con mi sobrino pequeño, 2008 |
Ingresé en el hospital un
domingo por la tarde. La operación tendría lugar a la mañana siguiente y si
todo salía bien, sólo estaría ingresada dos días. Juan venía conmigo y
estuvimos juntos hasta tarde. El lunes, en cuanto saliera de trabajar, vendría
al hospital. Me besó en la frente al irse.
A mi compañera de habitación le
dijimos que me operaban de apendicitis. A ella también, y aunque nos operaban a
las dos por la mañana, solamente a mí me dieron un calmante para dormir. Estaba
muy nerviosa, pero sobre todo estaba triste y muy asustada.
¡Si la experiencia de otra vida
me hubiera susurrado entonces que, estaba a punto de protagonizar uno de los
mayores actos de Amor renunciando a lo que más había anhelado siempre!, me
hubiera sentido una heroína, por lo menos. Pero como nadie susurró, en la cama
del hospital aquella noche se encontraba la más diminuta caperucita, soñando
que había perdido la cesta que llevaba a su abuelita, estaba a punto de comerla
el lobo y su madre la había regañado; el cazador entraría pronto en escena y la
salvaría. Se demoraba y yo me desperté sudando. Abracé la almohada y recordando
que Juan era cazador desde que pudo sostener un tirachinas, me quedé dormida de
nuevo.
A primera hora del día
siguiente un celador vino a buscarme. Me habían dicho que me operarían cerca
del mediodía por lo que miré a mis padres, que estaban conmigo, con extrañeza.
El sanitario sacó la cama de la
habitación y me condujo por un largo y dormido pasillo bañado de luz
artificial. Entramos en un ascensor frío y silencioso. Aquel habitáculo
metalizado empezó a bajar hasta que un pitido agudo y repetitivo nos indicó que
habíamos llegado. Me dejó en la puerta del quirófano y dijo que enseguida
saldrían a buscarme.
-No quiero quedarme sola. No te
vayas, por favor...
Y me acarició la mano con la
que yo apretaba fuertemente la sábana blanca; al momento dos hombres vestidos
de verde salieron y el anónimo celador se alejó deseándome suerte...
Un vacío helado se apoderó de mí
sobre la mesa de operaciones. Me quería ir a casa, no hacía falta que me
operaran para no contarles cuentos a mis hijos, yo los sabía soñar. Muchos ojos
me miraban y otros no dejaban de moverse. Luces poderosas me hacían guiños...
-Te esta haciendo efecto la
anestesia. Tranquila, todo va a ir bien. Cuenta desde sesenta hacia atrás.
-Sesenta, cincuenta y nueve,
cincuenta y... ocho, cincuenta.... me estoy du...
Unos cachetes muy suaves me
despertaron. La sala estaba en penumbra.
-¿Estás bien? –me preguntó una
enfermera.
-Sí... muy bien... ¿cuando me
operan?... creo que es mejor que no me operen porque me harán daño...
-Ya te han operado, cuando
quieras te subo a planta.
-¿Ya...? pero... ¿ya del todo?
Entre oscuras claridades la vi
sonriendo, y sonriendo la dije que nos fuéramos de allí cuanto antes.
Mis padres esperaban a la
salida del quirófano. Preocupados me besaron, pero les tranquilizó verme tan
espabilada. Estaba muy contenta, ya había pasado todo. De camino a mi
habitación, tumbada en mi cama de ruedas, los pasillos, el techo, las paredes
del hospital, habían cambiado. Ahora todo era luminoso, alegre, maravilloso. Ya
no importaba estar en la misma planta que las mujeres que acababan de parir, ni
ver dibujos de cuentos en las paredes... Ya no importaba, porque yo no sufriría
nunca mientras me desgarraban para sacarme un problema de entre las piernas.
No, no señor. Ya está. Se acabó.
Colocaron mi cama en la
habitación inundada de sol y mi compañera se alivió al verme así.
Pedí algo para leer, pero mamá colocó
la almohada, me arropó, vigiló el suero y dándome un beso me ordenó que me
durmiera. Creó que me quedé dormida antes de cerrar los ojos, y ésta vez en mis
sueños sólo hubo una radiante princesa lista para casarse.
Mientras dormía, Adolfo, mi
fisioterapeuta, subió a verme y dejó un ramo de rosas blancas junto a la enorme
ventana.
Cuando por fin desperté, con el
significado de las rosas blancas grabado en los ojos –Vida-, vomité la
anestesia. O la echas por arriba o por abajo. Como me sentía demasiado mujer,
yo la eché por arriba y por abajo. Pero a media tarde, al quitarme el suero
para merendar, volví a vomitar. Cuando vino Juan me encontró con el suero
puesto. Quiso hablar con el ginecólogo pues nos habían dicho que sólo me
pondrían suero un par de horas, mas quien me había operado ya se había ido. El
médico de guardia nos dijo que a veces se tarda más en expulsar la anestesia y
que no pasaba nada porque tuviera el suero puesto.
Pero a la mañana siguiente,
tras haber pasado una buena noche, volví a vomitar después de tomar el desayuno.
Se suponía que ese día me darían el alta.
A última hora de la mañana el
ginecólogo y otros especialistas discutían al pie de mi cama. No entendían por
qué no podía comer si todo había salido bien.
-Porque no tengo hambre, y no
me apetece lo que me traen de comer.
Me miraron con curiosidad, pero
dijeron que las cosas no siempre eran tan simples. Entonces les conté lo que me
había pasado a finales de año. Y vi a la perplejidad bañada de un leve
escepticismo pasar de una cara a otra del grupo de médicos que me rodeaba.
-Esta bien... por probar no
perdemos nada. Escúchame bien jovencita, a ver... te quitamos el suero, tú
dejas de pensar, tus padres te traen el radiocasete portátil para que escuches
música, y yo te envío a la cocinera del hospital –me dijo un doctor, inclinado
sobre mí y regañándome como si yo fuera su hija preferida-.
Con los ojos muy abiertos e
intentando no reír, asentí rápidamente.
Y fue cierto que por la tarde
mandó a la cocinera que ante el asombro de todos me preguntó qué quería cenar.
Y más tarde trajeron huevos y patatas fritas. Y no vomité. Y al día siguiente
después de un buen desayuno y ante el escepticismo complaciente del médico,
éste firmó el alta.
Faltaba menos de un mes para mi
boda y ya no había nubes bajo el sol. Habíamos salvado todos los obstáculos en
nuestra particular carrera del Amor, habíamos traspasado los muros que impedían
casarnos, habíamos conseguido contar con la aparente aprobación de todos para
nuestra unión.
La vida nos hacía un guiño y
tendía a aflojar sus cánones.
La nueva, absurda, y tal vez
cruel, versión de Romeo y Julieta, viraba en la sombra de la luna en busca de
un desenlace distinto. Los Capuleto y el destino se habían estrechado la mano.
En cuanto me quitaron los puntos,
acudí con mamá –a quien mi doctora había recordado que yo había sido valiente
ante la operación, y que ahora le tocaba serlo a ella- a una tienda de novias.
La verdad es que tuve suerte,
ya que al ser alta y delgada y aunque no sobrada de pecho, el vestido más
bonito, sencillo y elegante, estaba allí esperándome. Blanco, por supuesto,
luminosamente blanco.
Cuando me estaba probando el
vestido, oí que decían desde otra habitación:
-Hay una novia en probadores.
Me sorprendí mirando a mi
alrededor en su busca, hasta que los inmensos espejos biselados me demostraron
que la única novia que había allí era yo... Era yo... ¡era yo! Y cerré los ojos
intentando no morirme de emoción. Y empezaron a sonar los primeros compases del
Danubio azul.
Un caballero de ojos verdes con
su traje de gala, su uniforme de comandante del Amor, avanzó hacia mí y me
invitó a bailar. Y giramos, giramos, giramos. No apoyes los talones. Un paso
adelante y dos atrás y vuelta. Ya sé, ya sé. Undostres, undostres, undostres.
Mi mano alzaba levemente el vestido para no pisarlo y mi cintura se estremecía
en cada giro, bajo la seguridad del brazo de mi apuesto caballero. Danzábamos
entre las nubes y Strauss dirigía a los ángeles. Undostres, undostres,
undostres...
-¡Es increíble! Apenas necesita
retoques –dijo la modista de la tienda.
Y abrí los ojos. La música dejó
de sonar y mi caballero se alejó, pero allí, reflejada en los inmensos espejos
biselados, seguía habiendo una novia. Una novia con los ojos ahogados de
felicidad y el corazón agitado de impaciencia.
Dos días después pedí a la
madre de Sofía que dejara venir a la niña a mi boda. Quería que llevara las
arras. Un vestido azul celeste y una diadema de margaritas lo compré para ella
con los pocos ahorros que me quedaban, pero aún me quedó para cumplir un sueño.
Otro. Nunca había llevado zapatos de tacón. Los buscaría hasta en el Cáucaso o
me los harían como yo dijera, porque ya no me paraba nadie, nadie, ni el hecho
de que me recordaran que yo no podía andar con ellos. Yo quería los zapatos más
bonitos y conocía perfectamente mis pies... y la fuerza de la mente es
insospechable –eso tardaría algún tiempo en saberlo, pero cada uno de mis
recuerdos me lo confirma de nuevo.
Y todo fueron prisas, prisas
bordadas de oro ilusión, mientras se nos echaba encima el gran día.
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