Hace unos ocho años oí hablar
de ellos por primera vez. Es un trabajo que se ofrece a personas con
discapacidad, o mayores que ya no se pueden valer por sí mismos.
¡Sería tan bueno que alguien a
quien yo pagara me ayudara a llevar mi casa! Presentamos todos los papeles al
asistente social, y como mi grado de minusvalía es superior al de mucha gente
que tiene concedido este servicio, me lo otorgaron sin problemas.
No es gratis, pagas. Bastante
menos al principio, ahora con una pequeña diferencia a una señora que hubieras
contratado por tu cuenta. Hay quien no paga nada o casi nada, y hay quienes
pagamos bastante. Cosa de ovejas. Negras. Imagino. Y yo como me apunto a todo…
¡pues toma!
Por suerte parece que están
empezando a dejar de globalizar, de meternos a todos en el mismo saco ¡a ver si
es verdad! Aunque con esto de los recortes y la crisis no lo veo yo muy claro.
(nota aclaratoria de la autora: si a estas alturas del libro y de la
vida, mi querido lector, no sabe lo que son los recortes, no sospecha nada de
los mismos en Dependencia, educación, sanidad, y en la vida en general; sigue
pensando que las tijeras solo sirven para cortar cartulina, no conoce a ninguna
prima del Riesgo, y cree a pies juntillas eso de España va bien, juntos
saldremos de esta y en los Reyes Magos… no seré yo quien le estropee el día ni
le haga mayor de repente).
Lo importante, lo
verdaderamente importante, del servicio de ayuda a domicilio es que me permiten
seguir pasando el día sola, controlar y llevar mi casa, y ser moderadamente
independiente dentro de mi dependencia. Me ayudan a vivir con dignidad, y
alivian a mi madre de la tarea de ayudarme.
Vienen dos horas diarias. Una
chica por la mañana, a primera hora, y otra al mediodía. Cada vez que tengo la
inspección del servicio, porque esto se controla mucho –o a mí me controlan más
ya que en Internet me lee mucha gente, y hay que comprobar si me he muerto y no
he dicho nada, o si me he curado ya y por eso tengo buen humor-, suelen
preguntarme que si quiero que una mujer venga solo a darme conversación… ¡Sólo
me faltaba eso! Digo con cara de susto. Entre el Facebook, el gimnasio, la
furgoneta, controlar mi casa –normalmente las chicas sólo hacen lo que yo les
digo-, las facturas y que mis padres vienen cada dos por tres, lo que le falta
a mi día son horas para escribir.
En Madrid con Magdalena y Antonia. |
Supongamos que yo algún día
escribo sobre la guerra civil española. Y en medio del bombardeo de Sigüenza la
chica pone la lavadora.
-May tienes que comprar
detergente –me dice enseñándome la caja vacía.
Al minuto vuelve a entrar donde
escribo:
-Y suavizante… -hace ademán de
irse, pero vuelve- en los chinos está de oferta.
-Vale –se va porque miro la
pantalla del ordenador y no la hago caso.
A los cinco minutos, desde el
pasillo, me mira sonriente mientras balancea la botella de...
-Vale, y lejía también compro
mañana –me adelanto.
Ya se ha enfadado.
A los diez minutos se planta al
lado de mi escritorio con el abrigo puesto. Mete algo en su bolso.
-Bueno… ya me voy. He recogido
todo, he limpiado… -sigue hablando y yo estoy concentrada en otra cosa.
La miro cuando deja de hablar.
-Vale, pues gracias. Hasta
mañana…
-¿Y qué escribes? –pregunta de
repente acercando sus ojos a la pantalla de mi ordenador y leyendo el clímax de
mi novela (en el supuesto caso de que yo escriba algo relacionado con la guerra
civil, recordemos que esto es un supuesto todo).
Estoy a punto de tapar con mis
manos la pantalla…
-Has dicho antes que había una
oferta en los chinos ¿En qué chinos que no te he oído bien…?
Eternos minutos después me
quedo sola y escribo según van entrando los heridos a la catedral de Sigüenza…
-Se me ha olvidado decirle que
me cambie las sábanas.
Demasiadas cosas en mi vida, es
un reto estar al tanto de todo. A veces pienso en comprarme una torre de
marfil, por ahí perdida y sin Facebook, para poder escribir tranquila. Esto me
debe crear fama de gruñona, antipática y hasta de loca a más no poder. Ayer por
ejemplo, viene mi padre nada más irse mi madre y me encuentra riéndome a
carcajadas y aplaudiendo al ordenador.
Que cambie de horarios… ¿por
qué no? Pues porque no puedo, paso demasiadas horas sentada en mi silla de
ruedas y cuando viene Juan me tumbo y me pongo de pie… por mi espalda, por la
suya y para no atrofiarme y descansar,
que ya no tengo veinte años.
Pero sigamos con el servicio de
ayuda a domicilio, llevo tantísimos tiempo con ellos que he encontrado de todo.
Gente que me ha ayudado y querido de verdad, madres postizas, amigas arrogantes
y gente que no ha visto una silla de ruedas en su fruta vida con lo que
difícilmente te pueden ayudar –la mayoría, por desgracia-.
Hay personas maravillosas
trabajando en esto, y sensibles muy sensibles, pero otras son demasiado listas.
O la ley del mínimo esfuerzo cuán político en el congreso jugando a los barcos,
o te avasallan dulcemente.
“Aquí mando yo”.
¿Es mi casa o no…? ¿Pero tú no
venías a ayudarme…? ¿Con el móvil pegado a la oreja?
Hay de todo. Lo malo viene
siendo cuando te falla una de tus chicas fijas y te mandan a una suplente que
no te conoce de nada. Y encima vienen en plan “Yo vine aquí a hacerte un
favor”.
¿Pero te pagan o no…?
Y si vienen en plan Maruja
súper fairy mejor apago el ordenador, me olvido de que me gusta escribir y
enciendo el televisor esperando con ansia que empiece Sálvame… aunque sean las
ocho de la mañana. Sin Telecinco no hay vida.
Soy muy accesible, me adapto a
terrenos pantanosos… sólo reivindico una ayuda a domicilio más profesional
porque hay otras personas enfermas que no pueden hacerlo.
He vivido muchos ratos buenos
con ellas, hemos tenido buenas y divertidas conversaciones y hasta algunas me
han apoyado en las presentaciones de mis libros. Aunque sí
es cierto que cuando doy la mano, o demasiada confianza, se me acaban ‘subiendo
a la chepa’ el tiempo te ayuda a diferenciar. No son tus amigas, están ahí
porque pagas… simple y llanamente porque pagas. Aunque algunas piensen y
demuestren que sí lo son pero… si no pagaras no vendría ninguna a verte.
Ellas realizan un trabajo, nada
más.
Que unas me caigan mejor que
otras, como yo a ellas, eso es cosa del trato diario. Y de no darme cuenta que
me miran por encima del hombro.
Que las hay.
El prejuicio por delante.
Vamos, como siempre para no variar.
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