Mi primera
Navidad con Juan, en la que los turrones de felicidad, zambombas de flores, y
campanillas de besos, consiguieron envolverme en la más cálida ilusión, tuvo el
sabor de la miel. Me sentía querida, me sabía querida.
Una noche
de un frío intenso cuando nos despedíamos en el portal, abrazados y acunando la
intimidad que nos ofrecía una farola apagada, papá salió a tirar la basura.
Separamos nuestros cuerpos como si un látigo nos hubiera atizado. No supe verle
sonriente y relajado como estaba, sino que le imaginé vestido con el uniforme;
en una mano llevaba la bolsa de la basura y en la otra... ¡una metralleta! Juan
miraba lo mismo que yo. Estábamos petrificados.
Dejó la
bolsa en el contenedor y se aproximó a nosotros. Yo fijé los ojos en sus
zapatillas de estar por casa. Según se iba acercando le miraba con más
sorpresa. La chaqueta del uniforme había volado y en su lugar aparecía el
jersey morado que le regalé el día del padre. Sólo cuando estrechaba con agrado
la mano de mi novio, me di cuenta que llevaba unos pantalones tejanos. Miré
rápidamente sus manos, el suelo, todo, y al no ver la metralleta, dije:
-Éste es
Juan
Pero ellos
ya hablaban del frío que hacía y de subir a casa a tomar una copa.
Yo no
existía, no quería existir, y no iba a tomar otra copa de champán.
Subimos en
fila india. Mi padre, yo y Juan. Sin hablar. Las escaleras eran eternas y por
una vez quise que esa eternidad fuera de verdad.
Mamá y mis
hermanos le recibieron como si se conocieran de siempre. Mi querida abuela, que
pasaba las fiestas con nosotros, no dejó de examinarle de arriba a bajo, hasta
se había puesto las gafas. Me escabullí a la cocina de donde mi madre acababa
de salir dejando de batir unos huevos y las patatas casi fritas pues preparaba
algunas tortillas. Presa de unos nervios como si de una petición de mano se
tratara le quise preguntar a Valeria, que había entrado en la cocina vestida de
princesa, que si nuestro amantísimo y noble padre había sacado ya la
metralleta, pero en su lugar pregunté:
-¿De qué hablan los comensales, querida
hermana?
-De toros,
lady May
-¡Por
Dios, qué sofocos... lady Valeriana!
Dejando a
mi hermana muerta de risa, me dirigí al salón. Creo que pedí permiso para
entrar, no sabía si me podía sentar o debía seguir de pie, opté por sentarme en
la silla que estaba al lado de la puerta, cerca de la escalera de caracol,
detrás de la pianola... Estaba acabando de colocarme mi preciosa falda de tul
rosa pálido mientras me daba aire profusamente con un coqueto y diminuto
abanico, cuando... me pareció... cuando oí la voz de mamá:
-Juan, ¿te
quieres quedar a cenar? A May le gusta mucho la tortilla, ¿quieres otra copa?
-NO -contesté
pegando un bote. La preciosa falda de tul desapareció surgiendo en su lugar
unos vaqueros desteñidos y un jersey rojo; el abanico también había
desaparecido por lo que yo me daba aire sin parar con una servilleta de cuadros
verdes que sin saber cuándo ni por qué, había venido de la cocina a mis manos.
-No,
quiero decir que... tiene prisa, sí eso, y que no me gusta tanto la tortilla
-continúe diciendo ante las miradas estupefactas de todos. Mis hermanos
empezaron a disimular muy mal su risa.
Juan se colocó
a mi lado, y poniendo una mano sobre mi hombro dijo que le estaban esperando.
Se despidió deseándoles feliz Navidad.
Le
acompañé a la puerta. Todavía sentía su mano en mi hombro y la sensación de paz
y confianza que me había trasmitido.
-Pensé que
iba a sacar la metralleta... -dije secándome de nuevo un sudor invisible que
ahogaba mi frente.
-¿Qué
metralleta?
-La que
llevaba al bajar la basura.
-¿Qué…? yo
no he visto... ¡May! –riéndose -¿tu padre tiene metralleta?
-Que yo
sepa no, pero en ocasiones así lo mismo se la han dejado en el cuartel, no hay
que fiarse...
Volviendo
a oír a mi madre batir huevos, besó mis labios y dándome un azote en el culo me
mandó a cenar.
Aquella
noche escribí en mi diario:
27 de
Diciembre de 1984.
No puedo
dormir, estoy demasiado nerviosa y tengo mucha sed. Ojeando mis papeles he
encontrado esta poesía que escribí cuando todo era muy diferente, mira:
“Soñé,
un paseo a
las estrellas
columpiándome
en la luna
convirtiéndome
en princesa.
Soñé
un paseo
por el cielo,
agarrándome
a tu mano
estrechándome
en tu pecho.
Soñé,
soñé que
te quería
soñé que
te tenía
por
soñar....
soñé que
tu me querías”.
¿Te gusta?
A mí mucho, pero más me gusta darme cuenta que lo que estoy viviendo ahora, no
es otro de mis sueños es... ¡divinamente real!
A veces
creo que voy a estallar de lo feliz que soy.
El otro
día en la misa del gallo, cuando íbamos a besar al Niño y don Víctor no cesaba
de repetir -Dios ha nacido, adorémosle-, al mirar a Juan y ver sus ojos
rebosantes de amor mirándome, me emocioné tanto que se me saltaban las
lágrimas.
Y hoy...
aunque no había pasado tanta vergüenza en mi vida, ahora..., ahora sé que le
quiero un poco más -si es posible-. Es... no sé, como si dentro de mí hubiera
un volcán de donde naciera todo el amor del mundo mundial, porque es que quiero
a todos, y me muero por él.
Le quiero
tanto que duele.
Feliz
Navidad. Sé que me miras y estás sonriendo. Gracias.
*****
Algunos
días después mientras desayunaba mamá me dijo que Minerva, la peluquera del
barrio, estaba embarazada y se tenía que casar, que tuviera mucho cuidadito con
lo que hacía yo.
-¿Qué…?
-dije casi escupiendo una galleta.
Así, tan
temprano, un comentario de esa índole me impresionó mucho. Pero no por Minerva sino
por lo concerniente a mí. Menos mal que Juan y yo acabábamos de pasar nuestra
primera falsa alarma, y aún así, recordando el susto que pasé esos días, que
seguro se me notaba en la cara, y que mi madre se pudo dar cuenta, se me
quitaron las ganas de comer más galletas.
Minerva
era muy libre de embarazarse las veces que quisiera, al menos eso pensaba yo,
aunque para los demás pareciese que hubiesen lanzado el primer “penalti” a la
luna. Tendría veintitantos años y un trabajo, además de novio, ¿dónde estaba el
chisme, el espectáculo para convertirse en la comidilla del barrio? ¿En que
tenía una pierna más corta que la otra? Me dolió reconocer la crueldad de quien
habla por hablar, porque no tienen nada mejor que hacer, porque aireando las
vidas ajenas dejan en la cuneta las miserias propias. Me dolió, conocer a tanto
erudito en indiscreciones, y a otros que, no habiendo estudiado aún bastante,
conseguirían una aplaudida cátedra en la materia.
Pero una
soleada mañana, mientras esperaba con Valeria nuestro turno en la carnicería,
fue imposible seguir haciendo oídos sordos sobre el asunto:
-¡Menuda
pájara la peluquera! Deja que le hagan una barriga y atrapa un marido. No, si
no es tonta la coja, así se casa porque si no...
-¡YA ESTA
BIEN, vieja cotilla! ¿Se puede callar de una puta vez y meterse en sus asuntos?
-le dije a una mujer de unos cuarenta y cinco años, regordeta, pequeña y con
rulos en la cabeza, cuando ya no pude seguir oyéndola.
Después de
explotar salí de la tienda mientras oía a mis espaldas llamarme maleducada y
grosera y quién se habrá creído ésta que es... Mi hermana me siguió. Una vez
fuera y apoyada en la pared para no caerme, me puse a llorar. Me senté en el
bordillo de la acera. Intentando pensar en cosas agradables miraba al suelo,
pero sólo oía los comentarios malsanos de las vecinas el día que me casara yo.
Valeria volvió dentro, nos tocaba ya.
Sobre el
asfalto, llamó mi atención un grupo de hormigas que avanzaban llevando sobre
sus cabezas negras una cáscara de pipa. La levedad de la hormiga detenía
lágrimas derramadas ante la liviandad humana. Levedad, liviandad, dos palabras
que la tarde anterior me habían hecho bucear en el diccionario y aún así, era
incapaz de separar su significado y ahora..., ahora las tenía allí, frente a
los ojos del alma; dos palabras que habían venido a mí y tomado vida propia
señalándome lo superficiales y mediocres que podemos llegar a ser los seres
humanos. Miré con mayor interés a las hormigas. Y me empezaba a sentir como tal
llevando sobre mi cabeza la cáscara de pipa, hasta que vi algo raro en aquel
leve mundo. Una hormiga caminaba alejada del grupo, pero se dirigía como las
demás hacia el hormiguero escondido junto a la rueda de un coche aparcado.
Quizá era coja o no podía trabajar como las demás... o qué sé yo. Y en una
urgente ansia asesina alcé mi pie derecho y pisoteé con rabia todas las hormigas
menos a la que estaba sola. ¡Así aprenderían a no rechazar a ninguna!
Después de
cometer la masacre, salió mi hermana de la carnicería con el cuarto de kilo de
carne picada. Me ayudó a levantarme y agarradas del brazo, nos fuimos a casa.
Me sentía
Robin Hood de las hormigas.
¿Cuándo
supe que me quería casar con Juan? ¿Qué deseaba que el padre de mis hijos fuera
él? ¿Fue a raíz de lo que le pasó a Minerva? No, eso no tuvo nada que ver.
Simplemente llevaba un año siendo feliz con él, no podía dudar de su amor, y
yo, le quería con toda mi alma. Sabía que él también quería pasar el resto de
su vida conmigo, pero yo era demasiado romántica y tradicional para hablar
sobre el tema antes que él.
No iba a
empeorar, luchaba por ello sudando sangre en rehabilitación. Después, en casa
con la bicicleta estática pedaleaba queriendo ganar la vuelta, el giro, el tour
de la vida. Y andaba encerrada en mi habitación, sólo para mejorar, para no
llamar la atención, pero sobre todo para ser aceptada por la sociedad y tener
el permiso de todos para ser una mujer más -en otra vida debí ser bruja-. Hacía
tiempo que no salía a la calle sola, ya no podía andar si no me agarraba a alguien,
pero aquello no era obstáculo para borrar mis ilusiones, al menos para mí, ni
para Juan.
Así que,
supongo que sólo me arriesgué a pensar en el futuro.
Mi novio
me sorprendió el día de San Valentín comprando dos anillos de compromiso, y yo
le besé insegura preguntándome si aquello significaría para siempre...
-Pero...
¿qué dirán…?
-Tú me
quieres y yo te quiero. Creo en ti y tú en mí ¿no, May?
-Sí.
-Pues
déjame que te ponga el anillo.
-¿Me estás
pidiendo que me case contigo?
-Algo así.
-Vale
acepto ¿Lo puedes repetir…?
Los
anillos estaban grabados con la fecha en que nos conocimos. Pero aquello sólo
sería un símbolo delante de los demás de algo que nosotros empezábamos a tener
claro: nos queríamos y soñábamos con pasar el resto de nuestros días juntos. Deberíamos
trabajar y ahorrar como todo el mundo hasta que llegara el momento de hacer
realidad el proyecto de futuro que empezaba a fortalecer mi corazón.
Me
prepararía...
Lucharía
contra mi destino, me llegaría a curar. Me convencí de ello, nadie podía
impedirme tener esperanzas. Nadie.
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