Sólo por cuestiones de papeles
iba al Imserso. Casi siempre a fichar en el mundo de los vivos para que me
siguieran pagando las veinticuatro mil pesetas mensuales de la pensión. La
última vez que había ido allí, mientras esperaba, leí en la revista Minusval
la polémica que se suscitó a raíz de una operación: una ligadura de trompas a
una joven discapacitada psíquica de veinticinco años. Con suma curiosidad me
imbuí en la lectura.
La madre de esa joven decía que
había tomado la decisión de operar a su hija, amparándose, en que ni podía
estar todo el día vigilándola –ya que pasaba doce horas en un centro
ocupacional-, ni le gustaría enfrentarse a las consecuencias de un embarazo.
También dejaba entrever, la madre, muy sutilmente, que su hija podía tener
algún derecho a disfrutar de su sexualidad.
A aquella madre le dijeron de
todo.
Desde que trataba a su hija
como un animal por haberla castrado, hasta que era una inmoral porque, parecían
decir que, las personas minusválidas o discapacitadas no tuvieran sexo.
Después de abandonar el Imserso
y habiéndome calado hondo la controversia, empecé a reflexionar sobre dos
cosas.
Una. Yo estaba en el bando
equivocado. Me había costado mucho, mucho, más que a nadie (bueno, ahora sé que
hay gente que no lo asume nunca), aceptar poco a poco que tenía una enfermedad
que me provocaba una minusvalía, y por lo tanto, yo era una persona minusválida
o discapacitada. Ya era hora de aceptarlo plenamente y admitir, sin duda
alguna, que estaba a favor de todo lo que beneficiara a cualquier
discapacitado, psíquico o físico. La decisión de aquella madre, insegura, pues
pedía casi el visto bueno a su acción, fue lo más correcto y sensato que se
podía hacer.
Y dos. Todo lo concerniente a
sexo en el terreno de las personas discapacitadas es un tema TABÚ; lo era antes
y lo sigue siendo ahora, amén de la intolerancia habida dentro de cualquier
colectivo minoritario cuando quieres avanzar en el crecimiento del mismo.
(Pero eso lo supe mucho
después).
Una mañana mientras leía a
Neruda en la terraza del salón, sentada en una cómoda butaca de mimbre
deshilachado, entre poesía y poesía, recordaba aquella polémica. Dejé la
manzana que mordisqueaba sobre la mesa camilla y pasé la página del libro.
Estábamos a mediados de Enero y
aún no habíamos empezado con los preparativos de la boda. El sol entraba a
raudales por el ventanal y conseguía suavizar la gélida temperatura de aquel
día de invierno. Había engordado casi dos kilos siguiendo los consejos de la
doctora, ya no vomitaba. El olorcillo que se escapaba de la cocina impregnaba
de seguridad el mundo. Mamá preparaba uno de sus suculentos cocidos.
“No te quiero sino porque te
quiero
y de quererte a no quererte
llego
y de esperarte cuando no te
espero
pasa mi corazón del frío al
fuego.
Te quiero sólo porque a ti te
quiero,
te odio sin fin, y odiándote te
ruego,
y la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un
ciego.
Tal vez consumirá la luz de
enero,
su rayo cruel, mi corazón
entero,
robándome la llave del sosiego.
En esta historia sólo yo me
muero
y moriré de Amor porque te quiero,
porque te quiero, amor, a
sangre y fuego”.
(Pablo Neruda)
La tarde anterior mi novio me
había dicho que él se haría una vasectomía, que no íbamos a estar toda la vida
impidiendo el embarazo prohibido. Le dije, atragantada de emoción, que eso no
ocurriría nunca porque si lo nuestro salía mal él podría tener los hijos que
quisiera. Era yo la que no los podía tener.
Casi había tomado mi decisión.
No consentiría que hubiera ni una posibilidad de que un hijo mío pasara por lo
mismo que yo. Sólo me quedaba hablar con los médicos. Pero esa vez quise que
ellos hablaran también con Juan, que le explicaran absolutamente todo de mi
enfermedad; aunque ya lo sabía por mí, quería que ellos hablaran con él.
Juan aceptó venir a la
consulta.
La sensación de paz que me
embargaba aquella extraña mañana dentro del hospital, era nueva para mí.
Con mis manos escondidas entre
las suyas, esperábamos a que los doctores nos recibieran hablando de dulces
trivialidades. Una enfermera me avisó para que entrara, y apretando la mano de
Juan avanzamos hacia la consulta. Sonreía al presentarles a mi novio. La
doctora volvió a hablar de la inconveniencia de tener hijos después de
explicarle a Juan todo lo concerniente a mi enfermedad, entonces fue ella la
que sonrío al darse cuenta de que ambos éramos plenamente conscientes de la
realidad. Conscientes y soñadores ilusionados, pero nadie mejor que los médicos
sabe que cuando se acaban los sueños e ilusiones, dejas de vivir.
Ellos me conocían a mí, o se
maravillaban de conocerme cada vez menos.
Mis ojos se ensombrecieron al
decir que ya había tomado una decisión: me quería hacer una ligadura de
trompas. Juan apretó mi mano. No estaba sola.
La doctora casi rezó para que
no encontráramos ningún obstáculo pues yo era muy joven y la ginecología no muy
abierta. Nos entregaron un montón de papeles que me recetaban un futuro nulo
como madre, y apretando la mano de Juan que no dejaba de mirarme, abandonamos
la consulta.
Unos días después fui a
planificación familiar con Valeria y mamá. Le expliqué al ginecólogo mi
situación. Para mi sorpresa me entendió (¿tuvo que ver que era joven? Creo que
sí). Me dijo que había tomado la decisión correcta y que si todas las pruebas
para poder operarme salían bien, él movería hilos para que me la hicieran
cuanto antes. Su apoyo me hizo sentir mejor.
Y ya con visos de operarme,
mientras del cielo caían rosas rojas el día de San Valentín, tomamos una
decisión precoz, fruto, quizá, de una osada inconsciencia. Decidimos ocultar a
todos, salvo a mi familia, la ligadura de trompas y mi ingreso en el hospital.
En un principio Juan no quiso que lo supieran los suyos. Había sido bastante,
de momento, que hubieran oído hablar por primera vez de la silla de ruedas como
para decirles que mi enfermedad era hereditaria y por ello no íbamos a tener
hijos nunca. Yo le secundé sin dudarlo.
Mas nos equivocamos en taparlo.
En el fondo de mí sentía que estaba cometiendo un crimen; me sentía asesina
matando a los hijos que ni siquiera estaban en mi vientre. Y aquel sentimiento
de culpa, irreal y novelesco, pero doliente en extremo, algún día pasaría
factura; porque toda culpa enterrada siempre vuelve, porque se deberían gritar
todos los miedos, porque deberíamos nacer con la experiencia de otra vida.
Pero entonces, ni el saber que
me operarían el día que se iniciaba la Primavera , o que Juan no estaría conmigo pues
trabajaría como un día más para que nadie sospechara, nos importó. Sólo contaba
que por fin teníamos fecha concertada con el párroco que nos casaría y
restaurante reservado para el ágape: 23 de Abril de 1988.
Mi padre había mantenido una
larga conversación con la
Directora del Imserso. Ella le convenció o quizá sólo
informó, de que no podía negarle a nadie, ni por minusválido o discapacitado
que fuera, el derecho a casarse. Luego, imagino que papá tendría que reconocer
que yo no soy tonta, sólo dueña de una minusvalía física provocada por una
enfermedad, y que nadie, absolutamente nadie, tiene un futuro asegurado.
A partir de ese día mi padre me
acompañó a reservar el restaurante; Juan y yo encontramos una iglesia –tenía
claro que en mi barrio no quería casarme, ni tan siquiera salir de mi casa
vestida de novia... ¡tantas escaleras! ¡Todas las vecinas y más de un erudito
en cotilleos esperándome en el portal!, me ponía mala de pensarlo y decidí que
yo saldría de mi piso para ir a la iglesia-. Encargamos las invitaciones, muy
pocos invitados pues había una enfermedad por medio –huelga decir que eso me
traía al pairo-; ¡y lo mejor! Ir con mamá a elegir el vestido de novia, aunque
eso lo dejamos para después de la operación.
Y todo esto lo preparamos en
tan sólo dos meses... huelga, también decir, que todo el mundo pensó que estaba
embarazada. Y yo... estaba en puertas de entrar al quirófano para no tener
hijos nunca.
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