Adolfo, mi
fisioterapeuta, no volvió a sacar el tema desde aquel día en que llovía tanto.
Sabía como todos los fisios del gimnasio, a los que consideraba más amigos que
profesionales, que estábamos empezando a amueblar el piso. También sabía que
sobre el tema, no le había preguntado nada a la doctora. Y aquella mañana,
cuando mis ojos se cruzaron con los suyos, las entrañas empezaron a arder,
tenía que afrontarlo, no podía seguir dando largas. Antes de irme del gimnasio
acompañada de una auxiliar hasta donde me esperaba mi madre, me acerqué a
Adolfo y le pregunté con voz rielada y apenas audible:
-¿Estás
seguro?... ¿mis hijos nacerían con la misma enfermedad que tengo yo...?
-No lo sé
May, habla con la doctora, ella te tiene que informar no yo. ¿Cuándo os casáis?
-Si Dios
quiere, al año que viene -dije intentando sonreír.
Poco antes
de cumplir los veintitrés años, cuando finalizaba el verano, empecé a rechazar
involuntariamente comida. Había días que no podía ingerir nada, pues todo lo
vomitaba. Recuerdo a Pedro preguntándole a mamá mientras yo estaba encamada y
el médico me examinaba:
-¿Y ahora
qué le pasa?
Nadie lo
sabía. Sin motivo aparente, de vez en cuando al comer, vomitaba. Eso sí, cuando
comía a la fuerza, es decir, si al ver la comida que tenía ante mí -desayuno,
comida, merienda o cena- sentía nauseas, me empezaba a marear y el hambre que
tenía desaparecía totalmente, y sólo comía por cumplir una función orgánica,
acababa vomitando. Y la situación se repitió mes a mes, y yo cada vez estaba
más delgada, preocupantemente delgada.
El día
de mi cumpleaños, a finales de
Septiembre, decidimos que nos casaríamos en el mes de Abril del año siguiente.
Claro, lo decidimos nosotros solos y nuestra decisión fue ignorada por las
familias, sobre todo por la mía.
Al volver
de las vacaciones ese verano, la doctora me había informado de que la ataxia de
Friedreich era hereditaria, que por nada del mundo me aconsejaba tener
hijos -y además, con lo que se te viene encima, había dicho-, pero que aquello
era una decisión personal y me consideraba lo suficientemente adulta para
tomarla yo sola.
Terriblemente
acongojada se lo había contado a Juan. Él, tragándose lo que sabía que yo ya no
aguantaría, me recordó que sólo me quería a mí y que no seríamos ni la primera
ni la última pareja sin hijos.
Aquella
noche, cuando me enteré de que mi enfermedad era hereditaria, tuve un sueño que
nunca se ha repetido y jamás podré olvidar:
...Éramos
muchas las mujeres que trabajábamos en una fábrica. Todas íbamos vestidas
igual, con una pañoleta morada que nos recogía el pelo y una bata blanca que
nos tapaba hasta casi los tobillos. Las paredes de la fábrica eran grises, pero
poco a poco su color se fue difuminando convirtiéndose en un azul cielo tiznado
de leves tonalidades rosas. Estábamos allí para trabajar mas sólo esperábamos.
Se oyó una sirena. Todas salimos a un jardín... en el jardín había flores. Una
mujer mayor, subida en una tarima, estaba repartiendo algo. Nos pusimos en
fila. Primero a una, luego a otra y a otra, a todas menos a mí, les pusieron un
bebé envuelto en su arrullo en los brazos. Yo miraba sin comprender mis brazos
vacíos, y seguía en la fila y no me quería ir y la mujer castrante subida en la
tarima, riéndose con tres estridentes e histéricos ja, ja, ja, decía que para
mí nunca habría nada...
Me
desperté llorando. Salí de la cama y me senté en un rincón. Abracé mis piernas y
escondí la cara entre las rodillas. Sólo el frío, cuando ya el alba se
desperezaba, me hizo volver a la cama.
(“Tregua a
vuestro dolor, no hay noche sin aurora”, Macbeth).
Haciéndome a la idea de renunciar a ser madre,
envuelta en el Amor, en la ilusión de un piso y una boda, dejábamos escapar
aquel 87.
Cerca de
Navidad, cuando pasé consulta con la doctora, ésta se quedó asustada al verme
tan delgada. Le conté lo que me pasaba, y me preguntó si estaba triste:
-¿Triste? ¡Que
va! Ahora que casi tenemos allanado el camino para la boda... No, no estoy
triste.
-¿Piensas
mucho, May?
-Creo que
demasiado, antes escribía, ahora casi nunca.
-May...
los síntomas que me cuentas son de depresiones internas. Cuando te venga
arcadas o no te apetezca comer, no comas. Y escucha mucha música o escribe,
pero al menos de momento, no pienses. Estás demasiado delgada, intenta
relajarte, no pensar o no habrá boda.
No me lo
creí, pero la hice caso porque estaba asustada.
A partir
de ese día cuando me empezaba a encontrar mal, cogía el radiocasete portátil,
me tumbaba un ratito y luego comía perfectamente. Pero muchas veces me ocurrió
estando en nuestro piso, nuestro futuro hogar.
Como
aquella vez en la que estrenaba un vestido negro hecho por mí; aquella vez en
la que como tantas otras veces me acurruqué en los brazos de Juan parapetándome
de los espectros que poblaban mi mente, espectros que no veía pero que estaban
anulando mi salud; aquella vez que, abrazados sobre el mullido sillón del
cuarto de estar, las yemas de los dedos de su mano diestra acariciaban mi
frente.
Cerraba
los ojos y me quedaba dormida, escuchando en el estéreo a Lucho Gatica mientras
la luna nos tapaba con un velo...
“Reloj, no
marques las hora
porque voy
a enloquecer
ella se
irá para siempre
cuando
amanezca otra vez.
No mas nos
queda esta noche
para vivir
nuestro amor
y su
tic-tac me recuerdo
mi
irremediable dolor.
porque mi
vida se apaga,
ella es la
estrella que alumbra mi ser
yo sin su
amor no soy nada.
Detén el
tiempo en tus manos
haz esta
noche perpetua,
para que
nunca se vaya de mí
para que
nunca amanezca.
Para que
nunca amanezca... ”
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