En el
gimnasio caminaba ayudada por un andador. El largo pasillo que desde la sala de
espera del hospital tenía que recorrer hasta llegar allí, querían que lo
hiciera en una silla de ruedas. Me había negado, porque aunque ello sería más
rápido y seguro como decían, también sería mi final, y nadie lo entendía.
Temían que me cayera y el auxiliar que me acompañaba cargara con las culpas.
Eso era absurdo. Yo jamás denunciaría a nadie si me caía. Ni tan siquiera podía
denunciar al destino, ni a Dios. Pero que el trabajador que me acompañaba, si
me llevaba en una silla de ruedas perdiera menos tiempo que si vigilaba mis
torpes pasos, eso me parecía inhumano. Tenían mucho trabajo, lo sabía, pero yo
también pagaba la
Seguridad Social.
Aquella angustia
en la que se había convertido mantener mi decisión de no usar una silla, duró
poco, enseguida me dieron el alta. Había demasiados pacientes sin una
enfermedad crónica. A mí nadie me podía curar.
Días antes
de partir hacia Málaga, como el verano anterior, Olga, una de mis amigas de mi
época de soltera, vino a verme. Hablábamos con la misma confianza de antes, de
siempre, no habían pasado los años...
-Por fin
me caso, pero no sé...
-¿No sabes
qué?
-No estoy
segura de...
-¿De qué,
Olga?
-No sé lo
que es un... orgasmo.
-¿Tú estás
tonta o qué? Venga no digas tonterías. Que eso lo diga una mujer mayor, me lo
creo, ¡pero tú!
-Te lo
digo en serio, a nadie más me atrevo a decírselo, creo que voy a meter la pata.
-¿No le
quieres?
-Claro que
le quiero, May
-¿Entonces?
-Pues que
no sé si lo que siento cuando estamos... ya sabes. O dejas de reírte o no sigo.
-Perdona,
Olga. Sigue, sigue.
-Pues que
no sé si lo que siento es todo lo que se tiene que sentir en un orgasmo.
-Ajá
-¿Tú qué
opinas?
-¿Yo?... Pues
mira, una mujer que conocí hace muchos años cuando le preguntaban sobre su
noche de bodas, decía: lo poco agrada y lo mucho cansa...
-¡Eso te
lo acabas de inventar!
-Sí, pero
el refrán te lo he dicho bien.
-Y... ¿qué
tiene que ver con lo que he preguntado?
-Nada,
pero si le das la vuelta... Es que como el refranero es un pozo de sabiduría y
desde que me casé me arrimo a él por si se me pega algo, he echado mano de
uno...
-Pero...
La
conversación se embrolló de tal forma que, sólo le pusimos cierto orden
hablando del placer y de los distintos grados del mismo. Cuando pudimos dejar
de reírnos fui a la cocina a por un par de refrescos. Al cerrar el frigorífico
mis rodillas se doblaron y me estampé en el suelo.
Olga
corrió hacia la cocina.
-¿Estás
bien? -me preguntó poniéndose a mi altura.
-Sí, no se
ha roto nada -dije comprobando que la botella de cristal seguía intacta.
-¿Te has
hecho daño?
Negué con
la cabeza, pero al ayudarme a ponerme de pie un fuerte dolor me volvió a doblar
las rodillas.
-Es mejor
que me quede sentada en el suelo hasta que se pase.
-Vale, me
sentaré contigo -dijo mientras preparaba los refrescos y los bajaba al suelo -¿Te
pasa esto mucho, May?
-No, es la
segunda vez que me ocurre.
-Y te
duele, ¿verdad?
-Es más
dolor interior que físico.
-¿Te acuerdas
de Matías, el amigo de mi hermano?
-Vagamente,
¿por qué?
-Tuvo un
accidente de tráfico y se ha quedado parapléjico. De un día para otro su vida
ha dado un giro de ciento ochenta grados, ahora va en una silla de ruedas. Eso
es mucho más duro que lo que te está pasando a ti.
-No Olga,
no es más duro, tan sólo es diferente. No se puede medir el dolor que siente
Matías con el dolor que siento yo...
-Pero tú
sabías desde hace mucho que algún día...
-Y tú
sabes desde que tienes uso de razón que algún día morirás.
-No seas
pájaro de mal agüero, May.
-Lo mismo
te podría decir... Mira, lo que a mí me está pasando es algo que sé desde hace
mucho, pero nunca lo he aceptado, ni aceptaré una silla de ruedas hasta que no
pueda andar -me mordía los labios y Olga apretó mi mano- que lo supiera, no
quiere decir que duela menos... quizás más, y no te puedo explicar por qué. El
dolor no tiene medida. Ni el dolor, ni el amor, ni el placer... ni los
orgasmos.
Y
sonriendo, le pedí que me ayudara a levantarme.
-Pero ¿a
qué tú si sabes lo que es un orgasmo?
-No crees
que en ésta vida ya me ha tocado sufrir bastante, no voy a tener problemas en
todos los terrenos... Déjame en paz, gordita.
-¿Estás
bien ya?
Asentí.
-Pues me
voy que tengo mucho que hacer. Te quiero bonita, ¿vendréis a mi boda?
-Por
supuesto.
El idílico
verano del 90 que, de nuevo pasamos en la costa del sol, a punto estuvo de
acabar con una precipitada vuelta a casa.
La brisa,
el mar, las terrazas nocturnas, la luna, el sol, la piel morena, nadar, reír,
jugar, los celos, el aire, las estrellas, faralaes, alegría, caballos,
Andalucía, andaluz, andaluces, sueños, esperanzas, anhelos, tesón, fuerza... ¡mi
brazo!
El codo
derecho se volvió a salir de la forma más tonta que nadie pueda imaginar.
Sentada en
un banco con el sol cayendo en vertical sobre mis hombros desnudos, me
desplazaba, sin ponerme de pie, hacia la pequeña sombra que regalaba una
palmera. Al apoyarme en el brazo derecho según me movía, el codo se salió. Juan
estaba aparcando el coche. Con los ojos muy abiertos observaba estupefacta mi
brazo. Un intenso zumbido en los oídos me hacía encontrarme muy mal. Veía a mi
marido distorsionado mientras cruzaba una carretera. Todo se nublaba a mi
alrededor y me daban cachetes en la cara. No perdí el sentido y me hubiera
gustado perderlo cuando por fin encontramos un hospital y me colocaron el codo
en su sitio.
A Juan le
costaba creer que el codo se hubiera salido sin caerme, al doctor que me
atendió en urgencias, no. Además nos informó que igual se podía salir de nuevo
al día siguiente, o el codo podría seguir en su lugar y no salirse hasta dentro
de tres años, o tal vez nunca más. El problema era que yo usaba mucho los
brazos, forzaba demasiado los huesos. Una vez que se ha salido un hueso del
cuerpo, con suerte no se sale más, con menos suerte se vuelve a salir cuando
menos te lo esperas. Y mi suerte siempre fue quebradiza. La única solución: no
hacer fuerza con el brazo derecho estirado, tener mucho cuidado con su
postura cuando hiciera un esfuerzo.
No me
escayolaron, tan sólo pusieron una venda, y mi marido se encargó de mimarme
exageradamente los días que nos quedaban de playa. Mi única misión: hacerle
feliz ignorando nuestra mala fortuna, pero siendo muy consciente de un nuevo
problema.
En Octubre
acudimos a la boda de Olga y José.
Pasamos
todo un día con mis amigas de antes, que seguían siendo como siempre, pero
tremendamente diferentes, o ya no teníamos temas de conversación comunes, o era
la primera vez que me veían asustada y eso las alejaba de mí aunque estuvieran
a mi lado.
Porque yo
tenía miedo. Me sentía aislada, en una barca a la deriva; sólo la mano de Juan
impedía que me perdiera en la tormenta. Tenía miedo siempre a caerme, las
rodillas se doblaban sin avisar aunque mi marido me sujetara de la cintura. Ya
no quería salir de casa. Tenía miedo porque cada vez me resultaba más difícil
negar la evidencia, lo que se avecinaba, si no me rompía antes las rodillas.
Tenía miedo porque estaba cansada de sonreír, de ser yo la que animara a
todos...
Cansada de
ser fuerte.
Al
comenzar el Otoño me había vuelto a caer, y a partir de ahí, las caídas fueron
muy seguidas. Seguí dando clase, seguía con mi vida normal ocultando las
caídas, los cardenales, los dolores, las lágrimas... Perdiéndome en los sueños
fáciles de las novelas románticas, siempre junto a mi gatita; envidiando a
todas las protagonistas de las revistas del corazón, llorando sus miserias y
aplaudiendo sus triunfos, ellas vivían, tenían hijos, llevaban tacones, acudían
a fiestas, y yo sólo me moría de envidia. Pero siempre guardaba la mejor
sonrisa y el mejor momento del día para cuando llegaba mi marido... mi refugio.
Me sentía
tremendamente sola y triste. Aprendí a mentir como nadie diciendo que todo
estaba bien, pero el día de la boda de Olga, a mis amigas de siempre no las
pude engañar, o las engañé demasiado y pensaron que ya no me conocían.
Con Juan,
los engaños tampoco funcionaban muy bien, sobre todo cuando por la noche se
despertaba y me encontraba sentada en el suelo abrazando mis piernas, en un
rincón...
...La
música callaba... Una letra de canción crecía y tomaba vida en mis entrañas,
Luis Eduardo Aute cantaba mientras miraba a un mar calmoso y un cielo sin
estrellas, yo estaba sentada cerca de él, sobre el agua, mas no cantaba, algo
sellaba mi voz, sólo movía los labios mientras lloraba hacia dentro... y la
música volvía a hablar...
“Si te dijera, amor mío,
que temo a la madrugada,
no sé qué estrellas son estas
que hieren como amenazas,
ni sé qué sangra la luna
al filo de su guadaña.
Presiento que tras la noche
vendrá la noche más larga,
quiero que no me abandones
amor mío, al alba.
Los
hijos que no tuvimos
se esconden en las cloacas,
comen las últimas flores,
parece que adivinaran
que el día que se avecina
viene con hambre atrasada.
Presiento que tras la noche...
se esconden en las cloacas,
comen las últimas flores,
parece que adivinaran
que el día que se avecina
viene con hambre atrasada.
Presiento que tras la noche...
Miles
de buitres callados
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.
Presiento que tras la noche..."
van extendiendo sus alas,
no te destroza, amor mío,
esta silenciosa danza,
maldito baile de muertos,
pólvora de la mañana.
Presiento que tras la noche..."
Los ojos de mi marido me encontraban perdida en
laberintos de miedos y me guiaban a nuestra cama. Sólo su amor me ataba a este
mundo.
En
Navidad, mi padre y Juan se encargaron de solicitar, tramitar y rellenar
papeles, para adquirir una silla de ruedas.
Fue como
si me saliera de mi cuerpo, sentara en primera fila, y observara una película
que nada tenía que ver conmigo.
A todos
les dolía sobremanera mi situación, la silla que se avecinaba, y yo, desde la
primera fila de una sala en penumbra les animaba.
-Va a ser
muy difícil verte en una silla de ruedas -me decían algunos.
Mientras
comía palomitas de indiferencia y seguía mirando una película llena de fotos
que iban perdiendo color, gritaba a más de un pelele vestido de persona y con
visera de dolor ajeno:
-Ya veras
como no... si acaso la primera impresión...
25 de
Diciembre de 1990
Anoche
lloré de emoción porque volví a sentir cerca de mí a Dios. Más dentro que
nunca. Desde que me casé no he vuelto a ir a la Misa del Gallo, y anoche me di cuenta que no me
hace falta ir a la Iglesia
para tocar a Dios, porque anoche estaba a mi lado, naciendo dentro de mí.
...Estas
son las Navidades más raras de toda mi vida... ni siquiera he adornado la casa,
sólo mi alma de tristeza, aunque llevo puesta la nariz de payaso, como
siempre...
Siento que
todo llega a su fin... como la canción de la que se ha adueñado mi alma. “Todo
da igual... ya nada importa... todo tiene su fin...”
Cuando le
digo a Juan que me deje, que siga su vida sin mí, se enfada... todo sería tan
fácil si volviéramos a empezar en otro lugar donde nadie me conociera, donde la
primera vez que me vieran fuera sobre una silla de ruedas, donde no tuviera que
explicar a nadie porqué a mis veintiséis años ya no puedo andar ni tan siquiera
mal y...
¡Ayúdame,
Dios mío!
No puedo
seguir escribiendo...
******
Y llegó 1991. Capicúa y
decisivo. Y desde sus primeros días sembró de un frío seco mi pequeño mundo. Y
aquel veintiuno de Enero vino con él; aquél día que taché del calendario de la
vida como el último; aquella mañana, en la que me trajeron mi silla de
ruedas...`
...Enervantes
rayos de sol se colaban por la pequeña ventana sin permiso. Apoyada en el
dintel de la puerta, mi barbilla temblaba y apretaba los dientes con rabia pero...,
no debía llorar. Los brazos rodeaban mi cintura, apretaban tanto que me dejaban
sin aire, o era el aire el que me dejaba sin nada. Oía cantar a unos niños en
el patio y quería gritarles que se fueran corriendo...
Luego, el
tiempo se rompió y todo dejó de tener sentido. O quizá, nunca lo tuvo.
Algo
golpeaba mis sienes sin descanso, como cuando me quiero despertar de un mal
sueño, pero ésta vez estaba despierta; aunque quisiera pensar que aquello no
estaba ocurriendo, no podía. Una fortaleza de papel se desvanecía mientras la
amarga realidad crecía. La esperanza huía a trompicones detrás de la ilusión...
me quedaba sola. El atroz destino tendía sus esposas y yo le pedía que me
perdonara, que me llevara a otro tiempo, que volvería a nacer y buscaría un
nuevo autor para mí sin que nadie se diese cuenta...
¡Basta ya!
No quería
seguir cenando con don Friedreich, pero no encontraba el libro de reclamaciones
del destino
Papá y mi
marido me observaban. Yo miraba a la gatita que olía aquella cosa. Sólo era un
asiento con ruedas que se podía doblar y no ocupaba sitio, también se doblaba
el respaldo, se quitaban las ruedas y era muy fácil de meter en el coche...
Decían.
Mi padre
se sentó en ella, luego Juan quiso probar, y luego..., desde algún lugar remoto
oí que me llamaban para que la probara yo. Me acerqué titubeando, apoyándome en
el mueble de la televisión, la garganta me abrasaba porque ya no podía seguir
tragando más lágrimas, pero no se como sonreí al unísono que un rayo gritando
“ya no hay marcha atrás” caía sobre mí y me hacía sentar en la silla de ruedas.
Miré al
suelo tragando todas las lágrimas de mis veintiséis años y vi a la gata que me
miraba. Seguía olisqueando el aire y movía una oreja. Y no sé por qué moví las
ruedas con mis brazos y salí persiguiéndola por toda la casa, sus reacciones
siempre me hacían reír y su veloz huida, ante una May que se movía más deprisa
que nunca, reventó mi dolor en carcajadas...
Aquello
fue lo único que impidió que nos hundiéramos: el sonido de mi risa. Que nos hundiéramos
los dos hombres que más me querían en la vida, y yo. Mi padre y mi marido. Si
yo me hundía, se hundían ellos conmigo...
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