“El
trabajo es una obligación hija de la necesidad, mientras que la actividad es el
ejercicio alegre del deseo”, eso al menos dice el escritor y filósofo Fernando
Savater en su libro ‘Mira por dónde’. Y yo estoy plenamente de acuerdo.
Hace
tiempo que supe que mi tratamiento es mi trabajo, y toda la actividad que me
rodea es lo que me ayuda a solazarme casi tocando la felicidad; a derretirme
mientras escribo escuchando ‘Eye in the Sky’, o, a agobiarme cuando no me
siento capaz de seguir.
En
definitiva, la actividad me ayuda a vivir pero para poder vivir tengo que
trabajar. ¡Vaya! Parece que como todos, quizás no soy tan diferente ni
ciudadano de segunda categoría, ni leches. En fin, reconoceré que en mi caso el
sentido de la frase es demasiado singular.
¡Cuántas
vueltas da la vida!
Parece
como si alguna vez hubiera andado con las manos y pensado con los pies. Al
menos yo me siento así cuando recuerdo que hubo una época en la que no quería
saber nada de la
Integración laboral de los discapacitados, y ahora,
pertenezco a la Junta
Directiva que está al frente de un Centro Especial de Empleo
-C.E.E.-.
Pero ¿qué
es un C.E.E.?
Echando
mano de mi traje inteligente -casi sin estrenar- tenemos que: la ley de
Integración Social del Minusválido del año 1982 ( la LISMI ) define, en su
articulo 42.1, a los C.E.E. “como aquellos cuyo objeto principal sea el de
realizar un trabajo productivo, participando regularmente en las operaciones
del mercado, y teniendo como finalidad el asegurar un empleo remunerado y la
prestación de un servicio de ajuste personal y social que requieren sus
trabajadores minusválidos; a la vez que sea un medio de integración del mayor
número de minusválidos al régimen de trabajo normal”.
En fin...
Dejando
las leyes a un lado y subiéndome las medias de la inteligencia -se han caído un
poquito-, diré que un C.E.E. es una empresa que tiene entre sus objetivos la
reinserción laboral de trabajadores discapacitados con todo tipo de
minusvalías. Empresa sin ánimo de lucro, importantísimo.
Nosotros,
Aprodisfis, somos una Asociación de discapacitados que tenemos un C.E.E. Debido
al crecimiento de éste consideramos que debíamos separarlos. Al mando del
Centro hay un Director Gerente, y llevando la asociación hay un Asistente Social,
pero por encima de ambos, existe una Junta Directiva que coordina y dirige lo
mejor que puede tanto la
Asociación como el C.E.E.
Creo que
hablo por todos.
Pero
volvamos a nuestro C.E.E., empezó proporcionando trabajo a casi una docena de
discapacitados -servicios de limpieza y megafonía- allá por el noventa y ocho.
Firme y seguramente fue creciendo hasta llegar al 17 de Julio del 2002, que
daba trabajo a ciento quince personas discapacitadas -quioscos, aparcamientos
vigilados, tiendas y dos naves Industriales-.
Aquel día
don José Bono inauguró las naves.
Dos años
antes y para orgullo de la
Junta Directiva y sobre todo del artífice de tan descomunal
crecimiento laboral, el Director Gerente, las cortes de Castilla-la Mancha nos
concedieron la Placa
de Reconocimiento al Mérito Regional.
Y a
Toledo, ciudad de las tres culturas, un soleado día de primeros de Septiembre,
fuimos parte de la
Junta Directiva , acompañantes, y por supuesto el Director
Gerente, a por la condecoración del C.E.E.
Todo eran
sonrisas y nervios aquella mañana en la enorme furgoneta. Nos dirigíamos a una
ciudad medieval, así la veía siempre que íbamos y me olvidaba de lo mal que se
mueve una silla de ruedas por sus calles empedradas. Aún contando la ciudad con
un hospital de parapléjicos la accesibilidad es nula, pero claro, el casco
antiguo dejaría de serlo si la supresión de barreras metiera la mano, quizá sus
calles perderían ese eco de misticismo que las envuelve, por lo que imagino que
tiene que ser así. Menos mal que al menos, ese día, no me dolía la espalda.
Me puse
las gafas de sol y seguí mirando el paisaje. Los demás estaban pendientes de la
conversación que se desarrollaba en los primeros asientos del vehículo, yo no
la podía seguir pero no importaba. Los discursos, entrega de medallas y un
pequeño concierto, tendrían lugar en la Iglesia de Santo Tomé, luego nos ofrecerían un
vino y algo de comer. Habían dicho que la jornada sería muy pesada. Imposible.
Aquello del vino y comida me sonaba a fiesta medieval; con caballeros, damas,
príncipes y reyes, judíos, moros y cristianos; juegos medievales, torneos,
estandartes ondeando al viento, brindis, más vino, un cerdo manchado de grasa
que hay que coger... “¡May!, no, no, no,
hoy seria, muy seria que llevas traje y tienes que estar lúcida, saludar al
señor Bono y a los demás políticos. No puedes ser el bufón. Y deja de
imaginarte haciendo una reverencia al Presidente porque sólo le tienes que dar
la mano...”
-¿De qué
te ríes? -me preguntó Juan.
-De nada,
de nada, ¿y ésos de qué hablan? -le dije mientras me abrazaba a su brazo.
-De un
cuadro famoso que hay en la
Iglesia.
-Ah sí, ‘El
entierro del Conde Orgaz ’ del Greco, creo. Ya llegamos ¿no?
Toledo, a
orillas del Tajo, Patrimonio de la humanidad, rezuma leyenda.
Según nos
acercábamos, su casco histórico se asemejaba a una ilustración de un libro de
caballería (¡lo qué hubiera disfrutado D. Quijote por aquí!). Torreones,
almenas, murallas, el Alcázar...
-¡A del
castillo! Abran la muralla que es tarde y no tenemos ni idea de dónde está la Iglesia de Santo Tomé.
Entre
bromas y calles empinadas la furgoneta llegó a su destino.
El acceso
a la Iglesia
no fue muy difícil, máxime llevando conmigo al trota-escaleras con ruedas por
excelencia: mi marido. Nos colocaron en unas tarimas que habían situado al lado
del Altar. Allí estábamos todos los premiados, aunque gracias a Dios, no todos
dirían un discurso de agradecimiento y menos que nadie yo que no sé hablar en
público. Había mucha gente, también estaban las cámaras de televisión, el acto
estaba a punto de empezar pero el Presidente de Castilla-la Mancha no estaba
por ningún sitio.
Nos
entregaron un montón de papeles y el acto comenzó. Éramos más de una docena los
premiados, nuestro discurso lo diría la presidenta, Josefina S.
-Me acaba
de enchufar la cámara -le dije muy bajito a Juan que estaba sentado a mi lado.
-Shsssssst
Cuatro
discursos de media hora más tarde...
-El Bono
no ha venido
-Shssssssssst,
me voy fuera a fumarme un cigarro
-¡Y yo!
-Tú no te
puedes mover de aquí
Estaba
rodeada de sillas plegables de madera, todas ocupadas, unos atendiendo, otros
abanicándose, y alguno durmiendo. Dos discursos más tarde y mientras hacía
imposibles por no bostezar, volvió Juan.
-Estaba en
la puerta, acaba de llegar el Bono rodeado de escoltas
-Tú
imagina que en vez de rodeado de escoltas hace su “entrada” entre Moros y
Cristianos, y que éstos, en vez de lanzas y espadas llevan un trabuco escondido
debajo de la chaqueta del traje de hilo gris marengo...
-Shsssssssst,
¡ahí está!
Don José
Bono avanzó sobre la alfombra roja colocada en el pasillo. Se sentó al lado del
Altar.
-¿Crees
que se acordara de mí? Desde aquí se le ve muy pequeño.
Las
cámaras de televisión de nuevo empezaron a funcionar. Había que dejar de
sonreír e imaginar. Cinco discursos más tarde llegó nuestro turno. ¡Por fin!. Y
después de aplaudir a rabiar, en el siguiente y último discurso no pude evitar
empezar a bostezar a lo grande.
Me tapaba
con los papeles, pero tenía hambre, apenas entendía lo que decían y me aburría.
Yo no oía bien, pero no era la única en aburrirme. Menos mal que ya... Pues no.
Quedaba por hablar el Presidente. Y le odié, sí, sí. Le odié, con todas mis
vísceras que gruñían de hambre, durante aquella hora con sesenta minutos
exactos que duró su discurso. Y al finalizar le ovacioné con algún bravo, por
acabar.
-Venga
vámonos
-Queda el
concierto -me dijo José
-¿Se puede
fumar?
Lamenté no
saborear la actuación del Tenor y la
Soprano como hubiera debido, pero tan sólo bostecé sin
remilgos una vez -abrir la boca es muy contagioso-. Casi todos se habían ido a
fumar, hasta los que no fumaban.
Siguiendo
las indicaciones recorrimos laberintos de pasillos que nos llevaron a un
vetusto patio interior, no muy grande, empedrado y circundado por columnas de
piedra que sostenían un pequeño tejado. Había muchísima gente vestida con sus
mejores galas. Entre ellos circulaban camareros que tan pronto llevaban una
bandeja llena como vacía. Alguien de nuestro grupo gritó:
-¡El
presidente de la Diputación !
Y todos
volaron a saludarle. Alcé los hombros mirando a Juan y nos fuimos a buscar una
sombra hasta ver pasar una bandeja llena.
-¿Por qué
no has querido saludar al Bono?-me preguntó cuando por fin encontramos un
espacio sin sol.
-Sí que
quería, pero había que guardar una cola como si fueras a entregar la carta a
los Reyes Magos...
-¿Un
vino?-preguntó un camarero agachando la bandeja a mi altura.
-No gracias,
no me gusta.
-Un día es
un día -dijo mi marido cogiendo dos copas.
Una vez
que fui visible para ése camarero, me vieron todos; entre risas y con la boca
llena le preguntaba a Juan que si tenía cara de hambre. Mi silla de ruedas les
atraía como un imán.
Comí tanto
que me atreví con un segundo vino.
La gente
empezaba a desaparecer cuando volvimos a ver a nuestro grupo. Deseaban ir a
comer pues eran las cuatro. Me pregunté qué diablos habíamos hecho hasta
entonces.
Nos fuimos
sin ver el famoso cuadro del Greco.
Comeríamos
cerca de la Catedral
por lo que algunos miembros de la comitiva decidimos no usar la furgoneta para
llegar hasta allí. Parados en el escaparate de una tienda de antigüedades,
esperábamos a los caminantes rezagados (lo lento hubiera sido subir la calle
empujando la silla).
Juan entró
a curiosear y yo sujeté las ruedas con las manos además de echar los frenos. La
calle era muy empinada. Cuando el grupo nos alcanzó intenté girarme para hablar
con ellos, pero mi silla se me escapó de las manos. Poco, porque Juan salía en
ese momento de la tienda. Y ocurrió lo más increíble y apoteósicamente
histórico que le pueda pasar a un ser humano:
Alfonso X
el sabio convertido en el Cid Campeador -en el reino de la imaginación no hay
distancias- se interpuso en mi camino cuando mi marido agarró la silla
desviándola de la cuesta abajo. Don Rodrigo Díaz de Vivar me salvó ¡Se podía
pedir más romanticismo! Porque tuvo que ser él y no el enorme maniquí de
hojalata que estaba en el umbral de la tienda de antigüedades.
Del choque
contra la armadura, el ingente estruendo que siguió cuando se derrumbaba y la
vergüenza que pasé, no recuerdo nada porque sólo le rocé un pie.
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