Aquella
noche estaba especialmente bonita. Pero ni mi marido a mi lado, ni saberme
enamorada, ni un corto vestido negro entallado, ni un poco de maquillaje, ni la
melena rubia, ni la cena de la asociación..., según iba pasando la velada,
conseguían que mi alma sonriera. Por dentro era la oscuridad, por fuera una
quimera fugaz. Llevaba el audífono. Pocos lo sabían, otros pensaban que ya oía
bien, y yo, no entendía absolutamente nada de lo que decían a mi alrededor.
Oía todo,
pero no entendía nada, ni siquiera a quien tenía al lado.
Había una
zambomba. Muy grande. La tocaban cuando cantaban y su sonido se colocó encima
de mi oído, justo donde llevaba el audífono; pero como llevaba el pelo suelto
nadie vio el ruido de la descomunal zambomba sentado encima de mi oreja.
El ruido,
el murmullo de todos, era infernal. Juan me apretaba la mano y yo le sonreía
diciendo que me dolía la cabeza. Me estallaba. Recordaba que al llegar a la
cena alguien me había dicho: “No se puede competir contigo”, y cuando el
restaurante se empezó a llenar de gente y dejé de entender lo que se decía,
pensé: “Yo no quiero competir con nadie, daría la vida por oír y entender a la
gente cuando habla”.
Me había
puesto el audífono antes de salir de casa porque se lo había prometido a Juan;
le había prometido que sería más constante al ponérmelo y aprendería a
distinguir los ruidos, y me olvidaría... Pero no podía distinguir nada, sólo
una espantosa zambomba. Y me daba vergüenza decírselo.
Por
entonces él, como todos, pensaba que una persona que no oye bien cuando se pone
un audífono terminan sus problemas.
¿Cómo
saber que todos los sonidos se acoplaban en el diminuto aparato y me
dificultaban la audición?
¿Cómo
saber que a una lesión del tímpano interno ningún audífono la ayuda? Si los
médicos dudaron y dijeron que tal vez... ¿Quién era yo para dudar del tal vez
de un profesional?
Juan guió
mi silla de ruedas al cuarto de baño antes de que me pusiera a llorar. Y dentro
del pequeño habitáculo pudimos comunicarnos y le expliqué que no entendía nada
de lo que hablaban, que sólo oía un ruido indefinido que me taladraba los
oídos; que no sabía dónde habían encendido una radio; que odiaba las
zambombas...
Mi marido
me abrazó y me pidió que me relajara. Si allí dentro le oía bien, fuera lo
haría mejor si me tranquilizaba.
Al volver
de nuevo a la mesa los ruidos habían crecido y la misteriosa radio se había
vuelto a encender. Me agaché y debajo del mantel me quité el aparato de la
oreja. Lo metí en mi bolso sin que nadie me viera, ni siquiera Juan. Y la
zambomba atenuó su volumen, la gente empezó a hablar y alguien apagó la radio.
Sabía que
nunca más me lo iba a poner.
___
Lloraba
sin lágrimas. Me miraba en el espejo y sólo veía unos ojos inyectados de
Impotencia. Había cerrado el cajón de la mesita con fuerza después de guardar
el audífono donde no lo viera más. ¡Dios mío! Casi me había reventado el
tímpano. Recuperaba el color escondida en el dormitorio. Del dolor me había
mareado.
“¡Cómo se
puede ser tan bruta! Vale que no oigo bien, pero si cada ver que digo ¿qué? se
van a arrimar a mi oreja y gritando lo van a repetir, me van a matar.
¡Tiene una
voz muy fuerte!
Llevo un
altavoz que me duplica o triplica esos gritos. ¿Es que nadie piensa?”.
La vecina
de mi antiguo barrio y su amiga seguían en el cuarto de estar. No se habían
dado cuenta de nada ya que vocear a quien no oye bien es lo más normal del
mundo. Sería ilógico no hacerlo.
Sentía que
se habían olvidado de que habían venido a visitarme. Llevaban un buen rato
hablando entre ellas, de batallitas de cuando eran pequeñas, de miles de
nombres que yo no conocía... Claro, yo seguía allí, pero mi mente había hecho
las maletas. Y de buenas a primeras me preguntó algo.
-¿Qué?
-Es
verdad, pobrecilla, si no oye.
Y se
levantó del mullido sofá para arrimarse bien a mi oreja...
Excusándome
por haberlas dejado solas, volví a los pocos minutos a la pequeña sala. Y
seguimos hablando casi forzadamente, como si respiráramos incomodidad.
Mencionaron a Lucía, la hija de Minerva, y dijeron que estaba muy grande.
Pregunté por Sofía, la hermana de Candela, y me dijeron que se estaba
convirtiendo en una mujercita muy guapa. Ya lo sabía, la veía dos días a la
semana cuando venía a mis clases de Inglés.
Y quise
dar marcha atrás en el tiempo y que la amiga
me sacara de dudas de por qué, alguna vez, me había preguntado:
-¿Qué
tuviste, niño o niña?
-¿Cuándo?
-le pregunté a su vez alucinada.
-Cuando te
casaste.
-No estaba
embarazada, no tengo hijos -afirmé con sequedad y mala cara. Su curiosidad
había hecho diana durante el tiempo en el que sangró sin control una herida mal
curada.
Y aunque
no le pregunté nada de aquello, mis ojos se lo debieron recordar. Y enseguida
miró el reloj, y entre las tres nos metimos prisa en acabar aquella pantomima
de reunión de amigas. Y cuando cerré la puerta, me bajé de la silla y me quedé
sentada en el suelo del pequeño pasillo. La gata vino a mi lado. Me miraba y
creía que me preguntaba:
-¿Quiénes
eran ésas?
-Y yo que
sé, bigotitos, y yo qué sé.
16 de
Octubre de 1993
Querido
diario; siento decirte que el audífono no funciona bien, creo que está roto
porque oigo a todos con sonido de radio. Oigo muy bien cuando alguien arrastra
los pies, el ruido de los coches, el piar de los pájaros...
Pero ¿sabes
qué pasa?, que no me acuerdo si esos ruidos los oía sin audífono. Si todo el
mundo dice que ahora oigo mejor porque llevo audífono no sé por qué lo dudo. ¡Es
increíble! parezco idiota, nunca me había parado a pensar lo que oía.
Todos los
ruidos me parecen nuevos porque me llegan procedentes de una caja radiofónica,
fíjate que desde que llevo el audífono, cuando me duermo, sueño con la sintonía
del programa de Elena Francis.
Y si por
lo menos oyera bien cuando voy a clase de cerámica o al Camf. Pero no. A veces
cuando trabajo con barro, tengo que lavarme las manos y quitarme el aparato
para saber lo que me dicen. Por eso creo que está roto. Y como me llamen por
teléfono y tenga el cacharro puesto, empieza a sonar un ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiii!
que amenaza dejarme sorda para siempre jamás.
¡Ni te
imaginas lo que me divierto cuando voy a cerámica! Es que cuando hago un jarrón
me salen tan mal que parecen botellas de leche. Sí, como aquellas que salían en
unos dibujos animados de una cuadrilla de gatos... Pero los centros de mesa se
me dan genial porque me los invento y les doy la forma que yo quiero con las manos.
Hasta el otro día, en una exposición que hicimos, el señor Alcalde (¡A ver
cuando he soñado que un político tan importante se arrime a mí!) me felicitó
por el centro de mesa.
Reconozco
que lo bordé en barro. La pintura que elegí lo realzaba.
Lo que menos
me gusta de ir a hacer cerámica es que me siento rara cuando voy al Camf. Noto
la diferencia de un sitio a otro y me siento desleal por divertirme de verdad
cuando voy a la asociación a trabajar con barro.
Me acuerdo
de la primera vez que fui al Camf.
Me pareció
maravilloso. Tan luminoso, con tanta gente, todos en silla de ruedas como yo...
¡Allí nunca se podían sentir solos!
Y poco a
poco, querido diario, en una de las más tristes lecciones de mi vida, me
enseñaron que la soledad se lleva dentro, que en Primavera también puede
nevar... y que yo siempre sería una isla, un aparte; por vivir fuera de allí,
por tener otra visión de la vida, acaso una filosofía propia que nadie quería
oír aun teniendo lo que yo.
Les
importaba dos narices que preocupándome el movimiento de mis manos me hubiera
apuntado a modelar barro; hasta creo que por decir que tengo tres puzzles
enormes enmarcados pareciera que me las quería dar, yo sí puedo y tú no... ¡Yo
tampoco podía! ; Y si contaba que movía cielo y tierra para ir a la piscina
cubierta...
Y...
supongo que alguno pensaba que yo me creía más que nadie, cuando en realidad
empecé a sentirme demasiado pequeña por no oír bien.
Y un
miserable decimal, ahora, amigo diario, que ni siquiera con audífono puedo oír
bien.
*****
II
Lo peor de
aquellos días en los que decidí dejar de llorar y aprender a vivir sobre
ruedas, fue salir a pasear por el parque; mientras mi marido guiaba mi silla de
ruedas, algunas mujeres, con las cuales había jugado a las muñecas cuando
éramos pequeñas, guiaban el carrito de su bebé. Tenía veintisiete años y no
lograba comprender como había permitido que me inutilizaran para ser madre.
Aquellas,
todas las mujeres que empujaban el cochecito de su hijo, tenían otra cara, cara
de orgullo por haber parido. Y yo las envidiaba a todas y me despreciaba a mí.
Pensaba que sólo teniendo un hijo obtendría un puesto digno en la vida, a ojos
de todos, a ojos de la sociedad...
A mis
propios ojos.
Cuando mis
amigas parían y yo iba a conocer al bebé, me adueñaba de la alegría que
presidía la habitación, del olor a recién nacido que suspirábamos todos... Y
cuando llegaba a casa, una mierda de vacío me cortaba las entrañas.
Sólo
quería tener un hijo, siempre había querido tener uno, y fue cuando volvía a
aprender a vivir, que mi volcán de la maternidad parió todo su dolor.
Estuve así
varios meses y pude haber acabado con mi vida y con mi matrimonio, pero era
incapaz de razonar, de darme cuenta de mi realidad y la de los demás.
Tenía
cerca de mí a mujeres que en su depresión post-parto lo pasaban peor que mal,
alguna que no podía más con sus lloros y “no guta”, había quien intentaba
alargar una relación hueca con la llegada de los hijos, y hasta otras que se
sentían menos mujeres porque un aborto interrumpía su gestación... Pero yo no
veía nada de eso. Todo lo que rodeaba la maternidad era perfecto, y yo un ser
inútil que había renunciado a tener hijos... por amor.
Y fue un
hecho espantoso, espeluznante, ocurrido a una amiga, a la que no veía desde
hacía años, lo que me empezó a abrir los ojos, lo que me atizó una violenta
patada lanzándome fuera de mi burbuja de auto-compasión.
El
topicazo de siempre: no es oro todo lo que reluce. Nunca nada es lo que
parece...
...Desde
que habían nacido los gemelos, Amalia era la mujer más feliz del mundo.
Eduardo, el empresario de moda, había engordado de orgullo. Tantos años
buscando el embarazo que, cuando supieron que venían dos, muy lejos de
asustarse, se regocijaron todavía más. ¿Quién no los envidiaba en una ciudad
tan pequeña?
La casa
perfecta, el coche más potente, un negocio en alza continua, todavía jóvenes y
guapos, y ahora... la familia ideal.
Amalia
salía a pasear todas las tardes con sus bebés, iba con ella una chica que
habían contratado para que les ayudara. Al mes de nacer los niños, la madre
dejó de salir a la calle. Aprovechaba a dormir cuando no había llantos. Por su
parte, Eduardo, después de terminar el periodo de felicitaciones paternales,
empezó a dar muestras de que no aguantaba más sin dormir; si no lloraba uno,
lloraba el otro; y si el otro despertaba al uno, lloraban los dos. Algún día se
quedaba a dormir en la oficina.
Pero eran
una monería, llorones eso sí. Amalia llamaba cada dos por tres al pediatra para
que acudiera a su casa; no sabía por qué lloraban tanto. Y si no le dolía la
barriguita a uno, tenía gases el otro, ¿o era lo mismo? Se estaba volviendo
loca. No dormía. Daba biberones, cambiaba pañales, los bañaba... y noches en
vela, noches en vela, noches en vela.
María, la
chica, por la noche no estaba, por eso Amalia decidió aprovechar el rato del
paseo para dormir. Se olvidaba de calentar biberones, limpiar chupetes y mover
sonajeros a ritmo de Machín, se tomaba dos somníferos y descansaba
profundamente hasta que sus preciosos y adorados hijitos regresaban. Una sola
pastilla no le hacía nada porque las tomaba desde hacia años.
Una tarde,
María regresó del paseo mucho antes de lo previsto, su familia la requería con
urgencia. Los niños tenían casi dos meses. La madre se hizo cargo de ellos, la
chica se fue. No notó nada raro.
Amalia
colocó a cada uno en su cunita y ella se recostó junto a ellos. Se volvió a
quedar dormida y se olvidó de que les tocaba comer...
-Mami está
muy cansada... esperar un poquito... dejar de llorar... por favor no lloréis...
por favor, callaos ya... callaos... ¡qué os calléis! ¡CALLAOS! ¡CALLAOOOOOOOOOOS!
Eduardo entró en la habitación con tiempo de
impedir que asfixiara, tapándole con la pequeña almohada, al segundo bebé.
A la madre
la ingresaron en un psiquiátrico. Cuando supo que había matado a uno de sus
hijos se suicidó...
Que
situaciones tan dramáticas, tan límites, son las que te pongan derecha en la
vida, resulta casi patético por lo real que es. A mí, aquella situación y más
conociendo la débil personalidad de Amalia, me tocó; me hizo pensar que en la
vida no todo es parir y criar, hay mucho más; me hizo pensar, que en mi vida,
iba a tener suficiente con cuidar de mi misma y alimentar, para que nunca
muriera, a la niña que llevaba dentro.
Pero hay
otras situaciones en la vida, también dramáticas, también límites, de las que
jamás te conciencias si no tienes un caso cerca.
Resultaría
absurdo pensar que un policía municipal que nunca se ha preocupado por que se
respeten los escasos aparcamientos para minusválidos, que, un día,
desgraciadamente, un familiar cercano se quedará en silla de ruedas y cambiara
su visión al respecto.
Como
absurdo sería, que al hijo de un adinerado “mandamás” se le descubriera una
enfermedad degenerativa, y éste padre, empezará a levantar trabas para que
parte del dinero de todos, llegara a esos científicos que se dejan la
vida en busca de una posible solución.
O, por
suponer, absurdo vendría a ser, que algún día un diputado acudiera al congreso
sobre ruedas. ¿Cómo accedería al edificio? ¿A su escaño? (Sería una gran
lección para todos)
¡Hay
tantos absurdos en la vida!... que, deberían ser absurdos... Deberían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario