Los días
tan iguales y tan diferentes que siguieron a nuestro viaje de novios, fueron
pasando entre flores. Traíamos las maletas cargadas de ilusiones y Poesía, y
fue ese bagaje el que me ayudó a sortear las dificultades que entrañaba vivir
sola. Sola, prácticamente sola, pues Juan se iba a trabajar muy temprano y no
solía regresar hasta el anochecer.
Recuerdo
que durante aquellos días en los que estrenaba una nueva vida, una nueva vida
que sólo un soñador pudo escribir para mí, me solían preguntar que cuando se me
iba a poner cara de mujer casada. Como yo no sabía cómo era esa cara, sólo se
me ocurría contestar que cuando me aburriera.
Pero la
vida de recién casada era todo menos aburrida.
Casi
amaneciendo se levantaba Juan para ir a trabajar. Me levantaba y desayunaba con
él, le daba un beso y volvía a la cama sin abrir los ojos. No por mucho
madrugar... veras a las vacas en camisón. Así que, hasta las nueve de la mañana
no empezaba mi día.
Mi madre
venía a casa, me ayudaba haciéndome las tareas más gordas y nos íbamos al
hospital, al gimnasio.
Luego
preparaba la comida siguiendo paso a paso las recetas, pero por más que me
empeñaba nada me salía igual que a mamá. Si venía Juan a comer, hacía algo
elaborado y a ambos nos parecía verdaderamente delicioso lo que comíamos. O al
menos se podía comer.
Si no
venía Juan, para mí sola hacía cualquier cosa rápida. Como no tuve la
obligación de hacer la comida a nadie, me faltó el motivo para aprender a
cocinar. Para adentrarme con mimo y ganas en el arte culinario, aunque entonces
ni por asomo sospechara que aquello de usar cacharros, manipular alimentos y
ponerlo todo sobre el fuego, se pudiera hacer con mimo, con amor, ni mucho
menos que todo ello pudiera tener algo que ver con el arte.
Yo sólo
sabía que después tenía que fregar.
Las tardes
eran para mí.
Trasladé
las clases de Inglés a mi nuevo hogar. Aquel año tuve más alumnos que nunca.
Después de las clases cogía la bicicleta estática y pedaleaba más de media
hora, luego, sentaba en el suelo jugaba con una pelota (me costaba, no lanzarla
al aire pero sí recogerla, por lo que me pasaba bastante tiempo recorriendo a
gatas el amplio cuarto de estar, de uso más que múltiple). Las piernas, mis
rodillas, cada vez me dolían más al andar, pero era demasiado feliz para tener
en cuenta aquellas minucias.
Y aunque a
veces notaba un amago de vacío pensando en mis padres y hermanos, cuando el
albor de la noche se colaba por la ventana abierta y oía la llave de la puerta,
me levantaba del suelo y apoyándome ligeramente en la pared corría (sólo
andaba, pero en mi interior corría) hacia la puerta de la calle.
Y empezaba
la fiesta.
Cuando
llevaba casi un mes saliendo victoriosa de mi feliz, pero insolente osadía de
empezar a crear un matrimonio que no vivía sólo de sueños, el abuelo murió. Era
la primera vez que me enfrentaba a la muerte, y la presencia de la dama negra
enlutó mi felicidad.
Los
tañidos secos, contundentes y solitarios, del campanario de la Iglesia del pueblo,
aquellos lamentos llamando a muerto, se hincaron como cuchillos afilados en mí.
Y lloré perdida en el dolor. Puerilmente me quejaba porque mi abuelo no había
estado conmigo el día más importante de mi vida, pero toda ingenuidad se quebró
cuando le metieron bajo tierra...
Y esos
golpes en el aire que no cesaban, que no callaban. Tam, tam, tam...
Las
plañideras del lugar dejaron sus sollozos a un lado cuando supieron que el
novio de la pobre May, aquél que no la soltaba de la mano, ya no era su novio
sino su marido, y sonrientes nos felicitaron, y después volvieron a llorar. Y a
mis veintitrés años empecé a sospechar que la hipocresía reinaba en el mundo.
Cuando
pude dejar de llorar, ya lejos del cementerio, me di cuenta que mi existencia y
la del abuelo habían transcurrido tan deprisa que, nunca se me ocurrió pararme,
cogerle las manos, mirarle a los ojos y decirle que le quería. Me dolía muy
hondo no haberlo hecho el último día que le vi, y me sentía mal por haber sido
feliz mientras él sufría.
¡Qué
difícil es vivir!
Mas la
vida, el mayor espectáculo del mundo, seguía, tenía... Siempre ha de seguir.
El verano
del 88 fue excesivamente caluroso. Yo, que había odiado estudiar durante los
meses del estío, me tocaba enseñar cuando más apretaba el calor. Gusto con
sarna no pica.
Sentada
encima de la enorme mesa de madera que presidía la alargada cocina, con las
piernas colgando y apoyando mi espalda en las baldosas de la pared en busca de
su frescor, escuchaba la radio. Un consultorio sentimental. Hacía tiempo, y
descansaba hasta que a media tarde llegaban “mis chicos”.
Pensaba en
todo lo que habíamos tenido que pasar para casarnos, me parecía ridículo,
ridículo..., “¡Qué bien me queda el anillo!, se lo enseño a todo el mundo pero
muchos no lo ven. Tres meses de casada... siento vértigo al imaginar si llevaré
alguna vez cinco años ¡Qué rápido pasa el tiempo! Ya debo ser doña, pero no quiero
ser nunca la parienta de nadie y mucho menos de Juan, claro que como no tengo
cara de mujer casada imagino que no lo seré... ¡Qué carajo! ¿Cómo será esa
cara...?”.
Y me
imaginé escribiendo al consultorio que seguía escuchando:
“Hola,
buenas tardes; voy a contarle lo que me ha ocurrido esta mañana para que vea
hasta donde llega la imbecilidad de esa gente que te hace sentir menos válida
de verdad.
Cuando he
salido de rehabilitación -no me pasa nada porque sé, sin saber que sé,
relativizar la desgracia, pero es mejor que se olvide de esta expresión porque
no tengo ni idea de dónde me ha llovido- estaba esperando con mi madre -ella me
tiene que acompañar porque no puedo andar sola, pero no pasa nada, al menos a
mí. Me cuesta, no se crea, pero aprendo a aceptar mis limitaciones- y más
mujeres a la ambulancia -ambulancia colectiva que nos lleva al hospital-, eran
casi las dos.
Esperábamos
en el interior del edificio, cerca de la puerta principal, cuando ha pasado una
mujer vestida de prisas y a modo de saludo, ha dicho: ¡las horas que son y la
comida sin hacer! Y a mí se me ha escapado: yo también la tengo sin hacer. Y
mira a mi madre, la señora ésta, y dice: ¡Qué rica la niña, la pobre, dice que
ella tampoco la tiene hecha!
¡Carajo!
Si se
puede estrangular con la mirada, confieso que la he matado. Quizá me compense
tener esta cara de cría cuando tenga cincuenta años ¡pero lo que es ahora!
Luego la
ambulancia me ha dejado en la puerta de mi casa, y como era muy tarde ha
llevado a mamá a la suya. Me he preparado una ensalada con los huevos que cocí
anoche, atún y lechuga, he recogido la
cocina... ¡El timbre!
Llaman a
la puerta. Lamento no acabar la carta y apagar la radio”.
En Agosto,
como era imposible aguantar el calor en la ciudad, aceptamos la invitación de
unos familiares, y aprovechando las vacaciones de Juan, nos fuimos quince días
a Torrevieja.
Aquellos
días de caluroso descanso bañados en el mar, creí encontrarme en la plenitud de
mi vida, en el clímax de la felicidad.
Paseos en
barca arrullados por una imperceptible marea que nos alejaba del tropel de
gente que tomaba el sol tirada en la arena. Paseos solitarios a la luz de la
luna por la orilla del mar. Paseos cautelosos sobre pequeños acantilados
mientras oteábamos un horizonte de proyectos y esperanzas, y sentados en las
rocas, oíamos el constante romper de las olas debajo mismo de nuestros pies.
Paseos por las nubes acompañados de confidencias, risas, caricias, besos,
susurros, y te quieros.
Tú y yo; yo y tú.
Una pareja
de gaviotas volando hacia la eternidad.
Rodeada
por el doble amor que recibía, el de mi marido y mi familia, si al regresar a
casa me hubieran preguntado “¿de dónde vienes?”, sin dudarlo hubiera dicho “del
paraíso.
3 de
Septiembre de 1988
Querido
querido, queridísimo diario, si supieras que esta mañana cuando Juan y yo te
hemos encontrado mientras colocábamos el trastero se me han escapado las
lágrimas, adivinarías cuanto te quiero. Pero ya estás aquí, conmigo, en mi
nueva casa.
Te he
echado de menos, pero es como si no nos hubiéramos separado nunca, porque
cuando le hablo a mi corazón es como si te hablara a ti.
Estoy muy
morena porque vinimos hace una semana de la playa, pero echaba de menos mi
casa. ¡Soy tan feliz! Esto del matrimonio es el mejor invento del mundo. Si no fuera
porque..., no te lo vas a creer pero parece que desde que me he casado he
subido puestos en el “ranking social”. Sí. La gente me mira de otra forma, pero
toda la gente, es como si por el hecho de estar casada, ahora, tuviera una
importancia que antes no tenía. Imagino que pensaran que un hombre “normal” no
va a desperdiciar su vida conmigo si no tuviera algo que los demás no han visto
todavía... Pero ¿sabes?, creo que voy a
menguar la actividad de mi mente, no me gusta pensar tanto, me deja un sabor amargo
darme cuenta de todo esto... ¡ Me parece patético!
Mas si no
me doy cuenta de eso, estar casada con Juan es lo más grande que me podía
pasar. Hasta el saber que vivo con una enfermedad ha pasado a un segundo plano,
tal que si la hubiera olvidado. Pero no te preocupes, sé que ella no se ha
olvidado de mí. Hago toda la gimnasia, y como si me hubieran hecho una limpieza
de disco duro, he recordado que una vez me dijeron que tenía que usar mucho las
manos. Lo hago. Juego a la pelota y estoy pensando... bueno verás, es que el
otro día en casa de los padres de Juan, una de sus hermanas hacía un puzzle
enorme y como encontré una ficha, fui a ponerla, y no pude. No pude, querido
diario, porque el brazo y la mano empezaron a temblar, me falló la coordinación
y no pude casar la ficha. Creo que nadie se dio cuenta. Y por eso estoy
pensando o mejor, acabo de decidir que me voy a comprar un puzzle de mil piezas
para hacerlo yo sola. A ver quién puede más, si el puzzle o yo.
Además, es
que a veces me siento un poco sola, el día es demasiado largo. No paro, pero
casi siempre estoy sola ¡si pudiera salir a pasear aunque fueran sólo cinco
minutos! Pero no. No quiero depender de nadie. Estoy bien en mi casa y punto.
Valeria viene de vez en cuando, Mini con la niña también, Pedro y su novia un
poco menos, pero el día es demasiado largo y más ahora que son las fiestas.
Huele a pólvora, no paran de tirar cohetes, y los dientes me rozan el suelo
cuando veo a las charangas desde la ventana.
Necesito
estar más ocupada.
Juan está
haciendo la cena. Anoche, al freír un huevo, me salto aceite a la cara y al
retirarme me caí, menos mal que nunca agarro la sartén que si no... No lo
quiero pensar, pero creo que le he cogido miedo al aceite.
******
La ciudad
y los pueblos cercanos bullían de
animación y allí estuvimos. Salíamos todos los fines de semana, aunque ya no
podía bailar y cada vez me cansaba más al andar.
Juan me
había enseñado a coger una escopeta, y en las casetas de tiro ambos nos
quedábamos estupefactos al comprobar mi buena puntería, eso sí, mientras yo
disparaba él se colocaba detrás de mí para que el impacto de la escopetilla no
me tirara al suelo.
Claro que
mi puntería con los dardos no era igual. Y ahí se dejaba ver el problema de
coordinación. Tapado siempre con alegría, simulado por ridícula torpeza.
Cogía un
dardo y después de dudar durante varios minutos, decía:
-No puedo,
me da cosa. Oye, como no te quites de ahí no tiro.
Y el chico
que había dentro de la caseta me miraba con cara de “¿es a mí? ¡Es imposible
que me des!”
-O té
quitas o no tiro.
Y no le
quedaba más remedio que quitarse. Mi brazo se colocaba reflexivamente al lado
de la cabeza, contaba tres y lanzaba. El culo de la Pepona nunca protestó.
La ataxia
de Friedreich seguía marcando terreno, la Vida ganando batallas.
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