Claridad, la novela

viernes, 9 de septiembre de 2016

2. -Apaga la Luz


Un cosquilleo de miedo me sacude a veces, como si no quisiera ver nada, darme cuenta de nada.
Cambiar de año, un año más, me producía temor desde que entré en la treintena. Temor relegado a un tercer o cuarto plano, como siempre, pero temor. El futuro, mi futuro incierto... ¡Es dantesco ser tan consciente de que tengo una enfermedad degenerativa y sólo de mí depende olvidarlo!
Tarea de Titanes.
Sé que la vida es en si degenerativa, que un día da paso a otro y otro, y otro menos que te queda por vivir; que nadie tiene un futuro asegurado.
Ahí me agarro.

Mirar hacia delante es vivir sin temor, decía una canción, pero tengo que obligarme a paladear sin prisa el presente, el hoy, el momento, el caper diem; y después que amanezca de nuevo vendrá otro hoy cargado de sensaciones. Sensaciones que llenan de vivos colores mi realidad. Realidad poblada de sueños. Sueños que huelen a pan recién hecho. Echo de menos poder andar, levantarme de ésta silla y salir corriendo. Corriendo despacio sobre el aire. Aire que barre tristezas. Tristezas salpicadas de Vida.

El semáforo se puso en rojo.

Mirando a los anónimos transeúntes que cruzan con prisa el paso de cebra el tiempo se escapa lentamente. Hace frío. ‘Unforgettable’ me traspasa las entrañas y subo el volumen del casett queriendo acariciar la melancolía que se esconde detrás de mis pupilas. Doce grados, treinta y cinco años. Juan habla con unos amigos que viajan con nosotros, yo me pierdo en las mareas de Nat King Cole. Apoyo mi cabeza en el cristal de la ventanilla. Un niño mofletudo, pelirrojo y con la cara llena de pecas me saca la lengua desde el coche que hay a nuestro lado. Giro la cabeza huyendo de su alegría de luz. Dos zapatos de negro charol brillante caminan solos por la acera. Punta tacón. Errantes, vagabundos, huérfanos. Una farola se enciende. Los zapatos suben un bordillo. Se paran. Me señalan y vuelvo mis ojos en busca del niño pelirrojo. Está comiendo regaliz y me enseña su lengua negra. Los zapatos me gritan que es a mí. Empiezan a moverse de nuevo y noto el juego de mis tobillos. Punta tacón. Camino difuminada hacia ellos mientras el día se apaga. Nadie los ve. Los zapatos entran con suavidad en mis pies desnudos y taconeo sin prisa por aceras vestidas de nubes. “No es un sueño, me pellizco y duele”. Golondrinas que emprenden el viaje lejos del invierno me saludan con sus maletas al pasar a mi lado. “¡ Estoy andando!”. Hago gestos exagerados para llamar la atención del niño mofletudo, pero él está embelesado chupando su regaliz. Punta tacón. “Siento galopar la sangre por mis piernas sin paso, había olvidado lo maravilloso que es caminar”. Un claxon suena. La gente se detiene. Los zapatos comienzan a apretar, me trituran los pies. Cole alarga su mano desde un coche que espera el cambio de color del semáforo. Me la ofrece. La tomo y el albor de la noche en clave de jazz besa mis dedos. Avanzo con ella. Punta tacón. La mano tira de mí mientras se oyen los últimos sones de su canción. Pierdo los zapatos, pero no me siento descalza ni miro atrás para buscarlos. Me acomodo en el asiento y observo con placer mis gastadas botas camperas. Alzo la cabeza retando con los ojos a un mundo que no tiene tiempo para sentir. Verde. Noto que se me ensancha el pecho. Sonrío y saco la lengua al niño mofletudo, pelirrojo y con la cara llena de pecas del coche de al lado. Juan acelera. Suenan los primeros compases de ‘Till the end of the years’. Tarareando la canción me adentro en la noche.

                                         ___

Nunca conocí a mi abuela materna, pero a menudo hablo con ella.

Cuando sueñas escribiendo, sueñas dos veces; publicas en el alma, envías al cielo y llegas al corazón. Al menos eso es lo que pretendo. Pero cuando la vida sangra escribes porque necesitas soñar, o tal vez no escriba y sólo copie lo que desde el infinito me dictan.
Sea como fuere, brotan palabras que saben acariciar.

Me gusta pensar que hay alguien que siempre cuida de mí si tropiezo en la desazón (¡soy tan patosa!), que hay un espíritu con flores que vigila mis penas, que se vuelca en el teclado cantándome las letras de mis relatos. Me gusta imaginar que hay alguien que me devuelve la fe en los demás; nada me impide creer que es mi abuela. Sería cruzar fronteras decir por qué.

                             - La caja de música -

Débiles rayos de sol se colaban a través de la vieja claraboya vistiendo de una extraña luz perlada la cajita de música. Mayte la sostenía entre sus manos. Sentada en un rincón del desván con las piernas dobladas y la cabeza apoyada en la pared, miraba entre lágrimas y penas reprimidas su pequeño tesoro. Su abuela le dijo que la abriera sólo cuando quisiera soñar y ahora, no es que quisiera, es que lo necesitaba.
Pero la caja de música hacía muchos años que se había roto. Las notas de aquel vals de la ilusión dejaron de sonar, y la princesita que había en su interior, aquella que danzaba y volaba al compás de la música, estaba quieta.

Mayte  abrió la pequeña caja de música como si temiera romperla, pero al no oír nada y ver a su princesa triste y sola, la cerró con fuerza. La caja tembló como si protestara. Mayte la empujó lejos de ella y se tumbó sobre el polvoriento suelo abrazando sus piernas y escondiendo la cara entre las rodillas.
Imágenes de soledad, rechazo, ignorancia y humillación recorrían su mente una y otra vez, una y otra vez.

- Sí, es cierto, ha pasado y quizá vuelva a pasar pero no lo multipliques 

Mayte levantó la cabeza y sus sentidos ávidos de compañía recorrieron el desván buscando el origen de aquella voz.

-Duele -volvieron a hablar -pero no dejes que te hagan más daño.

“Parece como si... parece... oh Dios, no puede ser. La voz viene de la caja de música -pensaba Mayte- con razón ellos no me quieren, no me ven... ¡encima estoy loca!”

La caja dio un gran salto y la puerta se abrió rodando su princesita por el polvoriento suelo. Mayte se incorporó rápidamente. Miraba a la princesita sin parpadear mientras ésta revisaba su cuerpo en busca de chichones.

-No estás loca, habría que estarlo para no aceptar a alguien por no ser como tú, por no pensar igual que tú, por tener otras inquietudes o porque no pare de bostezar viendo el Gran payaso -decía la princesita levantándose del suelo y estirando su largo vestido de seda blanca un tanto amarillento por el paso del tiempo.

-Ojalá fuera sólo eso, ojalá no me hubiera tocado conocer el dolor, ojalá no se pudiera modelar la mente de los más pequeños para que mañana sean portadores de los mismos ridículos perjuicios que sus padres, ojalá mi mundo fuera feliz, lleno de amor y respeto... -Mayte hablaba mirando hacia la luz mientras se sentaba de nuevo en el suelo.

La princesita se acercó a ella llevándole calor. Se acodó sobre una rodilla de Mayte y apoyando su pálida carita entre sus manos a la vez que la miraba a los ojos, dijo:

-El mundo no es gris ni azul, Mayte. Coge la parcela de mundo que te pertenece y píntalo como tú quieras o puedas, pero no aceptes el color que te impongan. Hay verdaderos desastres, desgracias, ausencias que tiñen nuestra vida de un color muy negro, y ante eso, sólo el mago del Tiempo puede ayudar. Tienes que aprender a diferenciar, no todo es tan gris como parece ni tan mágico y azul como lo ves otras veces. No todo es lo que parece, cariño. Antes abriste la cajita de música y la cerraste decepcionada ¿por qué? ¿Por qué me viste sola y quieta? ¿Por qué no oíste la música?

Mayte asintió.

-Tu abuela decía que la abrieras sólo cuando quisieras soñar, pero para poder soñar tu corazón no ha de estar bloqueado por el dolor, un dolor que solamente tú acrecientas.

-¿Me estás diciendo que me lo invento? -preguntó Mayte empezando a enfadarse.

-¡No he dicho eso! Sólo te pido que el daño que te hacen o te puedan hacer, no lo recuerdes porque así se multiplica y en vez de una vez te lo habrán hecho cien, que no dejes que te obliguen a no ser tú, y que aprendas a mirar y escuchar con el corazón. ¿Oyes la música?

Mayte negó con la cabeza.

La princesita empezó a correr hacía la caja con sus relucientes zapatos de cristal asomando bajo su vestido arremangado. Con dificultad consiguió enderezar la cajita pues aún estaba boca abajo, y de un ágil salto se metió en su interior. En aquel momento se abrió la puerta del desván. El marido de Mayte miraba cómicamente a su mujer, ésta había perseguido a gatas la carrera de la princesita y ahora la observaba e intentaba escuchar con la cabeza casi metida dentro de la diminuta caja tiznándose de aquella forma la nariz del rojo terciopelo de su fondo. Al ver a su marido apoyado en el dintel de la puerta con aire risueño y los brazos cruzados, Mayte se incorporó y le preguntó si oía la música.

-Imposible no oírla cuando te miro.

                                       ___

Me compré el ordenador cuando terminó mi época de “periodista”.
Cansada de escribir para los demás, había decidido escribir sólo para mí. Era lo que siempre había hecho pero ahora quería arrimarme lo más posible a la Literatura, aunque sólo lograra atisbar su sombra en mi empeño, amén de que me rondaba la idea de hacer caso a la psicóloga que me propusiera escribir mi vida.

Y mi fantástico ordenador se llevó a la máquina de escribir al trastero.

Hice un curso de escritura creativa y empecé a presentarme a concursos literarios. No gané a nivel Nacional, mucho menos Internacional, pero sí hice mis pinitos a nivel Provincial, tanto en prosa como en poesía.
Aquel escribir sin parar aumentaba mi vida.
También mi afición a la lectura se hizo más intensiva, olvidando que alguna vez había leído una novela rosa y no queriéndome acordar de lo que son y para que sirvan las revistas del corazón, buscaba mejorar mi forma de escribir mientras leía.
Lo de los concursos literarios iba por rachas.
Muchas veces mis relatos  sólo iban a parar al cajón. Y ahí siempre ganaban.

Otras veces, sólo dejaba bailar a mis dedos sobre el teclado. No bailaban velocidad, pero la costumbre los adornaba de agilidad.
Y alguna otra vez comencé algún lamentable amago del “libro de mi vida”, pero lo abandonaba porque era incapaz de seguir desnudándome ante los demás y mucho menos de airear mis trapos sucios.
Por entonces pensaba que escribir una autobiografía era como declarar en un juicio:

“¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?”

“Sí, lo juro”

Menos mal que siempre dejé la puerta abierta y alguien sopló:

La Literatura es una pirámide de mentiras creíbles”

Claro que, cuando pasen los años quizá no tenga a nadie a quién preguntar:

“La suma de mentiras y verdades en una autobiografía ¿qué es?”.

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Había dejado de dar clase de inglés cuando cree la revista.  Una revista para unir las inquietudes de una asociación, al menos eso intenté durante dos años. Aquellas páginas fueron primero novedosas y fantásticas, luego pasaron a ser sencillas pero entretenidas, y en el transcurrir del tiempo y la costumbre, llegaron a ser insulsas y no leídas.

Fui directora, reportera, corresponsal, secretaria y mujer de la limpieza, pero nunca me creí algo que no era: periodista.
Aunque al tomar la salida no me faltaron colaboradores, antes de que saliera el primer número ya me había quedado sola. Quizás porque a trabajar sin cobrar aun teniendo tiempo se apuntan muy pocos, es sólo un quizá; el otro quizá pudiera hallarse dentro de la palabra constancia. Ya digo, quizás.

Durante aquel tiempo me divertí escribiendo para los demás. Entrevisté a gente importante de la ciudad, salía todos los días de casa teniendo un sitio donde ir y algo por hacer, me propusieron y acepté -no sin dudar- pertenecer a la Junta Directiva de la asociación, pero lo que más me atraía y lo que mejor me vino después, fue que aprendí a manejar un ordenador.
Nadie me enseñó porque nadie sabía usarlo allí.
La computadora estaba en un rincón de una oficina sin ocupar del local de la asociación. Había sido un regalo de la Caja Provincial. Miraba a todos por encima del hombro hasta que llegué yo, entonces miró más por encima porque osé arrimarme a ella.

¡Me ahorraría tanto trabajo hacer la revista por ordenador!, pensé.

Busqué a un amigo para que me introdujera en la informática -en los registros de mi memoria no se hallaba el dato de haberla estudiado alguna vez- pero le escaseaba el tiempo. Aún así me dio las nociones básicas. Esto es: se enciende apretando a este botón, el ratón se mueve así, las ventanas y comandos salen después, el tutorial para aprender está en el Inicio, para apagarlo sigue las instrucciones que el ordenador te dé.

¡Coño!, dije.

Tarde dos días en acercarme a Manolo, como lo bauticé, y lo hice porque mientras dormía me visitó mi antigua profesora de Economía -ella también había sentido ingente respeto ante estos bichos que parecen que lo saben todo-:

-Esos cacharros son tontos -me decía- sólo hacen lo que tú les ordenas.

De acuerdo. Y una buena mañana me presenté en la asociación y me encaré al ordenador.

¡A ver quien puede más, tú o yo!, le dije.

Siguieron a éstas valientes palabras, días de memorable batalla en la doma de Manolo. Sorprendentes chillidos cada vez que sin querer daba a una extraña tecla y me salía una pantalla desconocida, totalmente desconocida; simulacros de rendimiento y tiramientos de toalla cuando escribía y a las letras, sin previo aviso de nadie, les circundaban renglones negros y apretando a un botón fortuito desaparecían; mensajes rebeldes en la pantalla, en cualquiera; faltó poco para que el ordenador se amotinara junto con la impresora y me derrocaran de mi puesto de directora, reportera, corresponsal, secretaria y mujer de la limpieza.
Pero Manolo reconoció mis dotes para la doma el día que salió el primer número de la revista.
Ese día hicimos las paces y nos juramos amor eterno.

Uno de los artículos que más le gustó, a mi Manolito claro, hablaba, como muchas otras veces, de accesibilidad.
De la realidad de todo aquel que vive sobre ruedas porque no puede usar las piernas:

<< La impotencia que se siente cuando la gente que te acompaña sube las escaleras y tú te quedas contemplándolas desde tu silla de ruedas porque no hay rampa, puede ser bestial.
No poder entrar a la biblioteca Pública porque no puedes salvar un racimo de torpes peldaños; no poder entrar a Correos, ni Hacienda, ni a la mayoría de los edificios oficiales -perdón, a algunos sí, por la puerta de atrás-, ni de diversión. Ir temiendo que tu silla tropiece y te caigas por el mal estado de las aceras, exigir que se creen rebajes de bordillo y cuando por fin te hacen caso que un coche aparcado te prohíba usarlo...
Todo eso y mucho más: te hace quedarte en casa, salir solamente si vas acompañado, o peor, mucho peor, te hace sentirte ciudadano de segunda categoría.
La autoestima desaparece. Unos se rinden, aceptan, no queda más remedio... Otros decidimos luchar, pero luchando bien, porque nuestra protesta -primer paso para una ensoñada victoria- llegará hasta lo más alto...

Algún día. >>

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