Un nuevo
año se iba y las dificultades para entender lo que decían por teléfono se
hacían visibles, también aparecían las primeras personas que no entendían lo
que decía yo. ¿Si estaba siempre sola en casa y nadie más lo usaba, cómo no
pensar que el teléfono estaba estropeado?
El técnico
lo había revisado.
No
encontró ningún problema.
A veces,
me imaginaba a la Ataxia
de Friedreich, a ése señor que había venido a cenar sin que nadie le invitara,
como un monstruo enorme, deforme, de un verde oscuro casi negro. Siempre al
acecho. Esperando. Vigilando. Tendía sus largos y huesudos dedos hacia mí. Yo
sólo tenía que aprender a vivir con aquel horripilante ser. Era ardua, casi
imposible, la tarea de despistar a la enfermedad que se había convertido en mi
sombra, pero yo era demasiado bruta, o simplemente rebelde, o sólo una eterna
enamorada de la vida, y no me daba la gana dejar de sonreír al aire porque
dijeran que estaba enferma, o porque aquella nauseabunda criatura siguiera mis
pasos siempre.
¿Cuántos
seres humanos se sienten minusválidos sin serlo?
¿Y cuántos
seres humanos nunca se sentirán minusválidos siéndolo?
Sólo eres
lo que sientas que eres.
El rey de
la cocina nocturna pasó a ser Juan, chef inigualable, y a mí, los hados del
destino me habían reservado un papel secundario pero de vital importancia
dentro del reino de las cacerolas y sartenes: el hada friega platos. Fuimos
aceptando de buen grado nuestros nuevos papeles debido a la seguridad que nos
proporcionaba.
Debía
tener mucho cuidado evitando caídas. Tenía demasiados trucos, sillas, muebles y
paredes, en las que me apoyaba y desenvolvía perfectamente, aunque era muy raro
pasar largas temporadas sin algún primoroso y reluciente cardenal. Lo que sí
empecé a suprimir, fueron mis labores culinarias durante el día. Si no tenía
más remedio que cocinar, lo hacía rodeada de precauciones. Pero casi siempre mi
madre me acercaba la comida que yo sólo debía calentar. Y por la noche mi rey subía
al trono. Y yo me dedicaba a realizar mi papel a conciencia.
Los
problemas de coordinación son un síntoma ineludible de la ataxia. Los
ejercicios para no perderla o hacerlo lo más lentamente posible, también.
Resultaba
cómico pasarme cinco minutos en el gimnasio llevando la punta del dedo índice a
la punta de mi nariz. Cómico pero importante. Más gratificante me resultaba
corregir los ejercicios de inglés de mis alumnos, empezar un segundo puzzle
después de haber enmarcado el primero,
jugar al ajedrez, a la pelota, ponerme a escribir, o servirle la comida
a mi gatita. Todo, menos que me avergonzaran los problemas de coordinación en
las manos y las dejara de usar.
Por
entonces no sospeché algunas cosas que me hubieran podido ayudar, entre otros
motivos porque no soy Dios, pero si supe, muy tempranamente, que los músculos
que dejara de usar se iban a atrofiar. Nunca de un día para otro, a no ser que
tuviera un accidente.
Una noche,
en la que abrazada a Juan mirábamos la tele mientras la pequeña Alaska dormía
hecha un ovillo encima de los dos, la desolación más atroz se coló en mi alma.
Veíamos un programa de Iñaki Gabilondo. Alguien pedía que le ayudaran a morir.
Apenas prestaba atención porque me estaba durmiendo, pero todo el sueño del
mundo despareció cuando la cámara mostró a quién se quería suicidar y no podía.
Al ver a
una mujer, joven y guapa, en silla de ruedas mirándome a los ojos, pidiendo que
la ayudara a morir de verdad porque estaba muerta sobre aquella silla, y ahí no
había vida de ningún tipo, me quedé petrificada y apenas sin voz le pedí a Juan
que me soltara de su abrazo. Ambos mirábamos hipnotizados la televisión. Con
todo lujo de detalles el programa relató la vida de una prometedora actriz que
había sufrido un accidente quedándose tetrapléjica. Siguió relatando el cambio
tan brutal de vida de la joven sin omitir pormenor alguno...
Mi mente
sólo captaba el grito de sus ojos, su súplica: en una silla de ruedas no hay
vida, ayúdame a morir...
No me di
cuenta que lloraba, ni que mi marido me apretaba contra su pecho... ni de que
maldiciendo había apagado la televisión. Sólo veía aquellos ojos dentro de mí.
Un
calmante me ayudó a dormir, Juan a olvidar lo que silenciosa e inexorablemente
se iba acercando.
Del morbo,
sensacionalismo, autocompasión, agallas, rendirse, lucha y audiencias...
todavía no sabía nada.
Algunos
años después conocí en persona a aquella mujer. Y poco a poco me di cuenta que
no me interesaba su amistad, tampoco me la ofreció desde su torreón derruido de
estrella; ni yo le conté jamás... lo que por ella sufrí.
15 de
Marzo de 1990
Lo mejor
de tener el brazo escayolado, además de que Valeria esté todo el día conmigo,
es aprender a escribir con la mano izquierda. Por lo menos se entiende lo que
pongo. Comer sigue siendo un show, sobre todo cuando hay sopa. Nunca te das
cuenta de lo valioso hasta que no lo tienes.
Me caí
hace una semana, con tan buena suerte que me disloqué el codo derecho. Menos
mal que estaba Juan en casa. Fue horrible verme el codo fuera de lugar. Del
dolor no me acuerdo porque me desmayé. Pero me desmayé una vez más cuando en
urgencias contaron tres para poner el codo en su sitio. Después me escayolaron
todo el brazo y tengo que llevarlo en cabestrillo quince días.
No duele,
pero es muy incómodo y me pica mucho.
Durante
estos días no doy Inglés y las tardes se hacen eternas cuando Valeria se pone a
estudiar. Ahora está estudiando y Alaska encerrada en el cuarto de baño. Tengo
la hermana más valiente del mundo... ¿Cómo le puede dar miedo mi gatita?
Ah, no te
había contado que empecé a ampliar mis estudios de Inglés hace unos meses (propósitos
del nuevo año). Un curso a distancia del planeta agustini, o cómo se diga. Los
libros o cuadernillos se me dan fenomenal, lo malo son las cintas. No entiendo
casi lo que dicen y me pongo muy nerviosa. Creo que lo voy a dejar porque me
conviene más moverme que pasarme toda una tarde sentada, primero dando clase y
luego con los codos hincados en la mesa`.
Con la
mano izquierda escribo muy mal. Ya sabes: gato con guantes... no pone borrones,
pero yo sí. Mejor te cuento más cosas otro día.
******
Huía, y no
quería darme cuenta que no oía bien, pero en la revisión de Neurología cuando
de nuevo, como el año anterior, me dijeron que tendría que verme el cardiólogo
y yo con cara de susto pregunté que por qué y me dijeron que sólo por
precaución, me armé de valor y conté los problemas que tenía con el teléfono.
Me mandaron al Otorrino. Yo pensaba que sólo tendría tapones, como otras veces después
de un catarro...
Me
hicieron muchas pruebas que llegaron a confirmar que tenía problemas de
audición.
Agudos,
dijeron.
No había
solución.
Los
audífonos no me ayudarían o no lo creían. Tampoco había operación. Parecían
decir que los problemas irían a más, que quizá me quedaría sorda.
¿Estaban
locos o la loca era yo?
Una cosa
era que no entendiera bien lo que me decían por teléfono, y otra muy distinta
que me estuviera quedando sorda.
Cogimos
todos los papeles que nos dieron y nos fuimos.
Sentada en unos asientos de plástico duro, cabizbaja,
y tragándome lágrimas que no entendía, esperaba que le dieran cita a mi madre
para la próxima revisión.
Dentro de
un año.
Por la
noche, mientras Juan dormía, me levanté a hablar con las estrellas. Miraba a una
bella y triste luna. Estaba bloqueada. Encendí una pequeña lámpara y me senté
mirándome las manos. Vacías. Espantosamente blancas. “Si ayer estaba viva y
oía, no sé por qué ésta mañana he dejado que me mataran y dejaran sorda”. La
bocina a deshoras de un coche empujó ese mensaje hacia mi mente. Seguía viva
porque me empezaba a doler una muela que tenía picada, y seguía oyendo igual
que antes de meterme en esa jaula de pitidos. Mi familia, los chicos de clase,
Mini o quién fuera, no me hablaban bajito ni en susurros, pero nadie me voceaba
¿Por qué decían que apenas oía? Que la tía Ángela no me entendiera anoche
cuando llamó por teléfono es asunto de ella, yo tampoco la entendí pero a mi
voz no le pasa nada, Juan dijo hace mucho que es algo peculiar, nada más. ¿Tendrá
algo que ver mi voz con lo de los oídos?... ¡Y a mí qué leches me importa si
hablo perfectamente! ¿Y por qué narices pienso yo todo esto si el teléfono casi
no lo uso? El fin del mundo sería si yo fuera telefonista ¡Coño, May, piensa!
También dijeron que a los dieciséis años cogería una silla de ruedas y tengo
veinticinco y sigo andando aunque me duelan las piernas. Una bata blanca no
convierte a nadie en Dios`.
Un bostezo
y la gatita mirándome desde el suelo, me recordaron que era hora de dormir.
Volví a mirar a las estrellas que titilaban vigilando la noche caótica, y les
di las gracias por escuchar a mi alma y no dejar que me volviera loca. La luna
parpadeó confiada, no tenía más opción que seguir brillando. Apagué la lámpara.
Volví a la cama y me abracé a mi marido que se había despertado, él sabía que
debía dejarme espacio para poder plantarle cara a aquella nueva sentencia del
destino, tan sólo, tan mucho, me había dicho que me quería.
Que seguía
más viva que nunca, lo averigüé entre sus brazos.
Poco antes
de nuestro segundo aniversario de boda, una de mis primas tuvo su primer hijo.
Acompañada de papá fui a verla.
Alborozada
y encantada con aquella primita nueva entre los brazos, un velo de tristeza se
empeñaba en nublar mi corazón. La madre estaba radiante y el padre orgulloso.
Me emocioné cuando mi prima amamantaba a la niñita...
Volví a
casa, agarrada al brazo de papá, un poco triste. La gatita saltó de su cojín al
vernos entrar por la puerta. Me senté a ver la tele y Alaska se subió a mis
piernas. La acariciaba cada vez que veía un anuncio de bebé ¡Cuántos pañales!
Nunca me había dado cuenta de que mearan y cagaran tanto.
Después de
cenar busqué una novelita rosa para olvidarme del mundo. No tenía nuevas. El
libro que había sobre la mesa de cristal, ‘Un mundo feliz‘ de Huxley, ya lo
había terminado y no deseaba comenzar nada que no fuera rápido de leer.
Intranquila y fumando un cigarrillo tras otro, empecé a ver la televisión. Con
suerte me dormiría, pero pasaban una película futurista y me llamaban demasiado
la atención esos extravagantes seres mutantes, y como los entendía tan poco,
decidí soñar por mi cuenta. Dejando el
tabaco a un lado mientras supervisaba la película, me coloqué en la Galaxia de los sueños,
porque a mí el cine me hacía soñar, sobre todo cuando la realidad emanaba su
tosco perfume de injusticia. Cogí un bolígrafo y cuartillas, doble mis piernas
como un moro, y poniendo un cojín sobre ellas me puse a escribir...
- Desde las estrellas -
Osa mayor. Año 3004.
-Mami ¿por qué lloras?-, -No,
cariño, no lloro sólo me brillan los ojos. ¡Mira lo que he encontrado!-, -¿Qué
es eso, mami?- , -Ven, siéntate junto a mí, quiero enseñarte estas viejas
cartas de tu padre-, -¿De mi papá? -, - Sí, mi amor, de tu papá. Escucha, ésta
fue la última -.
Mi amada Atenea; nunca creí que
pudiera encontrar mi alma gemela fuera de Centauro. La primera vez que te vi
creí que eras alguien corriente. Te fui conociendo y la belleza de tu alma me
desbordó. Sé que lo que hago es pecado, va contra las leyes pero yo te siento.
Hace tiempo que me negué a seguir vacunándome, por eso contigo, supe lo que es
la ternura, la emoción, la pasión... el amor. Mi dulce Atenea, quiero darte un
hijo; me estoy muriendo, siento demasiado. Pero esta muerte que se aproxima no
me inspira ningún terror, al contrario, la anhelo como anhelo tu presencia a mi
lado. Mi esperma ha sido congelado, pronto llegará a vuestra nave, estoy muy
cansado, necesito dormir. Te siento muy dentro.
Desde la eternidad, el amor que
espera mover siempre tu alma, Risko 24.
Risko 25 bostezó por tercera
vez. –Mami, no entiendo nada -. Atenea abrazaba a su pequeño. -No tienes nada
que entender, sólo que tú papá desde algún lugar de las estrellas siempre
velará por ti... y por mí-. La
acompasada respiración del niño le indicó que se había quedado dormido. En
aquel momento Atenea sintió la urgente necesidad de contestar aquella carta.
Mi indeleble Risko; han pasado
siete años. Te he sentido cada minuto de este tiempo y aunque soy consciente de
que estoy pecando, me oculto de todo y todos para no sentirme culpable. Las
leyes dicen que sentir trae demasiadas desgracias, que hubo un tiempo en que
esos sentires sólo conducían a miserias, y después guerras, odios, vanidades,
egoísmos... Pero se olvidaron de que esos sentimientos negativos engrandecen
las cosas buenas. La gente tiene miedo a sufrir. Yo también dejé de vacunarme,
siento cosas que los demás no pueden; y aunque siento demasiado sé que no me
voy a morir, sólo dejé que se me agrandara el corazón. Tu esperma fecundó.
Nuestro hijo tiene cinco años. Te siento muy dentro y eso me hace feliz.
Desde las estrellas, el alma
que siempre necesitara de tu recuerdo para seguir, Atenea 17.
Volaba y
soñaba mientras escribía, vivía otras vidas adueñándome de felicidades ajenas,
o tal vez propias, pero reprimidas por un destino incierto, caprichoso y cruel.
Mi
imaginación, como siempre, segregaba la dosis necesaria de ternura y
sensibilidad para poder equilibrar mi liviana fortuna. Y seguía pecando de
inconsciente para todos, pero nadie me iba a matar mientras siguiera viva, ni a
adelantar nada, ni a machacar mis sueños...
Ni me
sentarían en una silla de ruedas mientras pudiera arrastrarme.
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