Claridad, la novela

jueves, 21 de julio de 2016

10-III


En el gimnasio caminaba ayudada por un andador. El largo pasillo que desde la sala de espera del hospital tenía que recorrer hasta llegar allí, querían que lo hiciera en una silla de ruedas. Me había negado, porque aunque ello sería más rápido y seguro como decían, también sería mi final, y nadie lo entendía. Temían que me cayera y el auxiliar que me acompañaba cargara con las culpas. Eso era absurdo. Yo jamás denunciaría a nadie si me caía. Ni tan siquiera podía denunciar al destino, ni a Dios. Pero que el trabajador que me acompañaba, si me llevaba en una silla de ruedas perdiera menos tiempo que si vigilaba mis torpes pasos, eso me parecía inhumano. Tenían mucho trabajo, lo sabía, pero yo también pagaba la Seguridad Social.

Aquella angustia en la que se había convertido mantener mi decisión de no usar una silla, duró poco, enseguida me dieron el alta. Había demasiados pacientes sin una enfermedad crónica. A mí nadie me podía curar.

Días antes de partir hacia Málaga, como el verano anterior, Olga, una de mis amigas de mi época de soltera, vino a verme. Hablábamos con la misma confianza de antes, de siempre, no habían pasado los años...

-Por fin me caso, pero no sé...

-¿No sabes qué?

-No estoy segura de...

-¿De qué, Olga?

-No sé lo que es un... orgasmo.

-¿Tú estás tonta o qué? Venga no digas tonterías. Que eso lo diga una mujer mayor, me lo creo, ¡pero tú!

-Te lo digo en serio, a nadie más me atrevo a decírselo, creo que voy a meter la pata.

-¿No le quieres?

-Claro que le quiero, May

-¿Entonces?

-Pues que no sé si lo que siento cuando estamos... ya sabes. O dejas de reírte o no sigo.

-Perdona, Olga. Sigue, sigue.

-Pues que no sé si lo que siento es todo lo que se tiene que sentir en un orgasmo.

-Ajá

-¿Tú qué opinas?

-¿Yo?... Pues mira, una mujer que conocí hace muchos años cuando le preguntaban sobre su noche de bodas, decía: lo poco agrada y lo mucho cansa...

-¡Eso te lo acabas de inventar!

-Sí, pero el refrán te lo he dicho bien.

-Y... ¿qué tiene que ver con lo que he preguntado?

-Nada, pero si le das la vuelta... Es que como el refranero es un pozo de sabiduría y desde que me casé me arrimo a él por si se me pega algo, he echado mano de uno...

-Pero...

La conversación se embrolló de tal forma que, sólo le pusimos cierto orden hablando del placer y de los distintos grados del mismo. Cuando pudimos dejar de reírnos fui a la cocina a por un par de refrescos. Al cerrar el frigorífico mis rodillas se doblaron y me estampé en el suelo.

Olga corrió hacia la cocina.

-¿Estás bien? -me preguntó poniéndose a mi altura.

-Sí, no se ha roto nada -dije comprobando que la botella de cristal seguía intacta.

-¿Te has hecho daño?

Negué con la cabeza, pero al ayudarme a ponerme de pie un fuerte dolor me volvió a doblar las rodillas.

-Es mejor que me quede sentada en el suelo hasta que se pase.

-Vale, me sentaré contigo -dijo mientras preparaba los refrescos y los bajaba al suelo -¿Te pasa esto mucho, May?

-No, es la segunda vez que me ocurre.

-Y te duele, ¿verdad?

-Es más dolor interior que físico.

-¿Te acuerdas de Matías, el amigo de mi hermano?

-Vagamente, ¿por qué?

-Tuvo un accidente de tráfico y se ha quedado parapléjico. De un día para otro su vida ha dado un giro de ciento ochenta grados, ahora va en una silla de ruedas. Eso es mucho más duro que lo que te está pasando a ti.

-No Olga, no es más duro, tan sólo es diferente. No se puede medir el dolor que siente Matías con el dolor que siento yo...

-Pero tú sabías desde hace mucho que algún día...

-Y tú sabes desde que tienes uso de razón que algún día morirás.

-No seas pájaro de mal agüero, May.

-Lo mismo te podría decir... Mira, lo que a mí me está pasando es algo que sé desde hace mucho, pero nunca lo he aceptado, ni aceptaré una silla de ruedas hasta que no pueda andar -me mordía los labios y Olga apretó mi mano- que lo supiera, no quiere decir que duela menos... quizás más, y no te puedo explicar por qué. El dolor no tiene medida. Ni el dolor, ni el amor, ni el placer... ni los orgasmos.

Y sonriendo, le pedí que me ayudara a levantarme.

-Pero ¿a qué tú si sabes lo que es un orgasmo?

-No crees que en ésta vida ya me ha tocado sufrir bastante, no voy a tener problemas en todos los terrenos... Déjame en paz, gordita.

-¿Estás bien ya?

Asentí.

-Pues me voy que tengo mucho que hacer. Te quiero bonita, ¿vendréis a mi boda?

-Por supuesto.


El idílico verano del 90 que, de nuevo pasamos en la costa del sol, a punto estuvo de acabar con una precipitada vuelta a casa.
La brisa, el mar, las terrazas nocturnas, la luna, el sol, la piel morena, nadar, reír, jugar, los celos, el aire, las estrellas, faralaes, alegría, caballos, Andalucía, andaluz, andaluces, sueños, esperanzas, anhelos, tesón, fuerza... ¡mi brazo!

El codo derecho se volvió a salir de la forma más tonta que nadie pueda imaginar.
Sentada en un banco con el sol cayendo en vertical sobre mis hombros desnudos, me desplazaba, sin ponerme de pie, hacia la pequeña sombra que regalaba una palmera. Al apoyarme en el brazo derecho según me movía, el codo se salió. Juan estaba aparcando el coche. Con los ojos muy abiertos observaba estupefacta mi brazo. Un intenso zumbido en los oídos me hacía encontrarme muy mal. Veía a mi marido distorsionado mientras cruzaba una carretera. Todo se nublaba a mi alrededor y me daban cachetes en la cara. No perdí el sentido y me hubiera gustado perderlo cuando por fin encontramos un hospital y me colocaron el codo en su sitio.

A Juan le costaba creer que el codo se hubiera salido sin caerme, al doctor que me atendió en urgencias, no. Además nos informó que igual se podía salir de nuevo al día siguiente, o el codo podría seguir en su lugar y no salirse hasta dentro de tres años, o tal vez nunca más. El problema era que yo usaba mucho los brazos, forzaba demasiado los huesos. Una vez que se ha salido un hueso del cuerpo, con suerte no se sale más, con menos suerte se vuelve a salir cuando menos te lo esperas. Y mi suerte siempre fue quebradiza. La única solución: no hacer fuerza con el brazo derecho estirado, tener mucho cuidado con su postura  cuando hiciera un esfuerzo.

No me escayolaron, tan sólo pusieron una venda, y mi marido se encargó de mimarme exageradamente los días que nos quedaban de playa. Mi única misión: hacerle feliz ignorando nuestra mala fortuna, pero siendo muy consciente de un nuevo problema.

En Octubre acudimos a la boda de Olga y José.
Pasamos todo un día con mis amigas de antes, que seguían siendo como siempre, pero tremendamente diferentes, o ya no teníamos temas de conversación comunes, o era la primera vez que me veían asustada y eso las alejaba de mí aunque estuvieran a mi lado.
Porque yo tenía miedo. Me sentía aislada, en una barca a la deriva; sólo la mano de Juan impedía que me perdiera en la tormenta. Tenía miedo siempre a caerme, las rodillas se doblaban sin avisar aunque mi marido me sujetara de la cintura. Ya no quería salir de casa. Tenía miedo porque cada vez me resultaba más difícil negar la evidencia, lo que se avecinaba, si no me rompía antes las rodillas. Tenía miedo porque estaba cansada de sonreír, de ser yo la que animara a todos...
Cansada de ser fuerte.

Al comenzar el Otoño me había vuelto a caer, y a partir de ahí, las caídas fueron muy seguidas. Seguí dando clase, seguía con mi vida normal ocultando las caídas, los cardenales, los dolores, las lágrimas... Perdiéndome en los sueños fáciles de las novelas románticas, siempre junto a mi gatita; envidiando a todas las protagonistas de las revistas del corazón, llorando sus miserias y aplaudiendo sus triunfos, ellas vivían, tenían hijos, llevaban tacones, acudían a fiestas, y yo sólo me moría de envidia. Pero siempre guardaba la mejor sonrisa y el mejor momento del día para cuando llegaba mi marido... mi refugio.
Me sentía tremendamente sola y triste. Aprendí a mentir como nadie diciendo que todo estaba bien, pero el día de la boda de Olga, a mis amigas de siempre no las pude engañar, o las engañé demasiado y pensaron que ya no me conocían.
Con Juan, los engaños tampoco funcionaban muy bien, sobre todo cuando por la noche se despertaba y me encontraba sentada en el suelo abrazando mis piernas, en un rincón...

...La música callaba... Una letra de canción crecía y tomaba vida en mis entrañas, Luis Eduardo Aute cantaba mientras miraba a un mar calmoso y un cielo sin estrellas, yo estaba sentada cerca de él, sobre el agua, mas no cantaba, algo sellaba mi voz, sólo movía los labios mientras lloraba hacia dentro... y la música volvía a hablar...


“Si te dijera, amor mío,
que temo a la madrugada,
no s
é qué estrellas son estas
que hieren como amenazas,
ni s
é qué sangra la luna
al filo de su guadaña.
Presiento que tras la noche
vendr
á la noche más larga,
quiero que no me abandones
amor mío, al alba.

Los hijos que no tuvimos
se esconden en las cloacas,
comen las últimas flores,
parece que adivinaran
que el día que se avecina
viene con hambre atrasada.
Presiento que tras la noche...

Miles de buitres callados
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.
Presiento que tras la noche..."
 
Los ojos de mi marido me encontraban perdida en laberintos de miedos y me guiaban a nuestra cama. Sólo su amor me ataba a este mundo.


En Navidad, mi padre y Juan se encargaron de solicitar, tramitar y rellenar papeles, para adquirir una silla de ruedas.

Fue como si me saliera de mi cuerpo, sentara en primera fila, y observara una película que nada tenía que ver conmigo.

A todos les dolía sobremanera mi situación, la silla que se avecinaba, y yo, desde la primera fila de una sala en penumbra les animaba.

-Va a ser muy difícil verte en una silla de ruedas -me decían algunos.

Mientras comía palomitas de indiferencia y seguía mirando una película llena de fotos que iban perdiendo color, gritaba a más de un pelele vestido de persona y con visera de dolor ajeno:

-Ya veras como no... si acaso la primera impresión... 

25 de Diciembre de 1990

Anoche lloré de emoción porque volví a sentir cerca de mí a Dios. Más dentro que nunca. Desde que me casé no he vuelto a ir a la Misa del Gallo, y anoche me di cuenta que no me hace falta ir a la Iglesia para tocar a Dios, porque anoche estaba a mi lado, naciendo dentro de mí.

...Estas son las Navidades más raras de toda mi vida... ni siquiera he adornado la casa, sólo mi alma de tristeza, aunque llevo puesta la nariz de payaso, como siempre...

Siento que todo llega a su fin... como la canción de la que se ha adueñado mi alma. “Todo da igual... ya nada importa... todo tiene su fin...”
Cuando le digo a Juan que me deje, que siga su vida sin mí, se enfada... todo sería tan fácil si volviéramos a empezar en otro lugar donde nadie me conociera, donde la primera vez que me vieran fuera sobre una silla de ruedas, donde no tuviera que explicar a nadie porqué a mis veintiséis años ya no puedo andar ni tan siquiera mal y...

¡Ayúdame, Dios mío!

No puedo seguir escribiendo...

                                            ******
          
Y llegó 1991. Capicúa y decisivo. Y desde sus primeros días sembró de un frío seco mi pequeño mundo. Y aquel veintiuno de Enero vino con él; aquél día que taché del calendario de la vida como el último; aquella mañana, en la que me trajeron mi silla de ruedas...`
 
...Enervantes rayos de sol se colaban por la pequeña ventana sin permiso. Apoyada en el dintel de la puerta, mi barbilla temblaba y apretaba los dientes con rabia pero..., no debía llorar. Los brazos rodeaban mi cintura, apretaban tanto que me dejaban sin aire, o era el aire el que me dejaba sin nada. Oía cantar a unos niños en el patio y quería gritarles que se fueran corriendo...

Luego, el tiempo se rompió y todo dejó de tener sentido. O quizá, nunca lo tuvo.

Algo golpeaba mis sienes sin descanso, como cuando me quiero despertar de un mal sueño, pero ésta vez estaba despierta; aunque quisiera pensar que aquello no estaba ocurriendo, no podía. Una fortaleza de papel se desvanecía mientras la amarga realidad crecía. La esperanza huía a trompicones detrás de la ilusión... me quedaba sola. El atroz destino tendía sus esposas y yo le pedía que me perdonara, que me llevara a otro tiempo, que volvería a nacer y buscaría un nuevo autor para mí sin que nadie se diese cuenta...


¡Basta ya!

No quería seguir cenando con don Friedreich, pero no encontraba el libro de reclamaciones del destino
 

Papá y mi marido me observaban. Yo miraba a la gatita que olía aquella cosa. Sólo era un asiento con ruedas que se podía doblar y no ocupaba sitio, también se doblaba el respaldo, se quitaban las ruedas y era muy fácil de meter en el coche... Decían.

Mi padre se sentó en ella, luego Juan quiso probar, y luego..., desde algún lugar remoto oí que me llamaban para que la probara yo. Me acerqué titubeando, apoyándome en el mueble de la televisión, la garganta me abrasaba porque ya no podía seguir tragando más lágrimas, pero no se como sonreí al unísono que un rayo gritando “ya no hay marcha atrás” caía sobre mí y me hacía sentar en la silla de ruedas.

Miré al suelo tragando todas las lágrimas de mis veintiséis años y vi a la gata que me miraba. Seguía olisqueando el aire y movía una oreja. Y no sé por qué moví las ruedas con mis brazos y salí persiguiéndola por toda la casa, sus reacciones siempre me hacían reír y su veloz huida, ante una May que se movía más deprisa que nunca, reventó mi dolor en carcajadas...

Aquello fue lo único que impidió que nos hundiéramos: el sonido de mi risa. Que nos hundiéramos los dos hombres que más me querían en la vida, y yo. Mi padre y mi marido. Si yo me hundía, se hundían ellos conmigo...

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