Claridad, la novela

viernes, 7 de octubre de 2016

1. - Sobre ruedas


                             - De mayor quiero ser... -

 

... un caballo.

 

Nadie me hacía caso, ni siquiera me tomaban en serio. Aun siendo muy niña sabía que esos animales poseen belleza, elegancia, bravura, nobleza..., además de que los acariciaban, cuidaban y cepillaban su lomo.

¿Qué había de raro en que de mayor quisiera ser un caballo?

O caballa, que como aprendí después se dice yegua que es más ‘fisnho’, pero entonces me daba igual.

Mamá no entendía que me pasara horas delante del espejo intentando relinchar, aunque mis intentos más bien parecían rebuznos. Ella riéndose decía: “caballo no sé si llegarás a ser, pero que en vez de hija tengo una cabra, de eso no tengo la menor duda”. Y yo mirándola con los ojos medio cerrados, pensaba: “si si si ríete ríete, ya verás ya, la sorpresa que se va a llevar el mundo conmigo”. Pero mi voz, para desgracia mía, se iba modulando, suavizando y pareciéndose más a la de una mujer.

Ni relinchos, ni rebuznos, ni ná.

 

Me dejé el pelo largo. Al cogerme la cola de caballo, sentía como si me rebelara contra el destino que cada vez me alejaba más y más de mi sueño. A esto no ponía ninguna pega mamá, ni a que tuviera las paredes de mi habitación llenas de fotos de mi amor platónico: Furia. Claro que, más de una vez mi pensamiento le fue infiel. Siendo sincera no toda la culpa fue mía, nadie y menos yo, se podía mostrar indiferente a la seductora mula Francis, por muy mula que fuera.

 

Y qué decir de la primera vez que me puse zapatos de tacón de aguja. Al finalizar la aburrida velada y quitármelos, tenía los pies tan doloridos que creí que había llegado el ansiado momento en el que se convertirían en pezuñas.

Pero no.

Y los años seguían pasando y ni orejas puntiagudas, ni se me alargaba la cara, ni mis brazos se convertían en patas delanteras, ni mis largas piernas... Los intentos de relinchos delante del espejo, dieron paso a intentos de besos.

Aprendí a madurar dejando a un lado los sueños.

 

No del todo. Ya que cuando me casé y compramos nuestro piso, quería que fuera amplio por si un día... Mientras comíamos imaginaba lo incómoda que estaría sentada en un taburete, o si podría cocinar sujetándome sólo a dos patas. La verdad es que me imaginaba convertida en caballa, con un delantal de flores amarillas y pequeños rulos en mis crines y ¡¡¡ufffff!!! La imagen enamoraba.

O cuando me imaginaba hiendo al mercado, andando sólo a dos patas para no llamar mucho la atención, con mis gafas negras y la mochila al lomo...

¡Me perdía soñando!

 

Y esta mañana, cuando la ducha me despertaba, he visto como se empieza a cumplir mi sueño al escuchar a mi marido mientras se afeitaba:

-Cariño, lo pasamos bien ¿eh? ¡Si no fuera porque en cuanto te duermes empiezas a dar coces!

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Los caballos, la pasión de una niña que había entrado en la madurez enardeciéndola a orillas de los sueños, saboreándola en la escuela de Jerez, adorándola en las manadas del Rocío, tocándola en el Oeste andaluz...

Una niña que entró en la madurez revitalizando destinos.

 

-¿Es la primera vez que montas a caballo?-preguntó el guía.

-¡Sí! -contesté sin dejar de sonreír.- Bueno no -dije de repente- cuando era pequeña monté en burro.

Juan se reía caminando al lado del manso caballo por si me caía, pero el guía me miró con cara de: “Pobrecilla, además de ir en silla de ruedas es tonta perdida”.

 

Llevábamos horas perdidos en el desierto de Tabernas. Encontramos la ciudad del Oeste cuando ya no la buscábamos. Al pie del seguro fuerte había un pequeño poblado indio, también la taquilla. Imaginé que nada más entrar nos recibiría el General Custer, o en su defecto John Wayne, aunque me conformaba con que fuera Clint Eastwood. Nada más lejos de la realidad. Al atravesar el umbral del fuerte nos encontramos con la escuela, y antes de entrar dentro, Laura Ingalls me saludó desde una ventana. Detrás de ella se encontraba su familia que había abandonado la casa de la pradera para saludarme.

Y sentada en las escaleras me encontré a la antipática Nellie, y la señora Oleson cruzaba la polvorienta calle corriendo a cortitas zancadas para besuquearme mientras me pellizcaba los mofletes...

“¡No!

Recuerda: Salvaje Oeste. Insignias, revólveres, sheriff, indios, americanos, malhechores, forajidos, pieles rojas, toro sentado...

Cambia el chip”.

 

Abandonamos la escuela y pronto llegamos a la arenosa plaza. A un lado el Banco, al otro la Iglesia, la oficina del Sheriff, y la estafeta de correos. La diligencia acababa de llegar, en un rincón ahorcaban a un cuatrero, pero nosotros entramos al Saloom a tomar una coca-cola. Hacía mucho calor. El duelo empezaría a las cinco de la tarde, nos daba tiempo a comernos un bocadillo y ver de donde salían tantos caballos que paseaban turistas. En la mochila llevaba un pantalón que había cogido por si se me presentaba la oportunidad de... Pero en los caballos sólo montaba una persona, era un crimen que aquellos escuálidos animales cargaran con el peso de dos adultos. Decidí quedarme con la minifalda y mirarlos desde mi silla. ¡Me habían dicho tantas veces que sería imposible!

Antes de abandonar la cantina compramos dos baratos sombreros.

El sol caía sin piedad sobre el lejano Oeste.

 

Y paseando cerca de los establos, mi marido me dijo que sería imposible montar a caballo sólo cuando yo lo creyese, no los médicos, nunca una enfermedad.

-¿Quieres o no quieres montar?

-Claro que quiero, pero yo sola no me voy a sujetar.

-Ya lo veremos, si no puedes te bajo.

 

Cuando tuve al caballo a mi lado y lo vi tan grande, me sentí diminuta y recordé que no podía montar porque llevaba falda. Pero como negaba con la voz a la vez que afirmaba con los ojos, Juan y un amable piel tostada me subieron al colosal cuadrúpedo. Aferré mis manos a la silla de montar, me colocaron los pies en los estribos y... ¡Bingo!

¡Me sujetaba!

Preguntaron si dábamos un paseo y afirmé con la cabeza porque me daba miedo hablar por si me despertaba. Al ofrecerme las riendas pensé que tenía bastante con agarrarme y las rechacé.

Miré al suelo, luego al frente, y, emocionada, al cielo.

 

Y el caballo empezó a andar, mi marido siempre muy cerca de mí, y yo creciendo y sonriendo mientras a cada paso del brioso pura sangre sentía más y más seguridad. Estaba cumpliendo el sueño de una niña, un poco tarde y quizá un poco mal, pero lo estaba cumpliendo.

Rayo Blanco, el caballo, no resistió la tentación de echarse un buen trago en el primer abrevadero que vio.

Me sabía John Wayne con coletas.

 

La silla de ruedas se había quedado al lado de los establos, y después de dar una vuelta completa a la ciudad del Oeste, Juan me cogió de la cintura y dejó a una mujer, henchida de felicidad, de nuevo sobre ruedas.

 

Por la noche, de vuelta en el hotel donde nos alojábamos, después de cenar mientras un camarero nos servía un cubata, me adentré en una solitaria pista de baile.

Bajo las estrellas... Con mi silla de anillos gigantes... Al compás de nostalgias que ríen...

Imbuyéndome en una música que me echaba de menos.

Y volví a bailar.

Aquella noche del verano del noventa y cinco, a la luz de la luna...

Como antes, como nunca, como siempre.

Bailé sin mover las piernas. A mi corazón le sobraba ritmo y se había olvidado de que no le gustaba que se fijaran en él.

 

Que horas más tarde, mientras dormía, me cayera de la cama cuando no me había caído del caballo, eso es otra historia.

 

 

V

 

 

Cuando vi el ascensor supe que no...

 

Y no me equivoqué, el día en el que por fin funcionó, con mi silla de ruedas dentro, la puerta del ascensor no se podía cerrar. Juan, mi padre y el arquitecto se quedaron lívidos. Yo, espantosamente decepcionada.

-Claro que si le quitamos los reposa pies, la silla cabe.

-¿Me está diciendo que cada vez que usé el ascensor tengo que desarmar mi silla para que la puerta cierre?

-Yo no tengo la culpa de que ustedes no sepan lo que compran -dijo el arquitecto.

-Claramente lo pone en el contrato, un piso adaptado para una silla de ruedas -le contestó mi marido.

Solamente al oírnos hablar de medidas legales, al señor arquitecto, se le bajaron los humos.

 

Y la solución, perdidos y deseosos de una libertad como estábamos, que nos ofreció la constructora nos pareció razonable. Ellos pagaban una silla manual y otra eléctrica que tuvieran las medidas del ascensor, y nosotros no denunciábamos además de olvidarnos del tema.

Aceptamos.

Pero si en mi vida no me hubiera dado tanto respeto mirar al futuro, quizá hubiera podido pensar: “si una silla manual vale más de cien mil pesetas, la de motor casi medio millón -a medida valen más-, si las sillas se cambian cada cuatro años ¿quién me pagará las sillas especiales más adelante?”.

Imagino que la constructora pensaría que antes de tener que cambiar de silla ya me habría muerto, porque intuirían que las sillas no son eternas al igual que los zapatos, digo yo. Pero soy demasiado mala, seguro que pensaron que en dos años nos tocaría la primitiva y cambiaríamos de piso.

 

Corría el año 1994 cuando recibimos un dinero, que demasiado ingenuamente, consideramos excesivo, mientras ellos iban diciendo que les habíamos “estafado” aunque sólo pagaban la factura que les había remitido una ortopedia después de adaptarme dos sillas a “su” ascensor. Pero éramos felices. Teníamos lo que queríamos, no sabíamos de lo que nos tachaban, y todo el mundo es bueno hasta que se demuestra lo contrario.

La nueva casa era un sueño, salir sola a la calle, otro.

 

Para ser la sombra de una May perfecta, me haría falta la experiencia de haber vivido cinco vidas y aún así, me seguiría equivocando.

 

IV

 

 

Desde que mis padres se habían mudado a un piso preparado para una silla de ruedas, la idea de buscar otro para nosotros nos empezó a rondar. Pero aquello no era tan fácil. Aun habiendo una ley que obligaba a las constructoras a dejar un piso totalmente accesible para una persona en silla de ruedas por cada treinta pisos que construyen, por entonces, esa ley no se cumplía. No había mucho donde elegir. Además de que la idea de vender y abandonar nuestro pequeño nido me ponía los pelos de punta.

Me parecía maravilloso eso de poder salir sola a la calle, aunque creyese que era algo así como utópico. Con la silla eléctrica me movía yo sola por la ciudad, también me habían presentado a nuevas barreras -arquitectónicas, las más-, pero para salir de casa y bajar las escaleras, si no estaba Juan, me tenían que ayudar mi hermano o mi padre.

 

“¡Si hubieras comprado un piso sin escaleras como te decíamos!”.

 

Esa frase me la repitieron hasta la saciedad durante muchos meses, mas en el registro de mi memoria no la encontraba. ¡Qué ambiguo es el pasado! Nadie quería que me casara y mucho menos que me comprara un piso, pero todos querían que no tuviera escaleras.

La explicación de que nuestro piso tuviera escaleras era fácil y lógica, pero sólo la sabíamos mi marido y yo y a nadie más importaba. Tardé toda una vida, y dos vidas volvería a tardar, en aceptar una silla de ruedas por compañera.

 

Pero cada vez más a menudo, cuando reconocía que seis escalones me tenían atrapada, cuando pensaba que quizá me estuviera perdiendo media vida, la tristeza me visitaba. Las estrechas ventanas tenían rejas que menguaban libertad. El sol desaparecía mientras el edificio de enfrente crecía.

La luz se apagaba de nuevo, todas las bombillas se fundían.

Mis clases de Inglés ya no me llenaban como antaño, sentía que había algo más esperándome, sabía que tenía que haberlo; fuera, en la calle, bajo el sol, dentro de la lluvia, sobre el viento, junto al aire...

Cuando se iban mis alumnos me empapaba y vivía en las telenovelas. La televisión era mi única compañera que sabía hablar. Ya no podía escuchar la radio, no entendía lo que decían, ni podía llamar a nadie por teléfono para decirle que las paredes me asfixiaban. Nunca me apetecía leer, si alguna vez escribía sólo era para quejarme, en otra piel, en otra situación, en otro personaje, pero siempre llegando a lo mismo...

Gritaba en silencio y nadie me oía.

 

Sólo una de las personas que más me querían, mi hermana Valeria, se atrevió a decirme lo que todos veían.

-¡Te estás revolcando en la mierda!

Y casi la pegué un guantazo. ¿Cómo podía decirme algo tan horrible cuando veía que lo estaba pasando mal? ¿Es que no se daba cuenta de que era realmente desgraciada? ¿No le bastaba con que hubiera superado mi orfandad por no tener hijos?

No, no le bastaba.

Hoy sé que solamente la gente que te quiere será capaz de exigirte.

 

Mi hermana me obligó a aprender a trabajar por dentro.

Absurdo me parecía que hubiera un trabajo así, como absurdo es para muchos pensar que una persona que no recibe un sueldo trabaje. Haga lo que haga. ¡La sociedad es así de corta! Afortunadamente yo siempre he sido la oveja negra para todo, y supe corregir el absurdo.

Quererme de nuevo, estar a gusto conmigo misma, saberme valiosa, buscar soluciones a los posibles aceptando los imposibles..., no fue tarea fácil. Y después, libre aunque las ventanas siguieran teniendo rejas, me pude enamorar de los planos de un piso adaptado. Si lo comprábamos seríamos casi vecinos de mis padres y eso facilitaría la tarea que se impuso mamá de ayudarme diariamente en la casa, tarea que me ayudaba a vivir, por supuesto. Demasiadas cosas a favor.

A Juan la idea de que yo pudiese salir sola a la calle, le parecía grandiosa y nada utópica. Y endebles charcos de dudas se evaporaron al ver el piso por dentro.

 

Las ventanas eran enormes y el sol lo inundaba todo; aunque era un bajo se quedaba a la altura de un primero -mejor, no habría rejas-, yo dependería de un ascensor y aunque, el día de la visita, me subieron por las escaleras, al ver el hueco del ascensor me pareció diminuto.

“Están en obras”

“Es de locos pensar que un edificio que tiene un piso adaptado para sillas de ruedas, en su ascensor no quepa la silla cuando saben que esa persona sobre ruedas dependerá de él” -decían-.

Sí, es cierto, es de locos.

 

Pusimos el apartamento en venta y, al ser céntrico, en dos meses lo vendimos.

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