Muchos son
los que hablan mal de Internet, y sin embargo, para mí, ha sido una puerta
abierta a nuevas e increíbles sensaciones, una puerta abierta sin barreras, una
puerta abierta que dio paso a una realidad que va más allá de la virtualidad, una
puerta abierta que me devolvió la
Amistad.
Sí, con
mayúscula.
La otra
noche me quede sin voz, me puse tan nerviosa que no me podía explicar ante los
demás.
Sé que es
un síntoma de mi enfermedad, triturado con la escasa comunicación que me rodea,
y perfumado con la sensación de inseguridad que a veces me baña. Todo ello
desemboca en crisis momentáneas de ansiedad que me impiden expresarme con
normalidad; crisis en las que me gustaría esconderme debajo de una mesa;
crisis, en las que no sé desde dónde me empujan, me crezco y acabo sin ningún
problema en el habla. Pero la sensación de haberme sentido minúscula, no me la
quita nadie.
Me sentía
mal conmigo misma y hasta culpable por ser diferente.
Nadé mucho
y me forcé demasiado al día siguiente en la piscina, quizá castigándome, aunque
sé que no tengo la culpa de nada.
Por la
tarde nos fuimos a pasear por las afueras. Hacía frío pero el sol invitaba a
olvidar. Llegamos cerca de una viejísima fábrica abandonada, fantasmagórica,
siguiendo un camino paralelo al Henares. Mientras Juan investigaba la orilla
del río yo miraba aquel esqueleto de edificio, y cuanto más le miraba más me
gustaba. Empecé a describirla en voz alta. Triste, misteriosa, vacía de sueños,
llena de huecos recuerdos, olvidada, vencida, acabada...
Juan se
acercó y me acompañó en el juego. Negra (estaba recubierta de hollín), rota (no
tenía ninguna ventana sana) y ruinosa. Riendo y cogidos de la mano -la silla de
ruedas eléctrica no hay que empujarla- iniciamos el camino de regreso cuando el
sol ya declinaba.
El
incurable pragmatismo del hombre de mi vida me ayudaba a volver a la realidad.
Yo no estaba acabada ni jamás me identificaría con algo que estuviera vacío de
sueños por mucho que me atrajeran aquellos bucólicos espectros de mi ciudad,
allí, no había sentimiento ni vida, y yo, aunque torpe o patosa o ridícula,
estaba demasiado viva.
Al llegar
a casa miré el correo electrónico antes de ponerme a escribir. Una postal de
Blanca me recordó que hay almas que me quieren a miles de kilómetros; me
recordó lo valioso que ha sido en mi vida éste calidoscopio virtual; con tan
sólo un poema de Alfredo Cuervo Barrero (aunque en internet viene firmado con
el nombre-gancho del maestro Neruda), mi dulce amiga, me prohibió volver a
llorar sin aprender...
“Queda
prohibido no demostrar tu amor,
hacer que
alguien pague tus deudas y mal humor.
Queda
prohibido dejar a tus amigos,
no
intentar comprender lo que vivieron juntos,
llamarles
sólo cuando los necesitas.
Queda
prohibido no ser tú ante la gente,
fingir
ante las personas que te importan,
hacerte el
gracioso con tal de que te recuerden,
olvidar a
toda la gente que te quiere.
Queda
prohibido no hacer las cosas por ti mismo,
no creer
en Dios y hacer tu destino,
tener
miedo a la vida y a sus compromisos,
no vivir
cada día como si fuera un último suspiro.
Queda
prohibido echar a alguien de menos sin
alegrarte,
olvidar sus ojos, su risa,
todo
porque sus caminos han dejado de abrazarse,
olvidar su
pasado y pagarlo con su presente.
Queda
prohibido no intentar comprender a las personas,
pensar que
sus vidas valen más que la tuya,
no saber
que cada uno tiene su camino y su dicha.
Queda
prohibido no crear tu propia historia,
no tener
un momento para la gente que te necesita,
no
comprender que lo que la vida te da, también te lo quita.
Queda
prohibido no buscar tu felicidad,
no vivir
tu vida con actitud positiva,
no pensar
que podemos ser mejores,
no sentir
que sin ti este mundo no sería igual”.
Y queda
prohibido pensar mal de uno mismo, olvidar por un segundo que eres grande... y
no recordar siempre que, sólo eres lo que sientas que eres.
-- -------
En una
pequeña ermita blanca, situada en lo alto de una colina, se dieron el sí.
Un viaje
relámpago para acompañarlos a una isla
de ensueño, La
Palma. Isla bonita. Llena de bosques y abruptos acantilados;
salpicada de salvajes, divinas y misteriosas montañas.
Antes de
contemplar la brutal belleza de la
Caldera de Taburiente, yo ya sabía que viajaba al idílico
escenario de un cuento de brujas. Pero fue ver ese circo de cumbres -ocho
kilómetros de diámetro- que se asemeja a la caldera de una bruja, para no
necesitar ninguna pócima ni encantamiento que me adentraran en la magia que se
respira en la Isla
bonita.
Sólo tuve
que mantener los ojos abiertos.
Carreteras
serpenteantes, tan peligrosas como indelebles; una puesta de sol sobre el mar,
a nuestros pies. Paraíso en el aire. Un abrazo emocionado a la brujita de mi
corazón y a su alma gemela; una boda por vivir.
Aquella
ceremonia fue el cenit de una bella historia de amor que comenzó en un foro
anónimo de internet, entre dos nicks anónimos. Cruce de mensajes, cruce de
emails, cruce de fotos, cruce de pieles...; los nervios de un primer encuentro,
los nervios de muchos encuentros más.
Desde
Zaragoza con amor... desde Canarias con pasión.
Dos
corazones prendidos en la distancia por ese maravilloso y mágico calidoscopio,
por ése maravilloso y mágico calidoscopio que hace radiografías del alma. Pero
la distancia sólo es un insulso enemigo del amor sincero, y en este cuento de
adorables brujas y brujos maños, esta distancia fue muy breve y su dicha
infinita.
Ana y Ale,
Tirma&High, en una pequeña ermita blanca se dieron el sí.
___
-Dentro de
una hora tenéis que estar allí, debajo del reloj -nos dijeron cuando acabamos
de facturar las maletas y vieron mi silla de ruedas.
Fuimos a
desayunar; eran las nueve de la mañana de un largo día de verano. La alegría
que me embarga cada vez que deambulamos por los pasillos y cafetería antes de
coger un avión es tanta, que es un imposible describir.
Aquel año
las vacaciones serían más especiales que nunca, rodeados de amigos, en
Tenerife.
La noche
anterior no había podido dormir nada. Miraba a la pista mientras mordisqueaba
una caña rellena de crema. Le contaba a Juan que el poeta francés André Breton
había calificado a Tenerife de isla surrealista, por su diversidad de clima, el
contraste de paisaje... Isla surrealista, sonaba bien. Acabamos un segundo café
y nos dirigimos al lugar donde nos recogerían para embarcar, debajo del reloj.
El
aeropuerto de Barajas durante el verano se queda pequeño, pero yo no veía a
nadie, a nadie al menos que viniera a buscarnos. Hacía diez minutos que se
había cumplido la hora, tal vez nos hubiéramos equivocado y tuviéramos que
esperar en otro sitio. Juan fue al mostrador a preguntar, en ese momento vi a
un señor vestido con un mono blanco que se acercaba mirando la hora.
Cuando
estuvo a mi lado, me preguntó:
-¿Es usted
la que va a Tenerife Norte?
Asentí.
-Me enseña
los billetes, por favor.
Cuando los
hubo mirado empezó a guiar mi silla.
-Falta mi
marido, espere un momento...
-No
tenemos tiempo...
-¡Y a mí
qué! ¡Juan! ¡Juan! ¡Qué nos vamos!
Cuando
Juan nos alcanzó el hombre del mono blanco empezó a contarle lo mal que iba de
tiempo esa mañana. Casi corríamos los tres, yo sobre ruedas pero contagiada del
temprano estrés de aquel empleado del aeropuerto.
Avanzamos
por largos pasillos, tomamos un ascensor panorámico, otro normal y salimos a la
pista. Montamos en una furgoneta adaptada y nos condujeron a pie del avión.
Mientras dos azafatas miraban los billetes, los compañeros del hombre de mono
blanco sacaron la silla con la que me suben las escaleras -muy estrecha y con
el respaldo altísimo-. La mía la metieron con el equipaje al mismo tiempo que
me preguntaba dónde coño montaran a las personas que van en silla y están
gordas. –Sillas tan ridículamente estrechas para que quepan por los
liliputienses pasillos-.
Olvidé mis
pensamientos, ya que todos juntos ocuparíamos más, y me ayudaron a cambiarme de
silla.
Subimos
con prisa al avión.
Cuando
estuve colocada en mi asiento, el aparato se empezó a llenar de gente. Cogimos
un periódico y nos abrochamos el cinturón, la azafata iba cerrando los
maleteros. Enseguida, todas uniformadas, empezaron a hacer la mímica de siempre
extendiendo y doblando los brazos, hablan por un altavoz pero como no entiendo
lo que dicen, me imagino lo que quiero:
“En caso
de accidente extiendan sus alas y prueben a volar, si ven que no pueden junten
sus manos y recen. Encomiéndense. Sobre sus cabezas está el cielo, debajo de su
asiento el infierno, a la derecha la ventanilla, a través de ella contemplaran
el País de las maravillas. Que tengan un buen viaje”.
Luego lo
dicen en Inglés, pero traducido vendría a decir lo mismo.
-Parece
que vamos con prisa -dijo Juan apretándome una mano antes de despegar.
Volando
hacia nuestras vacaciones leía un articulo que hablaba sobre la curiosidad
cuando el sueño y el cansancio me empezaron a vencer. Cerré el periódico y
apoyé la cabeza en el respaldo del asiento mientras miraba por la ventanilla.
Las nubes,
algodón, nubes de colores, saltando a la pata coja, de una a otra, de una a
otra, y otra... ¡me caigo! ¡Me caigo y extiendo mis alas y no puedo volar!
Azafata déme un paracaídas...
... Pero
no hizo falta, mi ropa se empezó a inflar y amortiguó una caída que nunca
llegaba. Un pájaro que encontré mientras caía me preguntó:
-¿Dónde
vas y por qué eres tan gorda? ¿No te das cuenta que no vas a caber en la silla?
-Voy a
Tenerife pero creo que me he caído del avión, y no soy tan gorda es que la ropa
se ha inflado. Oye, pájaro, no te vayas, no me dejes sola en la caída ¿Eres
Dodó? Adiós, buen viaje y no vuelvas a llamarme gorda.
Seguí
cayendo hasta que la fortuna me asió de una mano y me dejó suavemente sobre una
nube. Una oruga azul se apoyaba en una microscópica cordillera Anaga mientras
fumaba.
-¿Dónde
vas y por qué eres tan gorda?-preguntó haciéndome toser al echar el humo por
encima del hombro.
-Voy a
Tenerife y me he caído del avión y no siempre fui tan gorda, ¡imbécil!
-Si
muerdes este trozo de nube por aquí volverás a ser delgada, si lo comes por
allí explotaras en tu gordura.
-Gracias,
pero no tengo hambre, lo cogeré para el camino ¿Cómo puedo volver al avión?
Y la oruga
se convirtió en mariposa y salió volando. Comenzó entonces mi peregrinaje por
la nube, en su centro se alzaba una cumbre, llegué hasta ella caminando por las
cañadas del Teide, pero me cansaba cada vez más. Entonces me acordé de lo que
dijo la oruga y mordí el trozo de nube que me haría adelgazar. Adelgacé tanto
que, liviana como un fideo recorrí lindas playas, prometedoras calas, vertiginosos
acantilados. Estaba cerca de los Gigantes cuando de repente empecé a engordar,
engordar, engordar... me inflé tanto que estallé. Estallé y jirones de mi
persona envueltos en algodón fueron a parar a la playa de las Teresitas.
Caí dentro
de un “guanchinche”.
Allí, se
celebraba una fiesta, el no-cumpleaños de un rey guanche -una estatua que había
abandonado un momento la plaza de la Candelaria-. Pero
a mí la fiesta me importaba un pimiento, mi obsesión era volver al avión para
llegar a Tenerife.
Sin
aliento y con prisas le pregunté a un camarero que llevaba sombrero y parecía
loco:
-¿Cómo
puedo volver al avión?
El del
sombrero me contestaba pero yo no le oía porque me difuminaba poco a poco...
-¿Quieren
beber algo?
Juan dejó
su periódico encima de mis piernas, pidió una cerveza y me miró.
-¡Ya he
vuelto!
-¿Qué?
-Un vaso
de agua, por favor.
Volví a
cerrar los ojos, esta vez sonriendo y... ¡horror! El sueño no había acabado
todavía. No. Porque la sonrisa de la azafata no era de ella, sino del gato de los
deseos que no me dijo por donde ir, pero me mando derechita a la playa de las
Américas.
Cuando
llegué se encendió la luz, estaba en el centro de un casino. Desde una mesa, la
reina de corazones me hacía señas. Me acerqué y la sota de bastos se levantó ordenándome
que me sentara en su lugar.
-¿Sabes
jugar al tute? -preguntó la reina con cara de póquer.
en Tenerife |
Y ahí
empezó mi mala suerte porque le dije que sí, y cuando le canté las cuarenta,
ordenó que me cortaran la cabeza. Y no sólo eso ya que además, no quiso decirme
cómo volver al avión y juró que también cortaría la cabeza a mis amigos, a
todos, a Carlos, a Ana, a Ale, a Blanca, a Magali...
-May... ¡May!
¿Quieres comer?
-¡A ti,
no!
-¿Quieres
comer o sigues durmiendo?
-No, no,
no, dormir más no. Mejor como.
Tantas
prisas y llegamos con retraso a Los Rodeos, pero allí estaban todos, en su
pequeño gran País de las Maravillas. Tenerife. Mi volcán anhelado que emana
lava de Amistad.
___
Desde
antes de nacer quise tener un hermano mayor.
La vida es
una lotería, tus padres “te tocan”, tus hermanos “te tocan”, tus primos “te
tocan”... tu vida te toca, pero el amor se elige, la amistad se elige. Nadie te
obliga. Es precioso darte cuenta lo que puede unir algo tan frío como un
ordenador. Es precioso sentir como desde hace años me adoptaron, protegen, dan
cariño o “patadas en el culo” y me ayudan a ser más persona desde una isla del
sur, tanto pero tanto que, buscó al mejor especialista de ataxias en España,
Dr. José Berciano. Y me consiguió una cita.
Mi
Neurólogo no quiso mandarme a la consulta del especialista en Santander, decía
que él no me contaría nada que ya no supiera. Podría ser, pero ¿por qué negarme
ese pequeño viaje a la esperanza con una diminuta vela encendida? Vela que a él
no mostré sólo a su jefe que, resultó ser el Neurólogo que me hizo el
diagnóstico correcto cuando tenía trece años.
Así que, la Seguridad Social ,
Juan y yo preparamos un viaje a Santander. La consulta sería un lunes, nosotros
nos fuimos el viernes para disfrutar de tamaña ciudad detenida en el
tiempo, y la antipática ese ese lo hizo
después del fin de semana.
La primera
sorpresa, susto o aventura la encontramos de camino, en el puerto del Escudo.
Decir que el trayecto que separa Burgos de Santander es divino, no creo que sea
decir nada nuevo, pero decir que vivimos miedo en la cima del puerto sí creo
que lo sea...
El paisaje
desaparecía según íbamos ascendiendo. La niebla y la incipiente noche nos
dejaron casi a ciegas por una carretera que no conocíamos. Había poquísimo
tráfico e íbamos muy despacio. Ni siquiera veíamos los indicadores de altitud,
pero debíamos estar muy arriba porque se me taponaban los oídos cuando el coche
que llevábamos delante frenó en seco, Juan también, y el de detrás nos imitó.
Con los
ojos muy abiertos observábamos incrédulos como a escasos metros del coche de
delante -matrícula de Madrid- un triángulo de luces estaba suspendido en el
aire o en la nada.
Su tamaño
era considerable aunque no sabíamos a que distancia podría estar. Había
aparecido de repente. Un minuto de incredulidad sin parpadear. Mis manos
aprisionaban con fuerza el cinturón de seguridad. Los valientes madrileños
empezaron a dar el intermitente para que los adelantásemos.
-¡Vosotros
estabais antes! -les grita Juan.
El tercer
auto decide adelantarnos y dejarse de pamplinas. La niebla lo engulle y el
triángulo sigue presidiendo el horizonte.
Muy
despacio, los madrileños avanzan, nosotros también, y perplejos pero todavía
asustados descubrimos un tractor al borde de la carretera con un triángulo
enorme en su techo...
Después de
aquellos particulares encuentros en la tercera fase, Santander resultó estar
bañada en auténtica belleza.
Interminables
y deliciosos paseos por la bahía hasta llegar a la Península de la Magdalena. Su
palacio... nadie había dibujado con tal exactitud el palacio de mis sueños. Los
viajes me hacen ir saltando de cuento en cuento, pero suspiro hondamente al
recordar que, el Palacio de la
Magdalena es la morada ideal de toda princesa. Y para ser
princesa sólo tienes que sentirlo.
Y el
príncipe sudaba una fresca mañana de Junio empujando mi silla por tremendas
pendientes, y yo reía y chillaba mientras bajaba las cuestas más pequeñas
frenando sólo con mis brazos. Y carreras, y fotos, y bromas, y reinas, y
barcos, y Alfonso XIII...
Nada nos
recordaba que habíamos ido allí de médicos.
Por la
tarde quedamos con un amigo internauta y mientras seguíamos descubriendo una
ciudad, tan linda como Imperial, fuimos conociendo el Santander de las tascas.
La noche nos sorprendió cerca de las playas del Sardinero. Noche y hogueras
para no olvidar, la noche de San Juan.
Al día
siguiente, mientras paseábamos por el puerto, los nervios empezaron a manchar
el cuento de princesas. Nos jugábamos mucho o nada, pero de nuevo sostenía en
mi mano un fósforo de esperanza. Hacía muchos años que ningún atisbo de la
misma me visitaba, pero había algo que no cuadraba respecto a mi problema de
audición. Por eso accedí a la petición de Carlos, mi queridísimo amigo, y fui a
ver al Dr. Berciano. No buscaba un milagro, tal vez una brizna de esperanza y
sí, algo de explicación.
El lunes a
primera hora echamos mano de los papeles entregados por la ese ese, y nos
dirigimos al hospital de Valdecilla.
Era un
veinticinco de Junio del 2001. Tenía treinta y seis años.
Llegamos
al famoso hospital sobre las nueve de la mañana. Estaba muy nerviosa y me
sentía importante; importante, porque después de llevar veinticinco años con la
ataxia de Friedreich diagnosticada, acudía al mejor especialista español
buscando información sazonada de esperanza; me sentía importante porque no me
había rendido jamás y me dijeran lo que me dijeran en aquella consulta, no lo
iba hacer.
Recorrimos
estrechos y alargados pasillos antes de encontrar la zona de Neurología. Nos
indicaron que esperáramos. Empecé a morderme las uñas mientras miraba las
paredes de la reducida sala de espera. Juan me dio un manotazo para que me las
dejara en paz. Un señor mayor que estaba sentado al lado de la puerta nos miró.
Le sonreí.
-¿No estás
nervioso? -pregunté susurrando.
-En
absoluto, si acabamos pronto podemos comer en Burgos -me dijo mientras no
paraba de mover el talón de un pie.
Salí al
pasillo, la espera me ahogaba. Miré sonriendo a mi marido que hablaba por el móvil.
Pensaba que nunca dejaría de sorprenderme. Haga lo que haga, esté donde esté,
no bien llega el lunes por la mañana, él se pone su camisa, pantalón y cara de
eficiencia y no hay otro apelativo para él. Es adorable y eficiente. Es guapo
pero eficaz. Es eficiente y está algo nervioso pero me lo oculta porque es
eficaz...
Una
enfermera nos indicó que la siguiéramos.
El doctor
Berciano. nos esperaba en su consulta.
Me
estrechó la mano y después a Juan, vino seguidamente el “siéntense, por favor”,
los nervios siempre me traicionan y no me pude callar mi estúpido chiste
“siéntense ustedes, yo estoy bien así”. El doctor y mi marido se rieron, yo no.
Empezó a
hablarme bajito y le aclaré, antes de que decidiera hablar sólo con Juan, que
además de mirarme tenía que hablar en un tono normal, sin susurros pero sin
voces. Me pidió que le relatara el inicio y avance de la enfermedad, él anotaba
de vez en cuando. Le expliqué mi tratamiento y los impedimentos que para
llevarlo acabo me había puesto alguna vez la Seguridad Social
-a quien yo llamaba ese ese- ya que el gimnasio, piscina y logopeda, lo había
buscado yo y alguno hasta pagado. También le conté que mi Neurólogo sólo me
veía una vez al año y me hacía controles de corazón -que por suerte no tenía
nada- pero mi tratamiento salía de mí, sólo de mí.
Me dijo
que tenía que seguir así y si podía más, que la medicina había avanzado
muchísimo y no se descartaba que dentro de unos años dieran con una solución
para detener o anular la ataxia de Friedreich.
Le dije
que todo eso ya lo sabía pues llevaba años recopilando información para
escribir un libro -lo del libro no se lo debió creer porque entonces yo lo
dudaba- y, después de examinar mis reflejos y coordinación, me miró con cara de
“sabihonda, si todo esto ya lo sabías ¿a qué has venido?" .
Y los
nervios empujaron mi voz.
-Doctor
Berciano, en mi familia hay un problema de sordera que nada tiene que ver con
la ataxia. Leve o agudo, según la edad. Yo pienso que mi problema de audición
es el resultado de la unión de mi enfermedad con este problema familiar.
-Puede ser
-dijo el doctor.
-Entonces
quizás me pueda ayudar un buen otorrino ¿no?
-No lo sé,
May, pero te voy a mandar a un especialista del Gregorio Marañón en Madrid, a
ver que dice ¿Te parece bien?
-Perfecto,
gracias.
Salí de
Santander cabreada.
La pequeña
brizna de esperanza había dado paso a una buena dosis de resignación, y ya
había olido antes ese deprimente olor. En mi mente se había instalado Floren y
su dejadez y abandono en espera de que llegara la salvadora pastilla. Había
sido muy duro ver como la ataxia de Friedreich “se la iba comiendo” porque se
pasaba el día en la cama. Y sin embargo, Floren, estaba tranquila y feliz
porque mantenía contacto con médicos canadienses que en cuanto hallaran la
solución a la enfermedad se podrían en contacto con ella. No quería levantarse,
ni hacer rehabilitación, yo la obligaba a comer... ¡Dios! De eso hacía ya diez
años ¿Qué habrá sido de Floren?
Juan apagó
la radio del coche.
-¿Pero qué
te pasa? ¿Por qué estás tan callada? Deberías estar contenta.
-Imagino
que sí, perdona. Es que... me estaba acordando de Floren, aquella chica del
Camf tan delgadita y que fumaba tanto.
-¿Y qué
tiene ella que ver con la consulta?
-Pues que
vivía pendiente de la milagrosa curación.
-Pero es
que eso es real y ahí se atarán muchos.
-¿Hasta el
punto de abandonarse porque como eso va a llegar...?
-No, claro
que no, cariño.
-Tú
imagina lo que hará alguien joven que no sepa lo que es ésta fruta enfermedad
cuando oiga que los científicos están investigando una pronta solución y
encima, que no tenga a nadie que le obligue a luchar...
-Tú no
tienes que salvar a nadie, sólo preocuparte por ti ¿Paramos a tomar un café?
-Sí, es
mejor que me de el aire.
Mientras
tomábamos un café con leche y nos despedíamos de Cantabria, echábamos un
vistazo a los papeles que nos habían dado en el hospital. Del informe entregado
por el doctor Berciano. me llamó la atención una anotación en el margen:
“Sorprende su memoria, la forma de relatar el avance de la ataxia”. Y supe que
no se había creído que escribo un libro, y le imaginé delante de mí:
“Querido
doctor; hace años que me convertí en hortelana de mis propios recuerdos, quizá
a alguien ayude mi experiencia. Quisiera que todo lo pasado no hubiese sido en
vano... quisiera no ser tan ingenua, pero quizás... ”.
Y doblé y
guardé el informe del doctor Berciano.
Y de nuevo
volvió ese olor a desconocimiento, costumbre y lucha. Yo seguía estando al
mando del ejército. Sólo yo... y mi Marido.
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