Mis padres
se dieron cuenta enseguida de que llevaba un anillo de compromiso, aunque yo no
les dije nada. Me preguntaron mientras
comíamos un día cualquiera y no supe que decir, bueno sí, pero titubeé en la
respuesta porque algo dentro de mí me decía que tocaba un terreno delicado.
-¡Ah, el
anillo! Pues en realidad no quiere decir nada... a parte de que somos novios...
que nos queremos -y mirando mi plato, sin atreverme a alzar los ojos, dije- y
bueno pues imagino que algún día nos casaremos, como todos los novios.
Silencio.
Incomodidad. Frustración. Ganas de salir corriendo.
Valeria,
intentado romper el halo de tristeza que circundó nuestra cocina -donde
comíamos si no estaban los abuelos-, comentó que a ella le encantaría ir de
boda. Papá dijo que no quería volver a oír nada de casorios y enseguida, sin
tomar café, se levantó de la mesa.
Mamá
mientras pelaba una naranja me dijo sin mirarme a los ojos:
-Antes de
casarte tendrás que curarte.
-Si claro,
ya lo sé -contesté intentando sonar convincente.
Necesitaba
estar segura, y de alguna forma lo estaba.
A partir
de ese día luchaba por mejorar, ya no: por no empeorar. Me preparaba para ser
la casada más completa el día de mañana. La mejor madre para mis hijos.
Empecé a
coleccionar recetas de cocina, trucos de limpieza. Me convertí en la mejor
cascadora de huevos que los freía mientras se protegía de la sartén con una
tapadera y si me hubieran dejado también con espada. En mis practicas de
cocinera sólo estaba mi hermana, y eran una carcajada continua.
No
abandoné ni un ápice mi rehabilitación ni mis clases de Inglés, con las que
seguía cosechando pequeños grandes éxitos.
A veces, a
raíz de que me convencí de que me iba a casar, cuando iba a tomar café a casa
de Montse, que era de mis amigas con la que más contacto seguía teniendo, iba
sola.
Volví a
salir sola a la calle. Mientras andaba me iba dando fuerza mi mente: ¡Puedes
bonita! ¡Sólo son unos metros! Pero había un pensamiento que era el que más
fuerza me daba: tus hijos te están viendo desde el cielo, cuando nazcan sabrán
que tienen la mamá más valiente... ¡Camina por ellos!
Y
caminaba, mal, pero caminaba sola. Y era feliz, muy feliz, y nadie lo entendía
salvo Juan, que era feliz si yo lo era.
Para la
mayoría de los que me rodeaban sólo era una pobre desgraciada, una ingenua infeliz,
y encima optimista, dueña de una alegría artificial ¿qué podía dar más pena? Y
sin embargo..., ironías de la vida, yo no me cambiaba por nadie, por nadie, era
inmensamente feliz, confiaba en mí y sobre todo en Juan.
Tenía
veinte años.
Pero mis
rachas de felicidad pasaban como soplos de viento, como las de todo aquel que
camina al borde del abismo... a la sombra de la luna. La felicidad es una hora.
Una mañana
de invierno al levantarme noté que tenía mojada la chaqueta del pijama. Recordé
que hacía poco había descubierto una mancha en mi sujetador a la que no di
importancia. Me metí al cuarto de baño y observé detenidamente mis pechos. No
veía nada anormal, ni siquiera habían aumentado por comer almendras como me
dijo la abuela cuando le confesé que quería usar una talla más de sujetador,
ella sabía que odio las almendras... ¡lo hizo aposta! Eso era lo de menos. Me
concentré en lo que estaba. Seguían como siempre. Busqué algún bulto como me
habían enseñado, mas no encontré nada, pero al apretarlos comprobé asustadísima
que segregaban un líquido incoloro.
Chillando
llamé a mamá.
También se
asustó y me preguntó si estaba embarazada, aunque ambas sabíamos que era
imposible pues hacía dos días que había terminado con la menstruación.
Para
descubrir lo que pasaba me hicieron muchísimas pruebas médicas y no encontraron
nada, hasta que a alguien se le ocurrió investigar en los medicamentos que yo
tomaba: los antidepresivos.
Ocurrió
que, desde que me los habían mandado (hacía más de un año), me había tomado una
pastilla diariamente. Como por otras circunstancias experimenté una mejoría, nadie se acordó de controlarme o
quitarme los medicamentos, y se llegó a asociar los antidepresivos con mi
enfermedad. Mi médico de cabecera me recetaba una caja de pastillas
mensualmente. (A mí me llevaba o trataba el Neurólogo, o los doctores de
rehabilitación, pero las recetas las hacía él, el médico de cabecera, quien
consideraba que yo estaba muy bien atendida por los otros -ni uno ni otros,
pero sólo el tiempo se encargaría de demostrármelo-).
Al
sospechar que los antidepresivos tomados sin control médico, podían ser el
causante de mi “anomalía”, me dijeron que debía dejar de tomarlos.
Había
visto a mi doctora reducirme hasta anularme la toma de otro medicamento, así
que, lo hice igual, y al poco tiempo de ir disminuyendo las pastillas mi pecho
dejo de segregar líquido.
Pero las
secuelas de los antidepresivos no habían acabado. Una tarde en la que para
celebrar la salida del susto, Juan y yo, fuimos al circo empecé a oír...
La primera
vez que oí un ruido agudísimo lo asocié a aquel recinto: el circo, máxime
cuando el fuerte ruido se asemejaba a una trompeta desafinada, o a una
estruendosa bocina.
Cuando
llegué a casa esa noche tenía bastante fiebre. Al día siguiente la fiebre había
desaparecido, mas para mi sorpresa, aquel ruido se había instalado en mi oído
derecho no dejando de sonar y aturdirme cada vez que me movía. Consulté al
médico pero me sentí como un extraterrestre porque no sabían lo que tenía ni
dieron muestras de creer lo que decía. Pronto me di cuenta que el fuerte ruido
algunos días me abandonaba: los días que me tomaba el antidepresivo, (seguía en
el proceso de eliminarme las pastillas). Como el ruido me aturdía, molestaba y
deprimía mucho, seguí varios meses tomándome una pastilla semanal, ya que de
esta forma la estruendosa bocina no sonaba.
Yo mandaba. Porque en aquella batalla, como en
casi todas, estuve sola, sin ayuda médica... Hasta que un día, me cansé, o me
armé de valor, y me llame cobarde.
Estaba
enganchada a unas pastillas, pero aquello tenía remedio, tenía que tenerlo. Así
que, cogí al toro por los cuernos. Tiré todas las pastillas a la basura como me
habían recomendado los médicos.
Los días
posteriores a mi debut como osada torera, fueron crueles y muy difíciles de
vivir para alguien que se alimentaba de sueños y que apenas confiaba en su
fuerza.
Descuidé
mi rehabilitación, mis clases de Inglés... todo. Estaba aturdida, mareada
siempre. Lloraba sin control alguno cuando ya no podía seguir oyendo ese ruido
cada vez que giraba la cabeza o me movía; pero mi amor por Juan, su apoyo
incondicional, me dio fuerza. Eso tuvo que ser, porque si no nunca he sabido ni
sabré, como fui capaz de salir de aquello yo sola.
No sé si
fue un mes o más lo que tarde en desengancharme de las pastillas dejando así el
fuerte ruido (nada que ver con los acúfenos o tinnitus como supe muchos años
después) de sonar, pero a partir de entonces odié las pastillas, más los
antidepresivos, y jamás los he vuelto a tomar. También sufrí un retroceso en la
enfermedad, retroceso que de alguna forma logré superar, pero nunca más pude
caminar sola en la calle. Ni poco ni mucho; nada sin apoyarme.
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