“Dios está
en su palacio de cristal. Quiero decir que llueve, Platero. Llueve...”.
Me gustaba
releer los libros que me adentraron en la literatura, y aquella tarde, después
de acabar la clase de inglés, necesité sumergirme en la poesía y ternura de J.
Ramón Jiménez; necesité volver a sentir como una niña. Luego, mirando las
gotas de lluvia llorar por el cristal de la ventana mientras apretaba contra mi
pecho un cojín, recordaba frases..., recordaba a Platero... ¡yo también tuve un
Platero!
Sí, el
burro del tío Miguel. No sé si tendría nombre, pero como tenía esa tripa de
algodón aunque no olía a nubes, la primera y última vez que me lo llevé de paseo,
le bauticé.
Yo era muy
jovencita, trece o catorce años -me acababan de descubrir la ataxia de
Friedreich-, cuando durante quince días del verano empezamos a frecuentar el
pueblo de mamá. Un pequeño pueblecito, de calles empedradas y semiderruido por
la guerra civil, perdido en la sierra. Aquel pueblo estaba lleno de primos y
tíos, y aunque realmente no fueran parientes de sangre había que llamar a todos
tíos. El tío Nicasio, el tío Cirilo, el tío Sebastián. Cada tío tenía su
encanto y eran un mundo aparte, pero a mí el tío que más me entusiasmó fue el
tío Miguel. Un anciano enjuto, alto, de rostro labrado por el sol, todavía
fuerte aunque al mirarle, si la boina negra o el sombrero de paja raída por el
uso, dejaban ver sus ojos, adivinabas en ellos que su vida se estaba secando.
El tío
Miguel tenía dos mulas y un burro, y era el vecino del abuelo. El tío no
hablaba mucho, conmigo no habló nunca.
En las
amplías eras que rodeaban el pueblo supe lo que era trillar, y había trillado
con el tío Miguel y mis hermanos cuando éramos unos mocosos, pero a mis catorce
años ya no me interesaba dar vueltas y más vueltas sobre un trillo gritando:
¡Arre mula! No. Me interesaba más el burro que apenas salía sino era para
acarrear cántaros de agua.
Una mañana
mientras el tío aseaba la cuadra que estaba dentro de su propia casa, dejó al
burro al lado del pozo de la plaza.
-Tío
Miguel ¿me puedo llevar al burro a dar un paseo? -yo había entrado en su casa y
le observaba desde la puerta del oscuro, apestoso, pero mágico habitáculo.
El anciano
me miró y por toda respuesta alzó sus hombros. Adivinando un “haz lo que
quieras”, cogí las riendas del borriquillo y me lo llevé.
Antes de
salir del pueblo le arrimé a uno de los poyos que para sentarse había delante
de una casa abandonada. Me subí al poyo y le chillé:
-¡Pórtate
bien y no te muevas que me voy a montar encima de ti!
Cuando
estuve acoplada sobre su lomo desnudo me sentí tan grande y poderosa que no
cabía en mí, y sólo grité apretando con fuerza mis piernas contra él: ¡Arre!
Estaba tan
excitada y nerviosa, tan deseosa de abarcar nuevos horizontes y sensaciones,
tan maravillada de montar por primera vez en un caballo pintado de burro, que
olvidé por completo coger las riendas. Sólo al atravesar las eras me di cuenta
de que el cuadrúpedo las iba pisando.
-Burro -le
dije al lado de una oreja a las cuales iba agarrada- ¡tenemos un problema pero
tú no te asustes!. Burro... oye mira ¿qué te parece si te llamo Furia o
Platero? Que dices que mejor Platero. Venga pues. Platero, ves esos casillos a
la izquierda... ¿sí? Pues tuerce para allá.
Yo le
torcía la oreja izquierda emulando a papá cuando daba al intermitente para que
el seiscientos girar.
Pero
Platero seguía por un sendero, como si se lo supiera de memoria, todo recto.
-De acuerdo
¡tú sigue! ¡No!, no, mejor para. Sí, sí, mejor para -pero el burro seguía a lo
suyo- ¡PARA! Que pares Platero te digo que me quiero bajar -mas el burro no
paraba. -Tú lo has querido, Platero, te trataré como lo que eres: un burro, ni caballo disfrazado, ni porras, eres
un b u r r o. ¡Sóóó burroooo! Pero para, por Juan Ramón Jiménez te lo pido so
burro...
Y nada que
hacer, el burro que se convertía en asno, sin riendas no obedecía. Yo volvía la
cabeza de vez en cuando, y miraba con angustia las casas del pueblo que apenas
se veían ya. El pánico empezaba a sustituir a mi cabreo cuando vi aproximarse
al tío Cirilo por el sendero. Me sequé algunas lágrimas rebeldes con el dorso
de una mano y cuando estuvo cerca de mí, le pedí que por el amor de Dios frenara
a aquel bicho. Cogió las riendas y al momento Platero paró. Me ayudo a bajar,
le di las buenas tardes y se fue. Yo me quedé, dueña de la situación y de las
riendas, mirando fijamente a los ojos del borriquillo.
-¡A tu
casa ahora mismo! Eres el burro más malo y desobediente que conozco y no te voy
a hablar en la vida.
Al verano
siguiente lo primero que hice al llegar al pueblo, fue ir a buscarle a su
cuadra.
Ya no
estaba.
Seguía
lloviendo.
Me sentía
miserable, endeble, una mierda de mujer, porque me había caído por la mañana
cuando entraba a la consulta de la doctora después de acabar mi sesión de
rehabilitación. Le había dicho a mamá que me esperara fuera, que podía entrar
sola. Y una pierna se me adelantó, mi mano no encontró apoyo... o yo que sé. Todo
el mundo me vio. La doctora me había dicho que rompiera con la costumbre de
buscar explicación a las caídas porque no la tenían.
No me
había hecho daño, sin embargo, me sentía tan mal que sólo una buena dosis de
ternura o empacho de merengue, ayudaban a aliviarme. Platero y yo y el
recuerdo de mi otro Platero, me habían acariciado por un rato, pero las gotas
de lluvia que lamían el cristal de la ventana me seguían contagiando su
tristeza. Ni siquiera el recorte de periódico con el anuncio de una inmobiliaria
que construía apartamentos y guardaba con celo en el bolsillo del pantalón, ni
la camisita de bebé que encontré entre mis antiguas labores del colegio me
animaban, y empecé a llorar al unísono que el paraguas de Valeria goteaba un
arroyo de lluvia. Me refugié en mi habitación y tumbada en la cama, derrotada
sobre una almohada de llantos, le pedí a mi hermana que me dejara sola; venía
de la Universidad
y aunque era consciente que le dolía verme así, a mí, en aquel momento, me
dolía vivir.
Busqué a
mi oso, y abrazada a él, intentaba diluir, olvidar, enterrar, el motivo por el
que había ido aquella mañana a la consulta de la doctora y había querido que mi
madre esperara en el pasillo.
“No; no;
no; no. Eso no por favor”.
Me puse
mirando al techo, el llanto me estaba ahogando. Alcé las piernas y comencé a
pedalear con rabia el aire. “¡Qué coño sabrás tú! Sólo eres un fisioterapeuta,
la doctora no tiene que informarme de nada”. Y en verdad no me había informado
porque no le pregunté nada.
Seguía
lloviendo..., demasiado.
Dos días
después, Juan y yo, fuimos a visitar la inmobiliaria del anuncio. Nos
entusiasmaron los planos de un pequeño apartamento de sesenta metros cuadrados,
con garaje y trastero. El apartamento estaba casi acabado y el precio no se
alejaba mucho de nuestro presupuesto.
Al día
siguiente fuimos a verlo.
El
edificio de apartamentos se encontraba en el centro de la ciudad, dentro del
casco antiguo. El piso que nos gustaba estaba en la primera planta, tan sólo
seis escaleras lo separaban de la calle. Contaba con dos dormitorios no muy
luminosos pero si grandes, un amplio salón, cuarto de baño y la cocina que daba
a un patio interior. Las ventanas eran de madera. El edificio tenía dos plantas
más el sótano, para garajes y trasteros.
Me enamoré
de aquel pequeño hogar. Juan también, pero siempre fue menos efusivo que yo. Lo
pensamos durante un par de días, aunque realmente no había mucho que pensar
pues llevábamos un año buscando piso, y firmamos el contrato. No consultamos a
la familia, sabíamos su reacción y el piso lo comprábamos nosotros, ambos
mayores de edad. Yo tenía veintidós años y Juan veinticuatro.
Cuando
llegamos a casa después de firmar, por separado se lo contamos a nuestras
familias. Mis padres me llamaron inconsciente, dijeron que estaba loca, pero
después de mucho patear y mostrarme su desacuerdo, como ya no podían hacer
nada, al día siguiente me ofrecieron dinero por si nos hacía falta. Imagino que
pensarían que comprar un piso no significaba casarse.
La
reacción de la familia de él no debió ser mucho mejor, pero Juan me la ocultó,
aunque su seguridad ante nosotros y nuestro futuro se iba agujereando sin yo
saberlo.
Y un día,
creo que fue al poco de celebrar nuestro tercer aniversario, a finales de Enero
de 1987...
Juan me
esperó en el portal, no subió a buscarme como hacía siempre. Cuando bajé le
besé en los labios pero no recibí respuesta.
-¿Qué te
pasa?
-Nada
Me cogió
de la cintura y fuimos hasta el coche. Entramos en silencio y cuando arrancó
volví a preguntar:
-¿Juan,
qué pasa?
El
semáforo que había a la salida del barrio se puso rojo, me miró y dijo en tono
aséptico:
-Tenemos
que hablar
-Claro... ¿de
qué?
Yo nunca
le había visto así, enfadado sí, pero nunca tan serio, frío y apesadumbrado.
-¿Ha
ocurrido algo malo?- no sabía que pensar.
Negó con
la cabeza.
Anochecía
cuando llegamos al aparcamiento de nuestro parque favorito. Apagó el motor pero
no me miró, tampoco habló. Las farolas se encendieron rompiendo la penumbra.
-Juan,
dime lo que pasa...
Cuando por
fin hablo con los ojos fijos en el volante dijo..., de su alma salió una
cascada de reproches sin fin... estaba harto de que yo prometiera que iba a ser
capaz de hacer esto o lo otro... necesitaba pruebas... Me chilló como nunca,
tenía miedo aunque no fue capaz de reconocerlo.
-Mírame
por favor... –le pedí.
Se giró,
encendió un cigarrillo y me miró a los ojos. Sus ojos estaban muy tristes.
-Yo no
tengo ninguna prueba, ni garantías tampoco de que esto saldrá bien... sólo sé
que te quiero y confío en ti y creo en ti, como pensaba... -me costaba contener
el llanto- como pienso que tú crees en mí, hasta ahora ese ha sido mi mayor
tesoro y ahí me agarraba, me agarro... pero... -y mis lágrimas tomaron vida
propia- si dudas... si ahora te vienes abajo... es mejor que lo dejemos...
porque yo también tengo miedo.
Y me besó,
me besó hasta que las estrellas nos inundaron, y entre besos y lágrimas me dijo
que no renunciaría a mí por nada del mundo. Luego, más tranquilo, me contó que
hacia días una de mis antiguas amigas había dicho a su familia que yo sería una
inútil, un vegetal, que nunca podría estar sola en casa... porque me iba a
quedar en una silla de ruedas.
La familia
de mi novio no sabía nada de mi enfermedad o casi nada -no lo oculté, no me
preguntaron-. Alguien de mi barrio les había informado hacia tiempo que a mí me
operarían, como hacía muchísimos años a mi madre, y me quedaría bien (los dimes
y diretes de la gente nunca dejaran de sorprenderme).
No me
costó trabajo saber que amiga hacía esos galantes comentarios.
Al día siguiente,
sabiendo que Juan volvía a creer en mí, le pedí a mi hermano que me llevará en
su coche a casa de Eva, la última que se unió a la pandilla y tanto me quería
como para contarle mis miedos más profundos.
Cuando la
tuve enfrente y nos dejaron solas, le pregunté que por qué. Pero ella no sabía
de qué hablaba. Estuvo un rato negándome todo hasta que dije que era una jodía
mentirosa, entonces dijo que todo lo que había dicho era verdad... Levanté mi
mano y la bofetada que no le pude dar, me dolió más a mí que a ella. Intentando
contener las lágrimas que corrían por mis mejillas sin ningún control, le dije
que sabía que todo era verdad, que yo nunca quise ocultar nada ni lo había
hecho, la vida transcurría así y ya está, pero yo sólo necesitaba que creyeran
en mí... por lo menos los que me querían.
Y me di
cuenta que cada vez me quería menos gente.
A Juan no
le conté que mi dolor por ser consciente de lo que tenía iba mucho más allá,
hasta casi destruir mi propia esencia, ni que me moría un poco más, cada vez
que papá insistía en que pidiera a la constructora unas puertas más anchas en
nuestro piso para la silla de ruedas.
No le
conté nada, no le quería cargar. Todo estaba bien. Anulé mis sentimientos, los
que dolían, pero estaba demasiado insegura para anularlos por completo, sólo
los retiré.
Mas el
reloj no se detenía, y aunque lloviera o hiciera sol, siempre acababa
amaneciendo.
Durante
los meses de espera para tener un techo que compartir, nuestro amor se
fortaleció. Y a mediados del mes de Mayo nos dieron nuestro piso.
Aquello
trastocó todo. Las dudas, miedos e inseguridades, dieron paso a dos flamantes
jóvenes enamorados propietarios de un piso en el centro de la ciudad. Si nos
hubiera tocado la lotería no hubiéramos sido tan felices. Los alumnos de mis
clases lo celebraron conmigo, también la pequeña Sofía, a mis hermanos les daba
igual y mis padres, cuando lo vieron dijeron que no estaba mal, la familia de
Juan dijo lo mismo. Y nosotros, cuando nos supimos olvidarnos de los demás,
cerramos los ojos y nos dejamos seducir por realidades ensoñadas. Pero
realidades que comenzábamos a tocar.
1 comentario:
la parte final del capitulo 7 está el archivo
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