-Estás preciosa –dijeron
levantándome el velo y besándome en la frente.
Enlacé mi brazo con el del
padrino y bajamos las seis escaleras que nos separaban de la calle. Sofía ya
estaba en el coche. Un coche adornado de flores blancas como las pequeñas rosas
de mi ramo de novia.
Hacía sol. El día, inundado de
felicidad reprimida, traía briznas de esperanzas que invisibles manos lanzaban
sobre mí.
Juan esperaba junto a su madre
y otras personas en la puerta de la iglesia de san Antonio. A la una en punto
un amplio coche blanco, engalanado de cuento de hadas, se detuvo junto a la
iglesia. Juan se adelantó a todos, abrió la puerta del coche y dándome su mano
me ayudó a descender. Nunca le había visto tan guapo.
Una hermana de mamá se encargó
de colocarme la cola del vestido y de subir, las cuatro escaleras del pórtico
detrás de mí –por si un tacón se me doblaba, pero eso sólo lo sabíamos ella y
yo-.
el día de mi boda |
Ante el altar, y sin reconocer
a ninguno de los invitados salvo a los padrinos, mi padre y su madre, a Juan y
al sacerdote, dio comienzo una nueva vida para mí.
Al salir de la iglesia unos
recién casados de corazones ígneos y almas henchidas de ilusiones, recibieron
la alegre lluvia de arroz por la que tanto habían luchado.
Y después más alegría, abrazos,
besos, lágrimas... y no mías. Un día exquisitamente ambiguo, donde al rozar la
mano de mi marido... ¡mi marido!, mi ser estallaba en pálpitos de fortuna
infinita.
A media tarde, después de una
copiosa comida ausente de castañuelas, los invitados acudieron a nuestra casa.
Y al ir a reunirnos con ellos mis pies se negaron a seguir andando con aquellos
zapatitos de salón, y Juan no dudo en cruzarme el umbral de mi nuevo hogar en
brazos, y los invitados corearon por fin: ¡Vivan los novios!
Por la noche, bajo un cielo
tachonado de estrellas, la felicidad se entretenía jugando entre mis manos.
Rodeados de los invitados más
jóvenes acudimos a una discoteca. Fue la primera vez que no me hizo falta
bailar para sentirme bien, además de que apenas podía hacerlo ya, estaba
radiantemente agotada...
-¿Cuándo es el bautizo, May?
-¿Bautizo? ¿Qué bautizo?... ah
ya..., pues cuando me quede embarazada sin lugar a dudas...
Mis hermanos se empeñaron en
vernos bailar un vals ya que después de la comida no había habido baile. Desde
la cabina del discjockey nos felicitaron y vaciaron la pista.
-¿Te atreves? –me preguntó
Juan.
-Hoy a todo.
Salimos a la pista y bailamos
extasiados sin poder dejar de mirarnos a los ojos. Barimas y su Padam, padam adornaron nuestro cuento.
Undostres, undostres, undostres. Girábamos, girábamos, girábamos. No apoyes los
talones. Y mi cintura se estremecía en cada giro bajo la mano de mi marido.
Undostres, undostres, undostres...
Valeria y Pedro aplaudían
mientras gritaban: ¡Vivan los novios!
Durante la madrugada, cuando
por fin logramos escapar a nuestro pequeño castillo, una luna callada brindó
con nosotros. Y medias de seda se deslizaron lentamente por pieles húmedas. Y
deliciosas ropas de encaje cayeron al suelo junto a un blanco y casto vestido
de novia, y desnudos de miedos, mientras la luz rosácea de la alborada se
asomaba tímidamente por la ventana, vestimos de deseo, lujuria, ternura y fantasía,
un lecho nupcial.
Y volvió la media noche, nueve
lunas se amaron, dos bocas se encontraron, y nació un nuevo sol…
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