y de no darme cuenta que me miran por encima del hombro.

Que las hay.

 

El prejuicio por delante. Vamos, como siempre para no variar.

¡Pero si estás igual…!


¿La gente es tonta o qué?

Igual, igual… no puedo estar; me lo curro y a veces con lágrimas. Pero estamos saliendo de un entierro, me cuesta contener las lágrimas y no entiendo esta euforia. Lo chillan antes de arrearme dos besos, me giran para verme mejor…!

¡Olé, olé y olé! Viva ese disimulo tan bien puesto. Vale que me ven muy de vez en cuando, pero no es el momento ni el lugar. Claro... y acabo preguntándome ¿el día que no me encuentren ‘igual’, qué me van a decir?

“¡Ay chica por Dios del Amorhermoso que pena, fíjate tú! ¡Con lo que tú eras! “.

¿Y qué era yo…?

Pienso demasiado.

 

Entender las reacciones de la gente me llevaría años, por suerte las personas que de verdad les importo son más menguadas. Con un “te encuentro muy bien” o un simple qué tal estás se conforman. Eso de cada día estás más guapa… pues es la leche que te digan algo así, sea verdad o mentira. Aunque siempre hay alguien que dirá “llamas la atención porque vas en silla de ruedas” y yo diré muy bajito, pero que muy bajito: y si no fuera en silla sería tan fea como tu mujer.

 

Fuera de coñas, estoy bien, me encuentro bien y mi estado de ánimo me anima a seguir, a renovar estas fotos y darles un poquito de color. La ataxia de Friedreich, ese señor que vino a cenar y nunca se fue ha aprendido a convivir conmigo, o yo con él. No es benévolo en mi caso… ¿o sí? (prefiero no pensarlo; sobre todo cuando me entra la tos que me ahoga, los pinchazos en las piernas o ese maldito dolor de espalda por estar todo el día sentada) ni me ha dejado estable que, como he dicho siempre y hace muchas páginas: si yo dejo de estar activa y de obligarme a mover, realizar mi tratamiento… perderé esa estabilidad, por lo que tan estable no estoy. Este señor no sabe parar, los científicos aún no lo han conseguido. Hay muchos avances, pero ninguna solución a día de hoy.

 

Sí es cierto que no me tomo ninguna pastilla y no hay efectos secundarios que suelen afectar bastante. Bueno… ahora me estoy tomando hierro, pero es por mi condición de ser mujer; me quedé bajo mínimos y por eso los pinchazos en las piernas son más frecuentes. Tampoco tengo nada del corazón aunque durante años creyeron que sí, y todo porque las pruebas (chequeo obligatorio cada x años) me las hicieron después de estar muy constipada y llevar quince días respirando mal. Lo dije, pero no me hicieron ni caso… nadie puede saber más que los médicos y menos los pacientes; había muchos tendones en la zona y lo confundieron con una cardiopatía.

Me quisieron medicamentar pero me negué, yo no me encontraba mal y ellos mismos me dijeron que no era absolutamente necesario.

Años después me dieron el alta en cardiología, después de mucho tiempo buscando un mal que nunca existió.

¿Y si me hubiera tomado las pastillas que me mandaron, qué hubiera sido de mí?

Ellos deberían haber sabido que lo que me recetaron para el corazón no le iba bien a la ataxia de Friedreich. No lo sabían, por fortuna yo había leído la denuncia que se hizo por tal motivo; no es bueno creer todo lo que lees por eso pregunté si era vital tomármelo.

A veces parece que tengo suerte, protesto al viento y acierto de pura casualidad.

 

Pero esto, la poca o mucha suerte que tengo, no serviría de nada si no tuviera en mi mente la mayor fuerza motriz existente, la fuerza de voluntad bañada en ilusión. A mí me mueve la ilusión. Fijarte una meta, un objetivo, no estar siempre pensando en todo lo malo que te puede pasar y sin dejar de luchar por intentar retrasar ese mal del que eres tan consciente ¿Difícil? No, aunque no es fácil, es todo un reto. Tal vez yo juegue con dos ventajas: siempre quise ser ‘normal’ y mi madre me repitió durante años eso de ‘esta chica es más bruta que un ‘araó’ por lo que llegas a creértelo… si es que no fuera cierto del todo. Mas sin empuje, sueños o utopías no se va a ningún sitio, nadie.

La actitud lo cambia todo. El pensamiento positivo, una sonrisa, la ilusión.

 

Un ejemplo para que veáis que esto es real en todos los casos. Hace años conocí a una pareja de hermanos con ataxia de Friedreich, estaban muy dejados de tratamiento físico. Su madre movía cielo y tierra para que les operaran cuanto antes… ¿de qué? Para eliminar la ataxia. En cuanto hallaran la solución a sus hijos les operarían los primeros. No suelo discutir con quien me dice algo así (¡han sido tantos ya…!), la solución llegará pero no todavía máxime ahora que han recortado las ayudas para las investigaciones científicas. Son maneras de vivir; yo me agarro a mi presente por muy utópico que sea y otros al humo salvador del futuro.

(Hay una plataforma para la curación de la ataxia de Friedreich –Genefa, creada en marzo del 2013- con promesas y alientos esperanzadores sin fecha aún, buscando la terapia génica que nos pueda ayudar; hay mucha gente volcada ahí financiando con sus propios medios la investigación científica que estaba estancada por los recortes, como he dicho antes. Para mí es excesivamente caro –me afecta la crisis como a todos, o más que a algunos- y deprimente porque entiendo que la vida es mucho más que la enfermedad que tengo, prefiero pagar mi tratamiento que nada es gratis. Pero comprendo perfectamente que la gente que empieza viva volcada económica y emocionalmente en la plataforma donde unos se dan ánimo a otros porque la solución va a llegar, mas nadie sabe cuando. Algunos miembros de la plataforma son conscientes de que hay que seguir luchando  para  que la solución nos encuentre en el mejor estado posible, y esa es la idea. La idea que comparto desde hace muchos años mientras aprendo a vivir todos los días.

Es la experiencia con esta enfermedad la que habla, sin duda, porque he visto a demasiada gente esperando, hasta acabar muertos, ‘la pastilla salvadora’).

Desde aquí, desde ahora, quiero decir que donaré el 50% de lo que obtenga con la venta de este libro a la plataforma Genefa.

¡Si es que obtengo algo!

Porque yo también tengo una ataxia de friedreich y deseo más que nadie (o como todos) que se llegue a una pronta solución, y para ello hay que seguir investigando. Pero nos han recortado o anulado el prepuesto para poder salir de la crisis.

¡Manda huevos!

   

Bueno sigo que el tema es serio y tiene miga, pues a estos chicos se les caía el cuello, la cabeza hacia delante, como cuando una persona mayor se duerme solo que ellos no estaban dormidos y siempre llevaban la cabeza hacia abajo. Una noche uno de los dos hermanos tenía el cuello casi bien y la cabeza tan alzada que no pude dejar de mirarle. Veíamos en una pantalla gigante una final de fútbol importante; cuando acabaron los noventa minutos de partido el chico volvió a poner su cuello mal. Se lo conté a mi fisioterapeuta buscando una explicación profesional… no la había, sólo encontró la misma explicación que yo: la ilusión. Él la había perdido y se había llenado de dejadez.

 

A un adulto, y estos chicos lo eran, no hay que decirles que hay posturas muy dañinas, es imposible que no lo sepan… que no lo quieran saber es otra cosa. Lo más cómodo y fácil es bañarte en resignación y esperar sin hacer nada (¿esperar a qué…? ¡Ay Dios, si es que me pongo mala! Hasta los mismos científicos, neurólogos dicen que cuando hallen la solución, el gen correcto para implantar en nuestro cuerpo, la sanación llegará paulatinamente… nadie va a sacar un conejo sano de una chistera) Me enfado, y creo que con razón, porque he visto a demasiada gente rendirse y sé lo que pasa.

“Quizá no puedan…” Depende, ¡pero a este chico yo le vi! Hay posturas que no se pueden corregir sin cirugía y muchas veces ni aun con eso, la ataxia es así de cruel, pero no por ello hay que dejarle vía libre; que usurpe nuestro cuerpo sin luchar. Vamos a ponérselo difícil, intentarlo al menos.

Tenemos una baza oculta, buena, muy buena está en nuestra mente y es gratis, hay que jugarla. Se llama (soy muy pesada, lo sé) ilusión.

Y la ilusión se practica, se trabaja; en los niños es natural pero nosotros ya no somos niños.

 

No siempre está ahí.

Hay quien dice que yo tengo mucha suerte porque me casé y en mi historia no somos uno sino dos; sospecho que quien dice eso, ni tiene ni sabe vivir en pareja. Es muy cierto que mi marido es una pieza básica y fundamental de mi vida, pero él tiene su espacio y yo el mío… por no asfixiarnos, nuestras inquietudes son completamente diferentes. Nos tenemos y nos queremos y esa es una gran parte de mi fuerza.

Pero no toda.

La fuerza nace de una estabilidad emocional, de los que te rodean, de las pequeñas cosas del día a día en las que rara vez reparas a no ser que te las quiten… de los sueños, esperanzas y anhelos. De mi sentido del humor, que es intrínseco, y sobre todo de mi creatividad; ese algo que me motiva y me hace crecer por encima del cielo.

 

Miércoles, 22 de abril de 2009

Sueños de libertad

 

Si la luna viniera a buscarme ésta noche vería que ya desperté.

 

¡Es tan fácil dejarte llevar! Ir de víctima, no luchar por lo que quieres, ni agarrarte a lo poco o mucho que tienes. Nos gusta tanto sufrir, unos llaman la atención así, otros nos quedamos paralizados en el fondo... y cuando de verdad venga el Dolor ¿qué vamos hacer?

 

Si la luna olvidara mi nombre gritaría que estoy aquí.

 

Qué difícil es vivir. Mirar al frente, seguir, tener la conciencia tranquila, sonreír. Saber que a todos no les vamos a gustar, que muchos me juzgaran porque no saben que mi silla de ruedas sólo me ayuda a vivir, porque no saben que acepté mis limitaciones hace tiempo... falta que ellos, algún día, acepten las suyas.

Lo raro es vivir, que decía Martín Gaite.

 

Si la luna bebiera mi alma sabría de mis sueños de libertad.


 

Sólo eres lo que sientas que eres.

Soy una mujer simpática, confundida a veces, enamorada, que adora escribir, que sabe soñar. Una enfermedad no es una prisión, ni una silla de ruedas, aunque a veces la sienta como tal... muchas otras veces no me hace falta soñar para saber volar, para sentirme libre. Atan mucho más los sentimientos, quizá con delicadas cadenas de amor y ternura que se han mezclado con mis sueños de libertad... y de las que no me quiero desprender.

 

 

La ilusión, la fuerza y unas mínimas nociones de inteligencia pueden hacer milagros… Caseros y chapuceros pues todo fue por la falta de información, y porque la palabra degenerativa, al menos en mi caso, parece que significara ‘mujer en punto de extinción’. A lo que no me da la gana, al menos mientras pueda.

Resultó que cada vez me costaba más mover mi brazo izquierdo porque tenía unos dolores tremendos en el hombro. Lo más fácil era no moverlo, así no dolía “tu enfermedad es degenerativa, tiene que ser así”.

Pues no, no antes de tiempo. Si no movía el brazo para evitar el dolor la enfermedad sí se lo iba a llevar. Eso lo sabía de siempre.

Los dolores se agudizaron cuando me dejaron sin gimnasio ya que la honda corta me suavizaba la espalda. Por cuestiones burocráticas –allende los burros- me volví a quedar sin rehabilitación. Empecé a buscar gimnasio y soluciones para el dolor fuera de la seguridad social, porque ellos sólo me tuvieron en tratamiento un mes. Y lo encontré casi todo junto, pero poco a poco.        

 

Siempre he tenido la suerte de hallar buena gente en Internet, amigos de verdad que me han ayudado. Mi querido amigo Miguel Schweiz me habló por primera vez de la vitamina B12 que, con el visto bueno de mi médico, comencé a tomarme (las vuelvo a pedir muy de vez en cuando y no siempre me las recetan, depende de los análisis. No es un medicamento para la ataxia) a eso se unió encontrar la asociación y gimnasio de Esclerosis Múltiple.

Allí recibo el tratamiento que necesito.

 

Poco a poco, una de mis fisioterapeutas –Amparo Madrid- me ha ido enseñando que cada problema que surge paralelo a mi enfermedad tiene un origen. Mi dolor de brazo también. Y es eso lo que hay que corregir, intentarlo al menos. Las malas posturas acaban generando casi todos los dolores. Y eso fue: una contractura en la parte izquierda de mi espalda, casi en el nacimiento del brazo que cada vez dolía más. Por lo que el ultrasonido que me dieron sobre el hombro, durante el mes que me tuvo en tratamiento la seguridad social, tan solo me alivio momentáneamente.

 

Dicen que la gota rompe la piedra, no por su fuerza sino por su constancia… y me temo que no hay nada más cierto que eso. Porque son los masajes (una vez a la semana) de mi fisioterapeuta, ejercicio moderado, corregir postura y el TENS (estimulación eléctrica) lo que me permiten mover el brazo perfectamente y casi siempre sin dolor.

Llevo con ellas, son dos, casi cuatro años de tratamiento.

 

La contractura es real por lo que a veces duele el brazo más de la cuenta; me doy un automasaje y me pongo el TENS. Mi fisio me consiguió uno y me enseñó a usarlo.

Yo sólo soy su aprendiza… sigo siempre sus indicaciones.

viernes, 7 de octubre de 2016

1. - Sobre ruedas


                             - De mayor quiero ser... -

 

... un caballo.

 

Nadie me hacía caso, ni siquiera me tomaban en serio. Aun siendo muy niña sabía que esos animales poseen belleza, elegancia, bravura, nobleza..., además de que los acariciaban, cuidaban y cepillaban su lomo.

¿Qué había de raro en que de mayor quisiera ser un caballo?

O caballa, que como aprendí después se dice yegua que es más ‘fisnho’, pero entonces me daba igual.

Mamá no entendía que me pasara horas delante del espejo intentando relinchar, aunque mis intentos más bien parecían rebuznos. Ella riéndose decía: “caballo no sé si llegarás a ser, pero que en vez de hija tengo una cabra, de eso no tengo la menor duda”. Y yo mirándola con los ojos medio cerrados, pensaba: “si si si ríete ríete, ya verás ya, la sorpresa que se va a llevar el mundo conmigo”. Pero mi voz, para desgracia mía, se iba modulando, suavizando y pareciéndose más a la de una mujer.

Ni relinchos, ni rebuznos, ni ná.

 

Me dejé el pelo largo. Al cogerme la cola de caballo, sentía como si me rebelara contra el destino que cada vez me alejaba más y más de mi sueño. A esto no ponía ninguna pega mamá, ni a que tuviera las paredes de mi habitación llenas de fotos de mi amor platónico: Furia. Claro que, más de una vez mi pensamiento le fue infiel. Siendo sincera no toda la culpa fue mía, nadie y menos yo, se podía mostrar indiferente a la seductora mula Francis, por muy mula que fuera.

 

Y qué decir de la primera vez que me puse zapatos de tacón de aguja. Al finalizar la aburrida velada y quitármelos, tenía los pies tan doloridos que creí que había llegado el ansiado momento en el que se convertirían en pezuñas.

Pero no.

Y los años seguían pasando y ni orejas puntiagudas, ni se me alargaba la cara, ni mis brazos se convertían en patas delanteras, ni mis largas piernas... Los intentos de relinchos delante del espejo, dieron paso a intentos de besos.

Aprendí a madurar dejando a un lado los sueños.

 

No del todo. Ya que cuando me casé y compramos nuestro piso, quería que fuera amplio por si un día... Mientras comíamos imaginaba lo incómoda que estaría sentada en un taburete, o si podría cocinar sujetándome sólo a dos patas. La verdad es que me imaginaba convertida en caballa, con un delantal de flores amarillas y pequeños rulos en mis crines y ¡¡¡ufffff!!! La imagen enamoraba.

O cuando me imaginaba hiendo al mercado, andando sólo a dos patas para no llamar mucho la atención, con mis gafas negras y la mochila al lomo...

¡Me perdía soñando!

 

Y esta mañana, cuando la ducha me despertaba, he visto como se empieza a cumplir mi sueño al escuchar a mi marido mientras se afeitaba:

-Cariño, lo pasamos bien ¿eh? ¡Si no fuera porque en cuanto te duermes empiezas a dar coces!

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Los caballos, la pasión de una niña que había entrado en la madurez enardeciéndola a orillas de los sueños, saboreándola en la escuela de Jerez, adorándola en las manadas del Rocío, tocándola en el Oeste andaluz...

Una niña que entró en la madurez revitalizando destinos.

 

-¿Es la primera vez que montas a caballo?-preguntó el guía.

-¡Sí! -contesté sin dejar de sonreír.- Bueno no -dije de repente- cuando era pequeña monté en burro.

Juan se reía caminando al lado del manso caballo por si me caía, pero el guía me miró con cara de: “Pobrecilla, además de ir en silla de ruedas es tonta perdida”.

 

Llevábamos horas perdidos en el desierto de Tabernas. Encontramos la ciudad del Oeste cuando ya no la buscábamos. Al pie del seguro fuerte había un pequeño poblado indio, también la taquilla. Imaginé que nada más entrar nos recibiría el General Custer, o en su defecto John Wayne, aunque me conformaba con que fuera Clint Eastwood. Nada más lejos de la realidad. Al atravesar el umbral del fuerte nos encontramos con la escuela, y antes de entrar dentro, Laura Ingalls me saludó desde una ventana. Detrás de ella se encontraba su familia que había abandonado la casa de la pradera para saludarme.

Y sentada en las escaleras me encontré a la antipática Nellie, y la señora Oleson cruzaba la polvorienta calle corriendo a cortitas zancadas para besuquearme mientras me pellizcaba los mofletes...

“¡No!

Recuerda: Salvaje Oeste. Insignias, revólveres, sheriff, indios, americanos, malhechores, forajidos, pieles rojas, toro sentado...

Cambia el chip”.

 

Abandonamos la escuela y pronto llegamos a la arenosa plaza. A un lado el Banco, al otro la Iglesia, la oficina del Sheriff, y la estafeta de correos. La diligencia acababa de llegar, en un rincón ahorcaban a un cuatrero, pero nosotros entramos al Saloom a tomar una coca-cola. Hacía mucho calor. El duelo empezaría a las cinco de la tarde, nos daba tiempo a comernos un bocadillo y ver de donde salían tantos caballos que paseaban turistas. En la mochila llevaba un pantalón que había cogido por si se me presentaba la oportunidad de... Pero en los caballos sólo montaba una persona, era un crimen que aquellos escuálidos animales cargaran con el peso de dos adultos. Decidí quedarme con la minifalda y mirarlos desde mi silla. ¡Me habían dicho tantas veces que sería imposible!

Antes de abandonar la cantina compramos dos baratos sombreros.

El sol caía sin piedad sobre el lejano Oeste.

 

Y paseando cerca de los establos, mi marido me dijo que sería imposible montar a caballo sólo cuando yo lo creyese, no los médicos, nunca una enfermedad.

-¿Quieres o no quieres montar?

-Claro que quiero, pero yo sola no me voy a sujetar.

-Ya lo veremos, si no puedes te bajo.

 

Cuando tuve al caballo a mi lado y lo vi tan grande, me sentí diminuta y recordé que no podía montar porque llevaba falda. Pero como negaba con la voz a la vez que afirmaba con los ojos, Juan y un amable piel tostada me subieron al colosal cuadrúpedo. Aferré mis manos a la silla de montar, me colocaron los pies en los estribos y... ¡Bingo!

¡Me sujetaba!

Preguntaron si dábamos un paseo y afirmé con la cabeza porque me daba miedo hablar por si me despertaba. Al ofrecerme las riendas pensé que tenía bastante con agarrarme y las rechacé.

Miré al suelo, luego al frente, y, emocionada, al cielo.

 

Y el caballo empezó a andar, mi marido siempre muy cerca de mí, y yo creciendo y sonriendo mientras a cada paso del brioso pura sangre sentía más y más seguridad. Estaba cumpliendo el sueño de una niña, un poco tarde y quizá un poco mal, pero lo estaba cumpliendo.

Rayo Blanco, el caballo, no resistió la tentación de echarse un buen trago en el primer abrevadero que vio.

Me sabía John Wayne con coletas.

 

La silla de ruedas se había quedado al lado de los establos, y después de dar una vuelta completa a la ciudad del Oeste, Juan me cogió de la cintura y dejó a una mujer, henchida de felicidad, de nuevo sobre ruedas.

 

Por la noche, de vuelta en el hotel donde nos alojábamos, después de cenar mientras un camarero nos servía un cubata, me adentré en una solitaria pista de baile.

Bajo las estrellas... Con mi silla de anillos gigantes... Al compás de nostalgias que ríen...

Imbuyéndome en una música que me echaba de menos.

Y volví a bailar.

Aquella noche del verano del noventa y cinco, a la luz de la luna...

Como antes, como nunca, como siempre.

Bailé sin mover las piernas. A mi corazón le sobraba ritmo y se había olvidado de que no le gustaba que se fijaran en él.

 

Que horas más tarde, mientras dormía, me cayera de la cama cuando no me había caído del caballo, eso es otra historia.

 

 

V

 

 

Cuando vi el ascensor supe que no...

 

Y no me equivoqué, el día en el que por fin funcionó, con mi silla de ruedas dentro, la puerta del ascensor no se podía cerrar. Juan, mi padre y el arquitecto se quedaron lívidos. Yo, espantosamente decepcionada.

-Claro que si le quitamos los reposa pies, la silla cabe.

-¿Me está diciendo que cada vez que usé el ascensor tengo que desarmar mi silla para que la puerta cierre?

-Yo no tengo la culpa de que ustedes no sepan lo que compran -dijo el arquitecto.

-Claramente lo pone en el contrato, un piso adaptado para una silla de ruedas -le contestó mi marido.

Solamente al oírnos hablar de medidas legales, al señor arquitecto, se le bajaron los humos.

 

Y la solución, perdidos y deseosos de una libertad como estábamos, que nos ofreció la constructora nos pareció razonable. Ellos pagaban una silla manual y otra eléctrica que tuvieran las medidas del ascensor, y nosotros no denunciábamos además de olvidarnos del tema.

Aceptamos.

Pero si en mi vida no me hubiera dado tanto respeto mirar al futuro, quizá hubiera podido pensar: “si una silla manual vale más de cien mil pesetas, la de motor casi medio millón -a medida valen más-, si las sillas se cambian cada cuatro años ¿quién me pagará las sillas especiales más adelante?”.

Imagino que la constructora pensaría que antes de tener que cambiar de silla ya me habría muerto, porque intuirían que las sillas no son eternas al igual que los zapatos, digo yo. Pero soy demasiado mala, seguro que pensaron que en dos años nos tocaría la primitiva y cambiaríamos de piso.

 

Corría el año 1994 cuando recibimos un dinero, que demasiado ingenuamente, consideramos excesivo, mientras ellos iban diciendo que les habíamos “estafado” aunque sólo pagaban la factura que les había remitido una ortopedia después de adaptarme dos sillas a “su” ascensor. Pero éramos felices. Teníamos lo que queríamos, no sabíamos de lo que nos tachaban, y todo el mundo es bueno hasta que se demuestra lo contrario.

La nueva casa era un sueño, salir sola a la calle, otro.

 

Para ser la sombra de una May perfecta, me haría falta la experiencia de haber vivido cinco vidas y aún así, me seguiría equivocando.

 

IV

 

 

Desde que mis padres se habían mudado a un piso preparado para una silla de ruedas, la idea de buscar otro para nosotros nos empezó a rondar. Pero aquello no era tan fácil. Aun habiendo una ley que obligaba a las constructoras a dejar un piso totalmente accesible para una persona en silla de ruedas por cada treinta pisos que construyen, por entonces, esa ley no se cumplía. No había mucho donde elegir. Además de que la idea de vender y abandonar nuestro pequeño nido me ponía los pelos de punta.

Me parecía maravilloso eso de poder salir sola a la calle, aunque creyese que era algo así como utópico. Con la silla eléctrica me movía yo sola por la ciudad, también me habían presentado a nuevas barreras -arquitectónicas, las más-, pero para salir de casa y bajar las escaleras, si no estaba Juan, me tenían que ayudar mi hermano o mi padre.

 

“¡Si hubieras comprado un piso sin escaleras como te decíamos!”.

 

Esa frase me la repitieron hasta la saciedad durante muchos meses, mas en el registro de mi memoria no la encontraba. ¡Qué ambiguo es el pasado! Nadie quería que me casara y mucho menos que me comprara un piso, pero todos querían que no tuviera escaleras.

La explicación de que nuestro piso tuviera escaleras era fácil y lógica, pero sólo la sabíamos mi marido y yo y a nadie más importaba. Tardé toda una vida, y dos vidas volvería a tardar, en aceptar una silla de ruedas por compañera.

 

Pero cada vez más a menudo, cuando reconocía que seis escalones me tenían atrapada, cuando pensaba que quizá me estuviera perdiendo media vida, la tristeza me visitaba. Las estrechas ventanas tenían rejas que menguaban libertad. El sol desaparecía mientras el edificio de enfrente crecía.

La luz se apagaba de nuevo, todas las bombillas se fundían.

Mis clases de Inglés ya no me llenaban como antaño, sentía que había algo más esperándome, sabía que tenía que haberlo; fuera, en la calle, bajo el sol, dentro de la lluvia, sobre el viento, junto al aire...

Cuando se iban mis alumnos me empapaba y vivía en las telenovelas. La televisión era mi única compañera que sabía hablar. Ya no podía escuchar la radio, no entendía lo que decían, ni podía llamar a nadie por teléfono para decirle que las paredes me asfixiaban. Nunca me apetecía leer, si alguna vez escribía sólo era para quejarme, en otra piel, en otra situación, en otro personaje, pero siempre llegando a lo mismo...

Gritaba en silencio y nadie me oía.

 

Sólo una de las personas que más me querían, mi hermana Valeria, se atrevió a decirme lo que todos veían.

-¡Te estás revolcando en la mierda!

Y casi la pegué un guantazo. ¿Cómo podía decirme algo tan horrible cuando veía que lo estaba pasando mal? ¿Es que no se daba cuenta de que era realmente desgraciada? ¿No le bastaba con que hubiera superado mi orfandad por no tener hijos?

No, no le bastaba.

Hoy sé que solamente la gente que te quiere será capaz de exigirte.

 

Mi hermana me obligó a aprender a trabajar por dentro.

Absurdo me parecía que hubiera un trabajo así, como absurdo es para muchos pensar que una persona que no recibe un sueldo trabaje. Haga lo que haga. ¡La sociedad es así de corta! Afortunadamente yo siempre he sido la oveja negra para todo, y supe corregir el absurdo.

Quererme de nuevo, estar a gusto conmigo misma, saberme valiosa, buscar soluciones a los posibles aceptando los imposibles..., no fue tarea fácil. Y después, libre aunque las ventanas siguieran teniendo rejas, me pude enamorar de los planos de un piso adaptado. Si lo comprábamos seríamos casi vecinos de mis padres y eso facilitaría la tarea que se impuso mamá de ayudarme diariamente en la casa, tarea que me ayudaba a vivir, por supuesto. Demasiadas cosas a favor.

A Juan la idea de que yo pudiese salir sola a la calle, le parecía grandiosa y nada utópica. Y endebles charcos de dudas se evaporaron al ver el piso por dentro.

 

Las ventanas eran enormes y el sol lo inundaba todo; aunque era un bajo se quedaba a la altura de un primero -mejor, no habría rejas-, yo dependería de un ascensor y aunque, el día de la visita, me subieron por las escaleras, al ver el hueco del ascensor me pareció diminuto.

“Están en obras”

“Es de locos pensar que un edificio que tiene un piso adaptado para sillas de ruedas, en su ascensor no quepa la silla cuando saben que esa persona sobre ruedas dependerá de él” -decían-.

Sí, es cierto, es de locos.

 

Pusimos el apartamento en venta y, al ser céntrico, en dos meses lo vendimos.