Claridad, la novela

viernes, 2 de septiembre de 2016

5. - Calidoscopio virtual


Muchos son los que hablan mal de Internet, y sin embargo, para mí, ha sido una puerta abierta a nuevas e increíbles sensaciones, una puerta abierta sin barreras, una puerta abierta que dio paso a una realidad que va más allá de la virtualidad, una puerta abierta que me devolvió la Amistad.
Sí, con mayúscula.
 
La otra noche me quede sin voz, me puse tan nerviosa que no me podía explicar ante los demás.

Sé que es un síntoma de mi enfermedad, triturado con la escasa comunicación que me rodea, y perfumado con la sensación de inseguridad que a veces me baña. Todo ello desemboca en crisis momentáneas de ansiedad que me impiden expresarme con normalidad; crisis en las que me gustaría esconderme debajo de una mesa; crisis, en las que no sé desde dónde me empujan, me crezco y acabo sin ningún problema en el habla. Pero la sensación de haberme sentido minúscula, no me la quita nadie.

Me sentía mal conmigo misma y hasta culpable por ser diferente.
Nadé mucho y me forcé demasiado al día siguiente en la piscina, quizá castigándome, aunque sé que no tengo la culpa de nada.
Por la tarde nos fuimos a pasear por las afueras. Hacía frío pero el sol invitaba a olvidar. Llegamos cerca de una viejísima fábrica abandonada, fantasmagórica, siguiendo un camino paralelo al Henares. Mientras Juan investigaba la orilla del río yo miraba aquel esqueleto de edificio, y cuanto más le miraba más me gustaba. Empecé a describirla en voz alta. Triste, misteriosa, vacía de sueños, llena de huecos recuerdos, olvidada, vencida, acabada...

Juan se acercó y me acompañó en el juego. Negra (estaba recubierta de hollín), rota (no tenía ninguna ventana sana) y ruinosa. Riendo y cogidos de la mano -la silla de ruedas eléctrica no hay que empujarla- iniciamos el camino de regreso cuando el sol ya declinaba.
El incurable pragmatismo del hombre de mi vida me ayudaba a volver a la realidad. Yo no estaba acabada ni jamás me identificaría con algo que estuviera vacío de sueños por mucho que me atrajeran aquellos bucólicos espectros de mi ciudad, allí, no había sentimiento ni vida, y yo, aunque torpe o patosa o ridícula, estaba demasiado viva.
 
Al llegar a casa miré el correo electrónico antes de ponerme a escribir. Una postal de Blanca me recordó que hay almas que me quieren a miles de kilómetros; me recordó lo valioso que ha sido en mi vida éste calidoscopio virtual; con tan sólo un poema de Alfredo Cuervo Barrero (aunque en internet viene firmado con el nombre-gancho del maestro Neruda), mi dulce amiga, me prohibió volver a llorar sin aprender...
 
“Queda prohibido no demostrar tu amor,

hacer que alguien pague tus deudas y mal humor.

Queda prohibido dejar a tus amigos,

no intentar comprender lo que vivieron juntos,

llamarles sólo cuando los necesitas.

Queda prohibido no ser tú ante la gente,

fingir ante las personas que te importan,

hacerte el gracioso con tal de que te recuerden,

olvidar a toda la gente que te quiere.

Queda prohibido no hacer las cosas por ti mismo,

no creer en Dios y hacer tu destino,

tener miedo a la vida y a sus compromisos,

no vivir cada día como si fuera un último suspiro.

Queda prohibido echar a alguien de menos sin

alegrarte, olvidar sus ojos, su risa,

todo porque sus caminos han dejado de abrazarse,

olvidar su pasado y pagarlo con su presente.

Queda prohibido no intentar comprender a las personas,

pensar que sus vidas valen más que la tuya,

no saber que cada uno tiene su camino y su dicha.

Queda prohibido no crear tu propia historia,

no tener un momento para la gente que te necesita,

no comprender que lo que la vida te da, también te lo quita.

Queda prohibido no buscar tu felicidad,

no vivir tu vida con actitud positiva,

no pensar que podemos ser mejores,

no sentir que sin ti este mundo no sería igual”.

                                                             
Y queda prohibido pensar mal de uno mismo, olvidar por un segundo que eres grande... y no recordar siempre que, sólo eres lo que sientas que eres.

                                             -- -------
 
En una pequeña ermita blanca, situada en lo alto de una colina, se dieron el sí.

Un viaje relámpago para acompañarlos a una isla  de ensueño, La Palma. Isla bonita. Llena de bosques y abruptos acantilados; salpicada de salvajes, divinas y misteriosas montañas.

Antes de contemplar la brutal belleza de la Caldera de Taburiente, yo ya sabía que viajaba al idílico escenario de un cuento de brujas. Pero fue ver ese circo de cumbres -ocho kilómetros de diámetro- que se asemeja a la caldera de una bruja, para no necesitar ninguna pócima ni encantamiento que me adentraran en la magia que se respira en la Isla bonita.

Sólo tuve que mantener los ojos abiertos.

Carreteras serpenteantes, tan peligrosas como indelebles; una puesta de sol sobre el mar, a nuestros pies. Paraíso en el aire. Un abrazo emocionado a la brujita de mi corazón y a su alma gemela; una boda por vivir.

Aquella ceremonia fue el cenit de una bella historia de amor que comenzó en un foro anónimo de internet, entre dos nicks anónimos. Cruce de mensajes, cruce de emails, cruce de fotos, cruce de pieles...; los nervios de un primer encuentro, los nervios de muchos encuentros más.

Desde Zaragoza con amor... desde Canarias con pasión.

Dos corazones prendidos en la distancia por ese maravilloso y mágico calidoscopio, por ése maravilloso y mágico calidoscopio que hace radiografías del alma. Pero la distancia sólo es un insulso enemigo del amor sincero, y en este cuento de adorables brujas y brujos maños, esta distancia fue muy breve y su dicha infinita.

Ana y Ale, Tirma&High, en una pequeña ermita blanca se dieron el sí.

                                           ___

-Dentro de una hora tenéis que estar allí, debajo del reloj -nos dijeron cuando acabamos de facturar las maletas y vieron mi silla de ruedas.

Fuimos a desayunar; eran las nueve de la mañana de un largo día de verano. La alegría que me embarga cada vez que deambulamos por los pasillos y cafetería antes de coger un avión es tanta, que es un imposible describir.

Aquel año las vacaciones serían más especiales que nunca, rodeados de amigos, en Tenerife.
La noche anterior no había podido dormir nada. Miraba a la pista mientras mordisqueaba una caña rellena de crema. Le contaba a Juan que el poeta francés André Breton había calificado a Tenerife de isla surrealista, por su diversidad de clima, el contraste de paisaje... Isla surrealista, sonaba bien. Acabamos un segundo café y nos dirigimos al lugar donde nos recogerían para embarcar, debajo del reloj.
El aeropuerto de Barajas durante el verano se queda pequeño, pero yo no veía a nadie, a nadie al menos que viniera a buscarnos. Hacía diez minutos que se había cumplido la hora, tal vez nos hubiéramos equivocado y tuviéramos que esperar en otro sitio. Juan fue al mostrador a preguntar, en ese momento vi a un señor vestido con un mono blanco que se acercaba mirando la hora.

Cuando estuvo a mi lado, me preguntó:

-¿Es usted la que va a Tenerife Norte?

Asentí.

-Me enseña los billetes, por favor.

Cuando los hubo mirado empezó a guiar mi silla.

-Falta mi marido, espere un momento...

-No tenemos tiempo...

-¡Y a mí qué! ¡Juan! ¡Juan! ¡Qué nos vamos!

Cuando Juan nos alcanzó el hombre del mono blanco empezó a contarle lo mal que iba de tiempo esa mañana. Casi corríamos los tres, yo sobre ruedas pero contagiada del temprano estrés de aquel empleado del aeropuerto.
Avanzamos por largos pasillos, tomamos un ascensor panorámico, otro normal y salimos a la pista. Montamos en una furgoneta adaptada y nos condujeron a pie del avión. Mientras dos azafatas miraban los billetes, los compañeros del hombre de mono blanco sacaron la silla con la que me suben las escaleras -muy estrecha y con el respaldo altísimo-. La mía la metieron con el equipaje al mismo tiempo que me preguntaba dónde coño montaran a las personas que van en silla y están gordas. –Sillas tan ridículamente estrechas para que quepan por los liliputienses pasillos-.

Olvidé mis pensamientos, ya que todos juntos ocuparíamos más, y me ayudaron a cambiarme de silla.
Subimos con prisa al avión.
Cuando estuve colocada en mi asiento, el aparato se empezó a llenar de gente. Cogimos un periódico y nos abrochamos el cinturón, la azafata iba cerrando los maleteros. Enseguida, todas uniformadas, empezaron a hacer la mímica de siempre extendiendo y doblando los brazos, hablan por un altavoz pero como no entiendo lo que dicen, me imagino lo que quiero:

“En caso de accidente extiendan sus alas y prueben a volar, si ven que no pueden junten sus manos y recen. Encomiéndense. Sobre sus cabezas está el cielo, debajo de su asiento el infierno, a la derecha la ventanilla, a través de ella contemplaran el País de las maravillas. Que tengan un buen viaje”.

Luego lo dicen en Inglés, pero traducido vendría a decir lo mismo.

-Parece que vamos con prisa -dijo Juan apretándome una mano antes de despegar.

Volando hacia nuestras vacaciones leía un articulo que hablaba sobre la curiosidad cuando el sueño y el cansancio me empezaron a vencer. Cerré el periódico y apoyé la cabeza en el respaldo del asiento mientras miraba por la ventanilla.
Las nubes, algodón, nubes de colores, saltando a la pata coja, de una a otra, de una a otra, y otra... ¡me caigo! ¡Me caigo y extiendo mis alas y no puedo volar! Azafata déme un paracaídas...

... Pero no hizo falta, mi ropa se empezó a inflar y amortiguó una caída que nunca llegaba. Un pájaro que encontré mientras caía me preguntó:

-¿Dónde vas y por qué eres tan gorda? ¿No te das cuenta que no vas a caber en la silla?

-Voy a Tenerife pero creo que me he caído del avión, y no soy tan gorda es que la ropa se ha inflado. Oye, pájaro, no te vayas, no me dejes sola en la caída ¿Eres Dodó? Adiós, buen viaje y no vuelvas a llamarme gorda.

Seguí cayendo hasta que la fortuna me asió de una mano y me dejó suavemente sobre una nube. Una oruga azul se apoyaba en una microscópica cordillera Anaga mientras fumaba.

-¿Dónde vas y por qué eres tan gorda?-preguntó haciéndome toser al echar el humo por encima del hombro.

-Voy a Tenerife y me he caído del avión y no siempre fui tan gorda, ¡imbécil!

-Si muerdes este trozo de nube por aquí volverás a ser delgada, si lo comes por allí explotaras en tu gordura.

-Gracias, pero no tengo hambre, lo cogeré para el camino ¿Cómo puedo volver al avión?

Y la oruga se convirtió en mariposa y salió volando. Comenzó entonces mi peregrinaje por la nube, en su centro se alzaba una cumbre, llegué hasta ella caminando por las cañadas del Teide, pero me cansaba cada vez más. Entonces me acordé de lo que dijo la oruga y mordí el trozo de nube que me haría adelgazar. Adelgacé tanto que, liviana como un fideo recorrí lindas playas, prometedoras calas, vertiginosos acantilados. Estaba cerca de los Gigantes cuando de repente empecé a engordar, engordar, engordar... me inflé tanto que estallé. Estallé y jirones de mi persona envueltos en algodón fueron a parar a la playa de las Teresitas.

Caí dentro de un “guanchinche”.

Allí, se celebraba una fiesta, el no-cumpleaños de un rey guanche -una estatua que había abandonado un momento la plaza de la Candelaria-. Pero a mí la fiesta me importaba un pimiento, mi obsesión era volver al avión para llegar a Tenerife.

Sin aliento y con prisas le pregunté a un camarero que llevaba sombrero y parecía loco:

-¿Cómo puedo volver al avión?

El del sombrero me contestaba pero yo no le oía porque me difuminaba poco a poco...

-¿Quieren beber algo?

Juan dejó su periódico encima de mis piernas, pidió una cerveza y me miró.

-¡Ya he vuelto!

-¿Qué?

-Un vaso de agua, por favor.

Volví a cerrar los ojos, esta vez sonriendo y... ¡horror! El sueño no había acabado todavía. No. Porque la sonrisa de la azafata no era de ella, sino del gato de los deseos que no me dijo por donde ir, pero me mando derechita a la playa de las Américas.

Cuando llegué se encendió la luz, estaba en el centro de un casino. Desde una mesa, la reina de corazones me hacía señas. Me acerqué y la sota de bastos se levantó ordenándome que me sentara en su lugar.

-¿Sabes jugar al tute? -preguntó la reina con cara de póquer.

en Tenerife
Y ahí empezó mi mala suerte porque le dije que sí, y cuando le canté las cuarenta, ordenó que me cortaran la cabeza. Y no sólo eso ya que además, no quiso decirme cómo volver al avión y juró que también cortaría la cabeza a mis amigos, a todos, a Carlos, a Ana, a Ale, a Blanca, a Magali...

-May... ¡May! ¿Quieres comer?

-¡A ti, no!

-¿Quieres comer o sigues durmiendo?

-No, no, no, dormir más no. Mejor como.

Tantas prisas y llegamos con retraso a Los Rodeos, pero allí estaban todos, en su pequeño gran País de las Maravillas. Tenerife. Mi volcán anhelado que emana lava de Amistad.
                                       ___

Desde antes de nacer quise tener un hermano mayor.

La vida es una lotería, tus padres “te tocan”, tus hermanos “te tocan”, tus primos “te tocan”... tu vida te toca, pero el amor se elige, la amistad se elige. Nadie te obliga. Es precioso darte cuenta lo que puede unir algo tan frío como un ordenador. Es precioso sentir como desde hace años me adoptaron, protegen, dan cariño o “patadas en el culo” y me ayudan a ser más persona desde una isla del sur, tanto pero tanto que, buscó al mejor especialista de ataxias en España, Dr. José Berciano. Y me consiguió una cita.
Mi Neurólogo no quiso mandarme a la consulta del especialista en Santander, decía que él no me contaría nada que ya no supiera. Podría ser, pero ¿por qué negarme ese pequeño viaje a la esperanza con una diminuta vela encendida? Vela que a él no mostré sólo a su jefe que, resultó ser el Neurólogo que me hizo el diagnóstico correcto cuando tenía trece años.
Así que, la Seguridad Social, Juan y yo preparamos un viaje a Santander. La consulta sería un lunes, nosotros nos fuimos el viernes para disfrutar de tamaña ciudad detenida en el tiempo,  y la antipática ese ese lo hizo después del fin de semana.

La primera sorpresa, susto o aventura la encontramos de camino, en el puerto del Escudo. Decir que el trayecto que separa Burgos de Santander es divino, no creo que sea decir nada nuevo, pero decir que vivimos miedo en la cima del puerto sí creo que lo sea...

El paisaje desaparecía según íbamos ascendiendo. La niebla y la incipiente noche nos dejaron casi a ciegas por una carretera que no conocíamos. Había poquísimo tráfico e íbamos muy despacio. Ni siquiera veíamos los indicadores de altitud, pero debíamos estar muy arriba porque se me taponaban los oídos cuando el coche que llevábamos delante frenó en seco, Juan también, y el de detrás nos imitó.

Con los ojos muy abiertos observábamos incrédulos como a escasos metros del coche de delante -matrícula de Madrid- un triángulo de luces estaba suspendido en el aire o en la nada.

Su tamaño era considerable aunque no sabíamos a que distancia podría estar. Había aparecido de repente. Un minuto de incredulidad sin parpadear. Mis manos aprisionaban con fuerza el cinturón de seguridad. Los valientes madrileños empezaron a dar el intermitente para que los adelantásemos.

-¡Vosotros estabais antes! -les grita Juan. 

El tercer auto decide adelantarnos y dejarse de pamplinas. La niebla lo engulle y el triángulo sigue presidiendo el horizonte.

Muy despacio, los madrileños avanzan, nosotros también, y perplejos pero todavía asustados descubrimos un tractor al borde de la carretera con un triángulo enorme en su techo...

Después de aquellos particulares encuentros en la tercera fase, Santander resultó estar bañada en auténtica belleza.
Interminables y deliciosos paseos por la bahía hasta llegar a la Península de la Magdalena. Su palacio... nadie había dibujado con tal exactitud el palacio de mis sueños. Los viajes me hacen ir saltando de cuento en cuento, pero suspiro hondamente al recordar que, el Palacio de la Magdalena es la morada ideal de toda princesa. Y para ser princesa sólo tienes que sentirlo.
Y el príncipe sudaba una fresca mañana de Junio empujando mi silla por tremendas pendientes, y yo reía y chillaba mientras bajaba las cuestas más pequeñas frenando sólo con mis brazos. Y carreras, y fotos, y bromas, y reinas, y barcos, y Alfonso XIII...

Nada nos recordaba que habíamos ido allí de médicos.
Por la tarde quedamos con un amigo internauta y mientras seguíamos descubriendo una ciudad, tan linda como Imperial, fuimos conociendo el Santander de las tascas. La noche nos sorprendió cerca de las playas del Sardinero. Noche y hogueras para no olvidar, la noche de San Juan.

Al día siguiente, mientras paseábamos por el puerto, los nervios empezaron a manchar el cuento de princesas. Nos jugábamos mucho o nada, pero de nuevo sostenía en mi mano un fósforo de esperanza. Hacía muchos años que ningún atisbo de la misma me visitaba, pero había algo que no cuadraba respecto a mi problema de audición. Por eso accedí a la petición de Carlos, mi queridísimo amigo, y fui a ver al Dr. Berciano. No buscaba un milagro, tal vez una brizna de esperanza y sí, algo de explicación.
El lunes a primera hora echamos mano de los papeles entregados por la ese ese, y nos dirigimos al hospital de Valdecilla.
Era un veinticinco de Junio del 2001. Tenía treinta y seis años.

Llegamos al famoso hospital sobre las nueve de la mañana. Estaba muy nerviosa y me sentía importante; importante, porque después de llevar veinticinco años con la ataxia de Friedreich diagnosticada, acudía al mejor especialista español buscando información sazonada de esperanza; me sentía importante porque no me había rendido jamás y me dijeran lo que me dijeran en aquella consulta, no lo iba hacer.

Recorrimos estrechos y alargados pasillos antes de encontrar la zona de Neurología. Nos indicaron que esperáramos. Empecé a morderme las uñas mientras miraba las paredes de la reducida sala de espera. Juan me dio un manotazo para que me las dejara en paz. Un señor mayor que estaba sentado al lado de la puerta nos miró. Le sonreí.

-¿No estás nervioso? -pregunté susurrando.

-En absoluto, si acabamos pronto podemos comer en Burgos -me dijo mientras no paraba de mover el talón de un pie.

Salí al pasillo, la espera me ahogaba. Miré sonriendo a mi marido que hablaba por el móvil. Pensaba que nunca dejaría de sorprenderme. Haga lo que haga, esté donde esté, no bien llega el lunes por la mañana, él se pone su camisa, pantalón y cara de eficiencia y no hay otro apelativo para él. Es adorable y eficiente. Es guapo pero eficaz. Es eficiente y está algo nervioso pero me lo oculta porque es eficaz...

Una enfermera nos indicó que la siguiéramos.

El doctor Berciano. nos esperaba en su consulta.
Me estrechó la mano y después a Juan, vino seguidamente el “siéntense, por favor”, los nervios siempre me traicionan y no me pude callar mi estúpido chiste “siéntense ustedes, yo estoy bien así”. El doctor y mi marido se rieron, yo no.

Empezó a hablarme bajito y le aclaré, antes de que decidiera hablar sólo con Juan, que además de mirarme tenía que hablar en un tono normal, sin susurros pero sin voces. Me pidió que le relatara el inicio y avance de la enfermedad, él anotaba de vez en cuando. Le expliqué mi tratamiento y los impedimentos que para llevarlo acabo me había puesto alguna vez la Seguridad Social -a quien yo llamaba ese ese- ya que el gimnasio, piscina y logopeda, lo había buscado yo y alguno hasta pagado. También le conté que mi Neurólogo sólo me veía una vez al año y me hacía controles de corazón -que por suerte no tenía nada- pero mi tratamiento salía de mí, sólo de mí.

Me dijo que tenía que seguir así y si podía más, que la medicina había avanzado muchísimo y no se descartaba que dentro de unos años dieran con una solución para detener o anular la ataxia de Friedreich.
Le dije que todo eso ya lo sabía pues llevaba años recopilando información para escribir un libro -lo del libro no se lo debió creer porque entonces yo lo dudaba- y, después de examinar mis reflejos y coordinación, me miró con cara de “sabihonda, si todo esto ya lo sabías ¿a qué has venido?"  .
Y los nervios empujaron mi voz.

-Doctor Berciano, en mi familia hay un problema de sordera que nada tiene que ver con la ataxia. Leve o agudo, según la edad. Yo pienso que mi problema de audición es el resultado de la unión de mi enfermedad con este problema familiar.

-Puede ser -dijo el doctor.

-Entonces quizás me pueda ayudar un buen otorrino ¿no?

-No lo sé, May, pero te voy a mandar a un especialista del Gregorio Marañón en Madrid, a ver que dice ¿Te parece bien?

-Perfecto, gracias.

Salí de Santander cabreada.
La pequeña brizna de esperanza había dado paso a una buena dosis de resignación, y ya había olido antes ese deprimente olor. En mi mente se había instalado Floren y su dejadez y abandono en espera de que llegara la salvadora pastilla. Había sido muy duro ver como la ataxia de Friedreich “se la iba comiendo” porque se pasaba el día en la cama. Y sin embargo, Floren, estaba tranquila y feliz porque mantenía contacto con médicos canadienses que en cuanto hallaran la solución a la enfermedad se podrían en contacto con ella. No quería levantarse, ni hacer rehabilitación, yo la obligaba a comer... ¡Dios! De eso hacía ya diez años ¿Qué habrá sido de Floren?
Juan apagó la radio del coche.

-¿Pero qué te pasa? ¿Por qué estás tan callada? Deberías estar contenta.

-Imagino que sí, perdona. Es que... me estaba acordando de Floren, aquella chica del Camf tan delgadita y que fumaba tanto.

-¿Y qué tiene ella que ver con la consulta?

-Pues que vivía pendiente de la milagrosa curación.

-Pero es que eso es real y ahí se atarán muchos.

-¿Hasta el punto de abandonarse porque como eso va a llegar...?

-No, claro que no, cariño.

-Tú imagina lo que hará alguien joven que no sepa lo que es ésta fruta enfermedad cuando oiga que los científicos están investigando una pronta solución y encima, que no tenga a nadie que le obligue a luchar...

-Tú no tienes que salvar a nadie, sólo preocuparte por ti ¿Paramos a tomar un café?

-Sí, es mejor que me de el aire.

Mientras tomábamos un café con leche y nos despedíamos de Cantabria, echábamos un vistazo a los papeles que nos habían dado en el hospital. Del informe entregado por el doctor Berciano. me llamó la atención una anotación en el margen: “Sorprende su memoria, la forma de relatar el avance de la ataxia”. Y supe que no se había creído que escribo un libro, y le imaginé delante de mí:
“Querido doctor; hace años que me convertí en hortelana de mis propios recuerdos, quizá a alguien ayude mi experiencia. Quisiera que todo lo pasado no hubiese sido en vano... quisiera no ser tan ingenua, pero quizás... ”.
Y doblé y guardé el informe del doctor Berciano.
Y de nuevo volvió ese olor a desconocimiento, costumbre y lucha. Yo seguía estando al mando del ejército. Sólo yo... y mi Marido.

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