Claridad, la novela

viernes, 8 de julio de 2016

7-III


“Dios está en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve...”.

Me gustaba releer los libros que me adentraron en la literatura, y aquella tarde, después de acabar la clase de inglés, necesité sumergirme en la poesía y ternura de J. Ramón Jiménez; necesité volver a sentir como una niña. Luego, mirando las gotas de lluvia llorar por el cristal de la ventana mientras apretaba contra mi pecho un cojín, recordaba frases..., recordaba a Platero... ¡yo también tuve un Platero!

Sí, el burro del tío Miguel. No sé si tendría nombre, pero como tenía esa tripa de algodón aunque no olía a nubes, la primera y última vez que me lo llevé de paseo, le bauticé.
Yo era muy jovencita, trece o catorce años -me acababan de descubrir la ataxia de Friedreich-, cuando durante quince días del verano empezamos a frecuentar el pueblo de mamá. Un pequeño pueblecito, de calles empedradas y semiderruido por la guerra civil, perdido en la sierra. Aquel pueblo estaba lleno de primos y tíos, y aunque realmente no fueran parientes de sangre había que llamar a todos tíos. El tío Nicasio, el tío Cirilo, el tío Sebastián. Cada tío tenía su encanto y eran un mundo aparte, pero a mí el tío que más me entusiasmó fue el tío Miguel. Un anciano enjuto, alto, de rostro labrado por el sol, todavía fuerte aunque al mirarle, si la boina negra o el sombrero de paja raída por el uso, dejaban ver sus ojos, adivinabas en ellos que su vida se estaba secando.
El tío Miguel tenía dos mulas y un burro, y era el vecino del abuelo. El tío no hablaba mucho, conmigo no habló nunca.

En las amplías eras que rodeaban el pueblo supe lo que era trillar, y había trillado con el tío Miguel y mis hermanos cuando éramos unos mocosos, pero a mis catorce años ya no me interesaba dar vueltas y más vueltas sobre un trillo gritando: ¡Arre mula! No. Me interesaba más el burro que apenas salía sino era para acarrear cántaros de agua.
Una mañana mientras el tío aseaba la cuadra que estaba dentro de su propia casa, dejó al burro al lado del pozo de la plaza.

-Tío Miguel ¿me puedo llevar al burro a dar un paseo? -yo había entrado en su casa y le observaba desde la puerta del oscuro, apestoso, pero mágico habitáculo.

El anciano me miró y por toda respuesta alzó sus hombros. Adivinando un “haz lo que quieras”, cogí las riendas del borriquillo y me lo llevé.
Antes de salir del pueblo le arrimé a uno de los poyos que para sentarse había delante de una casa abandonada. Me subí al poyo y le chillé:

-¡Pórtate bien y no te muevas que me voy a montar encima de ti!

Cuando estuve acoplada sobre su lomo desnudo me sentí tan grande y poderosa que no cabía en mí, y sólo grité apretando con fuerza mis piernas contra él: ¡Arre!
Estaba tan excitada y nerviosa, tan deseosa de abarcar nuevos horizontes y sensaciones, tan maravillada de montar por primera vez en un caballo pintado de burro, que olvidé por completo coger las riendas. Sólo al atravesar las eras me di cuenta de que el cuadrúpedo las iba pisando.

-Burro -le dije al lado de una oreja a las cuales iba agarrada- ¡tenemos un problema pero tú no te asustes!. Burro... oye mira ¿qué te parece si te llamo Furia o Platero? Que dices que mejor Platero. Venga pues. Platero, ves esos casillos a la izquierda... ¿sí? Pues tuerce para allá.
Yo le torcía la oreja izquierda emulando a papá cuando daba al intermitente para que el seiscientos girar.
Pero Platero seguía por un sendero, como si se lo supiera de memoria, todo recto.

-De acuerdo ¡tú sigue! ¡No!, no, mejor para. Sí, sí, mejor para -pero el burro seguía a lo suyo- ¡PARA! Que pares Platero te digo que me quiero bajar -mas el burro no paraba. -Tú lo has querido, Platero, te trataré como lo que eres: un  burro, ni caballo disfrazado, ni porras, eres un b u r r o. ¡Sóóó burroooo! Pero para, por Juan Ramón Jiménez te lo pido so burro...

Y nada que hacer, el burro que se convertía en asno, sin riendas no obedecía. Yo volvía la cabeza de vez en cuando, y miraba con angustia las casas del pueblo que apenas se veían ya. El pánico empezaba a sustituir a mi cabreo cuando vi aproximarse al tío Cirilo por el sendero. Me sequé algunas lágrimas rebeldes con el dorso de una mano y cuando estuvo cerca de mí, le pedí que por el amor de Dios frenara a aquel bicho. Cogió las riendas y al momento Platero paró. Me ayudo a bajar, le di las buenas tardes y se fue. Yo me quedé, dueña de la situación y de las riendas, mirando fijamente a los ojos del borriquillo.
-¡A tu casa ahora mismo! Eres el burro más malo y desobediente que conozco y no te voy a hablar en la vida.
Al verano siguiente lo primero que hice al llegar al pueblo, fue ir a buscarle a su cuadra.
Ya no estaba.

Seguía lloviendo.
Me sentía miserable, endeble, una mierda de mujer, porque me había caído por la mañana cuando entraba a la consulta de la doctora después de acabar mi sesión de rehabilitación. Le había dicho a mamá que me esperara fuera, que podía entrar sola. Y una pierna se me adelantó, mi mano no encontró apoyo... o yo que sé. Todo el mundo me vio. La doctora me había dicho que rompiera con la costumbre de buscar explicación a las caídas porque no la tenían.

No me había hecho daño, sin embargo, me sentía tan mal que sólo una buena dosis de ternura o empacho de merengue, ayudaban a aliviarme. Platero y yo y el recuerdo de mi otro Platero, me habían acariciado por un rato, pero las gotas de lluvia que lamían el cristal de la ventana me seguían contagiando su tristeza. Ni siquiera el recorte de periódico con el anuncio de una inmobiliaria que construía apartamentos y guardaba con celo en el bolsillo del pantalón, ni la camisita de bebé que encontré entre mis antiguas labores del colegio me animaban, y empecé a llorar al unísono que el paraguas de Valeria goteaba un arroyo de lluvia. Me refugié en mi habitación y tumbada en la cama, derrotada sobre una almohada de llantos, le pedí a mi hermana que me dejara sola; venía de la Universidad y aunque era consciente que le dolía verme así, a mí, en aquel momento, me dolía vivir.
Busqué a mi oso, y abrazada a él, intentaba diluir, olvidar, enterrar, el motivo por el que había ido aquella mañana a la consulta de la doctora y había querido que mi madre esperara en el pasillo.

“No; no; no; no. Eso no por favor”.

Me puse mirando al techo, el llanto me estaba ahogando. Alcé las piernas y comencé a pedalear con rabia el aire. “¡Qué coño sabrás tú! Sólo eres un fisioterapeuta, la doctora no tiene que informarme de nada”. Y en verdad no me había informado porque no le pregunté nada.
Seguía lloviendo..., demasiado.

Dos días después, Juan y yo, fuimos a visitar la inmobiliaria del anuncio. Nos entusiasmaron los planos de un pequeño apartamento de sesenta metros cuadrados, con garaje y trastero. El apartamento estaba casi acabado y el precio no se alejaba mucho de nuestro presupuesto.

Al día siguiente fuimos a verlo.
El edificio de apartamentos se encontraba en el centro de la ciudad, dentro del casco antiguo. El piso que nos gustaba estaba en la primera planta, tan sólo seis escaleras lo separaban de la calle. Contaba con dos dormitorios no muy luminosos pero si grandes, un amplio salón, cuarto de baño y la cocina que daba a un patio interior. Las ventanas eran de madera. El edificio tenía dos plantas más el sótano, para garajes y trasteros.
Me enamoré de aquel pequeño hogar. Juan también, pero siempre fue menos efusivo que yo. Lo pensamos durante un par de días, aunque realmente no había mucho que pensar pues llevábamos un año buscando piso, y firmamos el contrato. No consultamos a la familia, sabíamos su reacción y el piso lo comprábamos nosotros, ambos mayores de edad. Yo tenía veintidós años y Juan veinticuatro.

Cuando llegamos a casa después de firmar, por separado se lo contamos a nuestras familias. Mis padres me llamaron inconsciente, dijeron que estaba loca, pero después de mucho patear y mostrarme su desacuerdo, como ya no podían hacer nada, al día siguiente me ofrecieron dinero por si nos hacía falta. Imagino que pensarían que comprar un piso no significaba casarse.
La reacción de la familia de él no debió ser mucho mejor, pero Juan me la ocultó, aunque su seguridad ante nosotros y nuestro futuro se iba agujereando sin yo saberlo.
Y un día, creo que fue al poco de celebrar nuestro tercer aniversario, a finales de Enero de 1987...

Juan me esperó en el portal, no subió a buscarme como hacía siempre. Cuando bajé le besé en los labios pero no recibí respuesta.

-¿Qué te pasa?

-Nada

Me cogió de la cintura y fuimos hasta el coche. Entramos en silencio y cuando arrancó volví a preguntar:

-¿Juan, qué pasa?

El semáforo que había a la salida del barrio se puso rojo, me miró y dijo en tono aséptico:

-Tenemos que hablar

-Claro... ¿de qué?

Yo nunca le había visto así, enfadado sí, pero nunca tan serio, frío y apesadumbrado.

-¿Ha ocurrido algo malo?- no sabía que pensar.

Negó con la cabeza.

Anochecía cuando llegamos al aparcamiento de nuestro parque favorito. Apagó el motor pero no me miró, tampoco habló. Las farolas se encendieron rompiendo la penumbra.

-Juan, dime lo que pasa...

Cuando por fin hablo con los ojos fijos en el volante dijo..., de su alma salió una cascada de reproches sin fin... estaba harto de que yo prometiera que iba a ser capaz de hacer esto o lo otro... necesitaba pruebas... Me chilló como nunca, tenía miedo aunque no fue capaz de reconocerlo.

-Mírame por favor...  –le pedí.

Se giró, encendió un cigarrillo y me miró a los ojos. Sus ojos estaban muy tristes.

-Yo no tengo ninguna prueba, ni garantías tampoco de que esto saldrá bien... sólo sé que te quiero y confío en ti y creo en ti, como pensaba... -me costaba contener el llanto- como pienso que tú crees en mí, hasta ahora ese ha sido mi mayor tesoro y ahí me agarraba, me agarro... pero... -y mis lágrimas tomaron vida propia- si dudas... si ahora te vienes abajo... es mejor que lo dejemos... porque yo también tengo miedo.

Y me besó, me besó hasta que las estrellas nos inundaron, y entre besos y lágrimas me dijo que no renunciaría a mí por nada del mundo. Luego, más tranquilo, me contó que hacia días una de mis antiguas amigas había dicho a su familia que yo sería una inútil, un vegetal, que nunca podría estar sola en casa... porque me iba a quedar en una silla de ruedas.
La familia de mi novio no sabía nada de mi enfermedad o casi nada -no lo oculté, no me preguntaron-. Alguien de mi barrio les había informado hacia tiempo que a mí me operarían, como hacía muchísimos años a mi madre, y me quedaría bien (los dimes y diretes de la gente nunca dejaran de sorprenderme).

No me costó trabajo saber que amiga hacía esos galantes comentarios.
Al día siguiente, sabiendo que Juan volvía a creer en mí, le pedí a mi hermano que me llevará en su coche a casa de Eva, la última que se unió a la pandilla y tanto me quería como para contarle mis miedos más profundos.

Cuando la tuve enfrente y nos dejaron solas, le pregunté que por qué. Pero ella no sabía de qué hablaba. Estuvo un rato negándome todo hasta que dije que era una jodía mentirosa, entonces dijo que todo lo que había dicho era verdad... Levanté mi mano y la bofetada que no le pude dar, me dolió más a mí que a ella. Intentando contener las lágrimas que corrían por mis mejillas sin ningún control, le dije que sabía que todo era verdad, que yo nunca quise ocultar nada ni lo había hecho, la vida transcurría así y ya está, pero yo sólo necesitaba que creyeran en mí... por lo menos los que me querían.
Y me di cuenta que cada vez me quería menos gente.

A Juan no le conté que mi dolor por ser consciente de lo que tenía iba mucho más allá, hasta casi destruir mi propia esencia, ni que me moría un poco más, cada vez que papá insistía en que pidiera a la constructora unas puertas más anchas en nuestro piso para la silla de ruedas.
No le conté nada, no le quería cargar. Todo estaba bien. Anulé mis sentimientos, los que dolían, pero estaba demasiado insegura para anularlos por completo, sólo los retiré.

Mas el reloj no se detenía, y aunque lloviera o hiciera sol, siempre acababa amaneciendo.
Durante los meses de espera para tener un techo que compartir, nuestro amor se fortaleció. Y a mediados del mes de Mayo nos dieron nuestro piso.
Aquello trastocó todo. Las dudas, miedos e inseguridades, dieron paso a dos flamantes jóvenes enamorados propietarios de un piso en el centro de la ciudad. Si nos hubiera tocado la lotería no hubiéramos sido tan felices. Los alumnos de mis clases lo celebraron conmigo, también la pequeña Sofía, a mis hermanos les daba igual y mis padres, cuando lo vieron dijeron que no estaba mal, la familia de Juan dijo lo mismo. Y nosotros, cuando nos supimos olvidarnos de los demás, cerramos los ojos y nos dejamos seducir por realidades ensoñadas. Pero realidades que comenzábamos a tocar.

1 comentario:

María Narro dijo...

la parte final del capitulo 7 está el archivo