Claridad, la novela

jueves, 14 de julio de 2016

8-II


con mi  sobrino pequeño,  2008
Ingresé en el hospital un domingo por la tarde. La operación tendría lugar a la mañana siguiente y si todo salía bien, sólo estaría ingresada dos días. Juan venía conmigo y estuvimos juntos hasta tarde. El lunes, en cuanto saliera de trabajar, vendría al hospital. Me besó en la frente al irse.

A mi compañera de habitación le dijimos que me operaban de apendicitis. A ella también, y aunque nos operaban a las dos por la mañana, solamente a mí me dieron un calmante para dormir. Estaba muy nerviosa, pero sobre todo estaba triste y muy asustada.

¡Si la experiencia de otra vida me hubiera susurrado entonces que, estaba a punto de protagonizar uno de los mayores actos de Amor renunciando a lo que más había anhelado siempre!, me hubiera sentido una heroína, por lo menos. Pero como nadie susurró, en la cama del hospital aquella noche se encontraba la más diminuta caperucita, soñando que había perdido la cesta que llevaba a su abuelita, estaba a punto de comerla el lobo y su madre la había regañado; el cazador entraría pronto en escena y la salvaría. Se demoraba y yo me desperté sudando. Abracé la almohada y recordando que Juan era cazador desde que pudo sostener un tirachinas, me quedé dormida de nuevo.
A primera hora del día siguiente un celador vino a buscarme. Me habían dicho que me operarían cerca del mediodía por lo que miré a mis padres, que estaban conmigo, con extrañeza.

El sanitario sacó la cama de la habitación y me condujo por un largo y dormido pasillo bañado de luz artificial. Entramos en un ascensor frío y silencioso. Aquel habitáculo metalizado empezó a bajar hasta que un pitido agudo y repetitivo nos indicó que habíamos llegado. Me dejó en la puerta del quirófano y dijo que enseguida saldrían a buscarme.

-No quiero quedarme sola. No te vayas, por favor...

Y me acarició la mano con la que yo apretaba fuertemente la sábana blanca; al momento dos hombres vestidos de verde salieron y el anónimo celador se alejó deseándome suerte... 

Un vacío helado se apoderó de mí sobre la mesa de operaciones. Me quería ir a casa, no hacía falta que me operaran para no contarles cuentos a mis hijos, yo los sabía soñar. Muchos ojos me miraban y otros no dejaban de moverse. Luces poderosas me hacían guiños...

-Te esta haciendo efecto la anestesia. Tranquila, todo va a ir bien. Cuenta desde sesenta hacia atrás.

-Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y... ocho, cincuenta.... me estoy du...
 

Unos cachetes muy suaves me despertaron. La sala estaba en penumbra.

-¿Estás bien? –me preguntó una enfermera.

-Sí... muy bien... ¿cuando me operan?... creo que es mejor que no me operen porque me harán daño...

-Ya te han operado, cuando quieras te subo a planta.

-¿Ya...? pero... ¿ya del todo?

Entre oscuras claridades la vi sonriendo, y sonriendo la dije que nos fuéramos de allí cuanto antes.

Mis padres esperaban a la salida del quirófano. Preocupados me besaron, pero les tranquilizó verme tan espabilada. Estaba muy contenta, ya había pasado todo. De camino a mi habitación, tumbada en mi cama de ruedas, los pasillos, el techo, las paredes del hospital, habían cambiado. Ahora todo era luminoso, alegre, maravilloso. Ya no importaba estar en la misma planta que las mujeres que acababan de parir, ni ver dibujos de cuentos en las paredes... Ya no importaba, porque yo no sufriría nunca mientras me desgarraban para sacarme un problema de entre las piernas. No, no señor. Ya está. Se acabó.

Colocaron mi cama en la habitación inundada de sol y mi compañera se alivió al verme así.

Pedí algo para leer, pero mamá colocó la almohada, me arropó, vigiló el suero y dándome un beso me ordenó que me durmiera. Creó que me quedé dormida antes de cerrar los ojos, y ésta vez en mis sueños sólo hubo una radiante princesa lista para casarse.

Mientras dormía, Adolfo, mi fisioterapeuta, subió a verme y dejó un ramo de rosas blancas junto a la enorme ventana.

Cuando por fin desperté, con el significado de las rosas blancas grabado en los ojos –Vida-, vomité la anestesia. O la echas por arriba o por abajo. Como me sentía demasiado mujer, yo la eché por arriba y por abajo. Pero a media tarde, al quitarme el suero para merendar, volví a vomitar. Cuando vino Juan me encontró con el suero puesto. Quiso hablar con el ginecólogo pues nos habían dicho que sólo me pondrían suero un par de horas, mas quien me había operado ya se había ido. El médico de guardia nos dijo que a veces se tarda más en expulsar la anestesia y que no pasaba nada porque tuviera el suero puesto.

Pero a la mañana siguiente, tras haber pasado una buena noche, volví a vomitar después de tomar el desayuno. Se suponía que ese día me darían el alta.
A última hora de la mañana el ginecólogo y otros especialistas discutían al pie de mi cama. No entendían por qué no podía comer si todo había salido bien.

-Porque no tengo hambre, y no me apetece lo que me traen de comer.

Me miraron con curiosidad, pero dijeron que las cosas no siempre eran tan simples. Entonces les conté lo que me había pasado a finales de año. Y vi a la perplejidad bañada de un leve escepticismo pasar de una cara a otra del grupo de médicos que me rodeaba.

-Esta bien... por probar no perdemos nada. Escúchame bien jovencita, a ver... te quitamos el suero, tú dejas de pensar, tus padres te traen el radiocasete portátil para que escuches música, y yo te envío a la cocinera del hospital –me dijo un doctor, inclinado sobre mí y regañándome como si yo fuera su hija preferida-.

Con los ojos muy abiertos e intentando no reír, asentí rápidamente.
Y fue cierto que por la tarde mandó a la cocinera que ante el asombro de todos me preguntó qué quería cenar. Y más tarde trajeron huevos y patatas fritas. Y no vomité. Y al día siguiente después de un buen desayuno y ante el escepticismo complaciente del médico, éste firmó el alta.

Faltaba menos de un mes para mi boda y ya no había nubes bajo el sol. Habíamos salvado todos los obstáculos en nuestra particular carrera del Amor, habíamos traspasado los muros que impedían casarnos, habíamos conseguido contar con la aparente aprobación de todos para nuestra unión.
La vida nos hacía un guiño y tendía a aflojar sus cánones.
La nueva, absurda, y tal vez cruel, versión de Romeo y Julieta, viraba en la sombra de la luna en busca de un desenlace distinto. Los Capuleto y el destino se habían estrechado la mano.

 
En cuanto me quitaron los puntos, acudí con mamá –a quien mi doctora había recordado que yo había sido valiente ante la operación, y que ahora le tocaba serlo a ella- a una tienda de novias.
La verdad es que tuve suerte, ya que al ser alta y delgada y aunque no sobrada de pecho, el vestido más bonito, sencillo y elegante, estaba allí esperándome. Blanco, por supuesto, luminosamente blanco.
Cuando me estaba probando el vestido, oí que decían desde otra habitación:

-Hay una novia en probadores.

Me sorprendí mirando a mi alrededor en su busca, hasta que los inmensos espejos biselados me demostraron que la única novia que había allí era yo... Era yo... ¡era yo! Y cerré los ojos intentando no morirme de emoción. Y empezaron a sonar los primeros compases del Danubio azul.
Un caballero de ojos verdes con su traje de gala, su uniforme de comandante del Amor, avanzó hacia mí y me invitó a bailar. Y giramos, giramos, giramos. No apoyes los talones. Un paso adelante y dos atrás y vuelta. Ya sé, ya sé. Undostres, undostres, undostres. Mi mano alzaba levemente el vestido para no pisarlo y mi cintura se estremecía en cada giro, bajo la seguridad del brazo de mi apuesto caballero. Danzábamos entre las nubes y Strauss dirigía a los ángeles. Undostres, undostres, undostres...

-¡Es increíble! Apenas necesita retoques –dijo la modista de la tienda.

Y abrí los ojos. La música dejó de sonar y mi caballero se alejó, pero allí, reflejada en los inmensos espejos biselados, seguía habiendo una novia. Una novia con los ojos ahogados de felicidad y el corazón agitado de impaciencia.

Dos días después pedí a la madre de Sofía que dejara venir a la niña a mi boda. Quería que llevara las arras. Un vestido azul celeste y una diadema de margaritas lo compré para ella con los pocos ahorros que me quedaban, pero aún me quedó para cumplir un sueño. Otro. Nunca había llevado zapatos de tacón. Los buscaría hasta en el Cáucaso o me los harían como yo dijera, porque ya no me paraba nadie, nadie, ni el hecho de que me recordaran que yo no podía andar con ellos. Yo quería los zapatos más bonitos y conocía perfectamente mis pies... y la fuerza de la mente es insospechable –eso tardaría algún tiempo en saberlo, pero cada uno de mis recuerdos me lo confirma de nuevo.
Y todo fueron prisas, prisas bordadas de oro ilusión, mientras se nos echaba encima el gran día.

 

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