Claridad, la novela

viernes, 8 de julio de 2016

7-IV


Adolfo, mi fisioterapeuta, no volvió a sacar el tema desde aquel día en que llovía tanto. Sabía como todos los fisios del gimnasio, a los que consideraba más amigos que profesionales, que estábamos empezando a amueblar el piso. También sabía que sobre el tema, no le había preguntado nada a la doctora. Y aquella mañana, cuando mis ojos se cruzaron con los suyos, las entrañas empezaron a arder, tenía que afrontarlo, no podía seguir dando largas. Antes de irme del gimnasio acompañada de una auxiliar hasta donde me esperaba mi madre, me acerqué a Adolfo y le pregunté con voz rielada y apenas audible:

-¿Estás seguro?... ¿mis hijos nacerían con la misma enfermedad que tengo yo...?

-No lo sé May, habla con la doctora, ella te tiene que informar no yo. ¿Cuándo os casáis?

-Si Dios quiere, al año que viene -dije intentando sonreír.
 
Poco antes de cumplir los veintitrés años, cuando finalizaba el verano, empecé a rechazar involuntariamente comida. Había días que no podía ingerir nada, pues todo lo vomitaba. Recuerdo a Pedro preguntándole a mamá mientras yo estaba encamada y el médico me examinaba:

-¿Y ahora qué le pasa?

Nadie lo sabía. Sin motivo aparente, de vez en cuando al comer, vomitaba. Eso sí, cuando comía a la fuerza, es decir, si al ver la comida que tenía ante mí -desayuno, comida, merienda o cena- sentía nauseas, me empezaba a marear y el hambre que tenía desaparecía totalmente, y sólo comía por cumplir una función orgánica, acababa vomitando. Y la situación se repitió mes a mes, y yo cada vez estaba más delgada, preocupantemente delgada.
El día de  mi cumpleaños, a finales de Septiembre, decidimos que nos casaríamos en el mes de Abril del año siguiente. Claro, lo decidimos nosotros solos y nuestra decisión fue ignorada por las familias, sobre todo por la mía.

Al volver de las vacaciones ese verano, la doctora me había informado de que la ataxia de Friedreich era hereditaria, que por nada del mundo me aconsejaba tener hijos -y además, con lo que se te viene encima, había dicho-, pero que aquello era una decisión personal y me consideraba lo suficientemente adulta para tomarla yo sola.

Terriblemente acongojada se lo había contado a Juan. Él, tragándose lo que sabía que yo ya no aguantaría, me recordó que sólo me quería a mí y que no seríamos ni la primera ni la última pareja sin hijos.
Aquella noche, cuando me enteré de que mi enfermedad era hereditaria, tuve un sueño que nunca se ha repetido y jamás podré olvidar:

...Éramos muchas las mujeres que trabajábamos en una fábrica. Todas íbamos vestidas igual, con una pañoleta morada que nos recogía el pelo y una bata blanca que nos tapaba hasta casi los tobillos. Las paredes de la fábrica eran grises, pero poco a poco su color se fue difuminando convirtiéndose en un azul cielo tiznado de leves tonalidades rosas. Estábamos allí para trabajar mas sólo esperábamos. Se oyó una sirena. Todas salimos a un jardín... en el jardín había flores. Una mujer mayor, subida en una tarima, estaba repartiendo algo. Nos pusimos en fila. Primero a una, luego a otra y a otra, a todas menos a mí, les pusieron un bebé envuelto en su arrullo en los brazos. Yo miraba sin comprender mis brazos vacíos, y seguía en la fila y no me quería ir y la mujer castrante subida en la tarima, riéndose con tres estridentes e histéricos ja, ja, ja, decía que para mí nunca habría nada...

Me desperté llorando. Salí de la cama y me senté en un rincón. Abracé mis piernas y escondí la cara entre las rodillas. Sólo el frío, cuando ya el alba se desperezaba, me hizo volver a la cama.
(“Tregua a vuestro dolor, no hay noche sin aurora”, Macbeth).

 Haciéndome a la idea de renunciar a ser madre, envuelta en el Amor, en la ilusión de un piso y una boda, dejábamos escapar aquel 87.
Cerca de Navidad, cuando pasé consulta con la doctora, ésta se quedó asustada al verme tan delgada. Le conté lo que me pasaba, y me preguntó si estaba triste:

-¿Triste? ¡Que va! Ahora que casi tenemos allanado el camino para la boda... No, no estoy triste.

-¿Piensas mucho, May?

-Creo que demasiado, antes escribía, ahora casi nunca.

-May... los síntomas que me cuentas son de depresiones internas. Cuando te venga arcadas o no te apetezca comer, no comas. Y escucha mucha música o escribe, pero al menos de momento, no pienses. Estás demasiado delgada, intenta relajarte, no pensar o no habrá boda.

No me lo creí, pero la hice caso porque estaba asustada.
A partir de ese día cuando me empezaba a encontrar mal, cogía el radiocasete portátil, me tumbaba un ratito y luego comía perfectamente. Pero muchas veces me ocurrió estando en nuestro piso, nuestro futuro hogar.

Como aquella vez en la que estrenaba un vestido negro hecho por mí; aquella vez en la que como tantas otras veces me acurruqué en los brazos de Juan parapetándome de los espectros que poblaban mi mente, espectros que no veía pero que estaban anulando mi salud; aquella vez que, abrazados sobre el mullido sillón del cuarto de estar, las yemas de los dedos de su mano diestra acariciaban mi frente.
Cerraba los ojos y me quedaba dormida, escuchando en el estéreo a Lucho Gatica mientras la luna nos tapaba con un velo...
 
“Reloj, no marques las hora
porque voy a enloquecer
ella se irá para siempre
cuando amanezca otra vez.
No mas nos queda esta noche
para vivir nuestro amor
y su tic-tac me recuerdo
mi irremediable dolor.
Reloj detén tu camino
Un regalo a mis lectores, año 2002
porque mi vida se apaga,
ella es la estrella que alumbra mi ser
yo sin su amor no soy nada.
Detén el tiempo en tus manos
haz esta noche perpetua,
para que nunca se vaya de mí
para que nunca amanezca.


Para que nunca amanezca... ”

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