‘Desde mi
libertad’ -Ana Belén... y yo-
“Desde mi
libertad
soy fuerte
porque soy volcán.
Nunca me
enseñaron a volar
pero el
vuelo debo alzar.”
Bajaba la
cuesta gritando, con los brazos alzados, llamando al cielo con mis dedos.
Volvía a correr como cuando era una niña, sobre ruedas, pero volvía a correr.
Bajo la caricia del sol, el viento jugaba con mi pelo mientras Juan robaba
instantes mesados de una extraña felicidad.
-Déjame
que te haga fotos yo a ti... ¡Pero ayúdame a subir que no puedo!
Habíamos
acudido a una reunión familiar en el pueblo de mamá. Quería que me vieran, que
comprobaran, al igual que había hecho yo, que la silla de ruedas sólo me
facilitaba la vida. Hubo reacciones para todos los gustos, pero sólo me
importaba la mía. Sabía que mi marido, mis padres y hermanos, habían aceptado
mis ruedas, los demás tenían todo el tiempo del mundo para hacerlo. Aprendía a
diferenciar los problemas ajenos de los propios. No era fácil. Tampoco moverme
en habitaciones llenas de muebles. Los pasillos y puertas encogían a mi paso.
Pero reía de verdad, conversaba con todos y me volvía a sentir viva.
Juan y yo
decidimos poner punto y final a la asamblea familiar con tiempo suficiente para
poder disfrutar del soleado día. Llevábamos meses demasiado oscuros a nuestra
espalda. Lo habíamos pasado muy mal, los dos. También, por qué no, queríamos
presumir de coche nuevo, mucho más grande, con un amplio maletero para meter la
silla.
Pero antes
de salir del pueblo y perdernos en una de nuestra adoradas rutas, quise hacer
un pequeño experimento.
Eran las
cuatro de la tarde, estábamos a últimos de Abril y hacía calor, por lo tanto en
la plaza del pueblo no habría nadie. Allí había una cuesta, al lado de una
fuente de piedra que manaba enérgicos chorros de agua cristalina. No era
demasiado empinada, estaba perfectamente asfaltada, y yo quería bajarla sola,
quería correr. Juan me decía que si bajaba esa cuesta con velocidad,
posiblemente saldría volando. Le pedí que confiara en mí ya que si veía peligro
frenaría con las manos.
Y cuando
empecé a descender, oyendo brotar la alegría del agua, y la seguridad se
apoderó de mí... acaricié el mundo, o yo me dejé acariciar por él.
-¡Otra
vez!
“No
llevaré ninguna imagen de aquí
me iré
desnuda igual que nací.
Debo
empezar a ser yo misma y saber
que soy
capaz y que ando por mi pie”.
Estábamos
parados en un paso de cebra, los ojos de mi marido seguían las piernas que
nacían de una corta minifalda. Me moría un poquito más cada vez que le veía
mirar a otra. Inseguridad, gritaba algún visitante de mi mente. Pero no le
podía tapar los ojos, no podía poner faldas hasta los tobillos a toda persona
femenina con piernas. Gorda o delgada. Si movía con gracia las caderas al
andar...
Le pegué
un codazo. El coche de atrás nos había pitado y él seguía embobado.
-Aunque la
monada se vista de seda... ¡Es feísima!
-¿Quién?
No merece
la pena enfadarse. Tranquila. Inspira, sopla, inspira, sopla, inspira...
-¿Qué
haces?
-Respiro
¿no me ves?
No te
enfades. Haz tú lo mismo. Qué no puedes, por qué...
-Porque
los chicos no llevan minifalda.
-¿Qué?
-Nada.
Ya te has
enfadado. A ver... busquemos un chico. Ése no, muy jovencito. Ése, ése, el de
la moto. ¡Qué lujo de hombre! Venga, venga, embóbate. ¿Ves? Juan no se ha
enfadado...
-No me ha
visto.
-¿Qué?
-Nada.
Llama su
atención, con sutileza, elegancia, dulzura. Espera... mira, mira, por allí
viene uno. Venga embóbate y susurra para llamar la atención de tu marido. Con
suavidad...
-Vista a
la derecha ¡AR!
-Gracias,
guapa.
-¿Tú estás
tonta o qué? -me decía Juan subiendo el cristal de mi ventana mientras yo
asentía y me deslizaba por el asiento hacia abajo.
“No será
fácil ser
de nuevo
un sólo corazón.
Siempre
había sido una mitad
sin saber
mi identidad.”
Buscaba la
aprobación de una mirada, de cualquiera.
La primera
vez que había salido a la calle con mi silla de ruedas, fue una pesadilla en
sesión continua.
El difícil
arte del disimulo; Cómo hacer que tu dolor sea mayor.
Sin
atrevimiento había descubierto que seguía viva. La silla no era el final de mi
camino como temí durante años, tal vez fuese un principio o por lo menos un punto
y seguido. Tenía que luchar por que aquella Ataxia de Freidreich no acabara de
matarme, o por que lo hiciera lo más lentamente posible. Tenía un marido al que
le había prometido una felicidad a mi lado, unos padres, unos hermanos y una
gatita que me necesitaban. Y yo quería vivir, pero respirando dignidad. Nadie
me había dicho que sería sencillo, mas no sospeché que fuera tan complicado...
Salimos a
pasear por el centro de la ciudad. Recorríamos sin prisa un paseo lleno de
palomas, niños y flores. No tenía que esconderme de nadie. Juan empujaba la
silla y yo no hacía nada. ¡No sabía qué hacer con las manos! Compramos pipas.
Las palomas me saludaban y yo sonreía. Vi a alguien que se acercaba por el
paseo que, al reconocerme, su expresión de tranquilidad se trasformó en
“horror” tapándose la boca. Le pedí a Juan que fuéramos a mirar el escaparate
de una tienda. Había dejado de sonreír cuando volvimos al paseo y miraba a la
gente con miedo de encontrarme a otro conocido.
Apareció,
y de nuevo, tapándose la boca abandonó el paseo. Juan apretaba mi hombro
derecho. Me invitó a una cerveza y nos acercamos a un bar. Nos quedamos en la
terraza saboreando el final del invierno Y la fiel chivata de mis años de
estudiante apareció con sus amigas. Empezó a bailar la danza del codo para que
todos miraran a la pobre May... ¡en silla de ruedas!
-Sácame de
aquí antes de que me levante y la pegue un guantazo -le pedí a mi marido
apurando la cerveza.
Y, días
después, entendí, que era mejor mirar a cualquier parte menos al rostro de la
gente buscando una aprobación que no llegaba, pero antes supe, por fortuna, que
la sonrisa... es el lenguaje Universal de los hombres inteligentes. Y los
había.
“Sentada
en el andén
mi cuerpo
tiembla y puedo ver,
que a lo
lejos silba el viejo tren
como
sombra del ayer”.
Cuando era
pequeña había encontrado un viejo álbum de fotos en casa de los abuelos. Estaba
perdido en el sótano entre cientos de trastos olvidados. Desde entonces lo
tenía yo, y aunque durante un tiempo lo cuidé con esmero, el polvo acabó
cubriéndolo. Y aquellos días en los que no quería mirar a la silla con ruedas
que había entrado en mi casa, limpié las telarañas del viejo álbum.
Me pasaba
horas mirando las estampas desgastadas color sepia; tirada en el suelo, con la
gata a mi lado. En aquella maravillosa vitrina del pasado llena de hojas de
cartón, estaban guardados los padres del abuelo; sus hermanos que agarraban con
fuertes manos maletas de madera y bajaban de un coche de línea cargado de
gallinas; la madre de la abuela; mi abuela Cecilia...
Sus ojos
me hablaban, pero yo no los quería escuchar. No debía pensar, sólo esperar que
pasara el tiempo.
Me había
propuesto usar la silla de ruedas sólo para salir, pero pronto comprobé que
sentada en ella no me cansaba ni me dolían las rodillas y era mucho más fácil
hacer las tareas de la casa. Por la puerta del cuarto de baño no entraba, pero
como me podía levantar y andar cuatro pasos, no vi problema en ello.
A veces,
al terminar la clase de Inglés (mis niños... ellos fueron los que mejor
aceptaron mis ruedas) me olvidaba del álbum, de mi abuela y de sus ojos, y leía
novelas románticas; y escondida en los Castillos del amor avanzaba por largos
corredores intentando engañar a la despiadada realidad que emanaba de la
tierra, abriendo y cerrando puertas sin parar, creando y destruyendo historias
sin usar. Me escondía en los brazos de un eterno príncipe azul y juntos
hacíamos cabriolas sobre la hierba y jurábamos matar a todas las sillas de
ruedas del mundo y aniquilar enfermedades.
Otras
veces me convertía en Carmen, y Juan, desde su veloz caballo blanco me robaba
de mi destino.
Pero
cuando volvía a ser yo, toda la vida caía de golpe al suelo.
Soñar y
pasearme por el recuerdo era lo único que me quedaba por hacer. Las miradas,
gestos y sonrisas de compasión, de la gente que me rodeaba, estrangulaban el
aire sin cesar.
¿Por qué
nadie se comportaba con naturalidad?
¿Tanto les
dolía?
Después de
comer, cuando acababa de fregar me volvía a sentar en la silla, me arrimaba a
la ventana y mirando mi eterno rosal sin rosas, lloraba sin llorar, imaginaba
sin imaginar, lo que hubiera sido de mí si no hubiera venido a cenar el señor
Friedreich.
Ya sabía
que nunca se iba a ir. También sabía de su crueldad.
El
monstruoso inquilino que compartía mi cuerpo me había pegado una nota amarilla
en la frente. Una nota amarilla en la que había un autoritario axioma escrito
con letras profundas, del color de la
Pasión , o tal vez fuera el de la compasión.
Un
profético axioma y una fecha... Una abominable sentencia con fecha... Un cruel
azar sin fecha de caducidad...
La
enfermedad no es compatible con la
Vida , 21 de Enero de 1991
La gata se
había subido a mis piernas, y abrazándola me reafirmaba en que era imposible
que hubiera vida sobre ruedas...
¿Y ahora
qué?
Abril 2003.
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