Claridad, la novela

viernes, 8 de julio de 2016

Capitulo 6. Una mujer enamorada.


Mi primera Navidad con Juan, en la que los turrones de felicidad, zambombas de flores, y campanillas de besos, consiguieron envolverme en la más cálida ilusión, tuvo el sabor de la miel. Me sentía querida, me sabía querida.

Una noche de un frío intenso cuando nos despedíamos en el portal, abrazados y acunando la intimidad que nos ofrecía una farola apagada, papá salió a tirar la basura. Separamos nuestros cuerpos como si un látigo nos hubiera atizado. No supe verle sonriente y relajado como estaba, sino que le imaginé vestido con el uniforme; en una mano llevaba la bolsa de la basura y en la otra... ¡una metralleta! Juan miraba lo mismo que yo. Estábamos petrificados.
Dejó la bolsa en el contenedor y se aproximó a nosotros. Yo fijé los ojos en sus zapatillas de estar por casa. Según se iba acercando le miraba con más sorpresa. La chaqueta del uniforme había volado y en su lugar aparecía el jersey morado que le regalé el día del padre. Sólo cuando estrechaba con agrado la mano de mi novio, me di cuenta que llevaba unos pantalones tejanos. Miré rápidamente sus manos, el suelo, todo, y al no ver la metralleta, dije:

-Éste es Juan

Pero ellos ya hablaban del frío que hacía y de subir a casa a tomar una copa.
Yo no existía, no quería existir, y no iba a tomar otra copa de champán.
Subimos en fila india. Mi padre, yo y Juan. Sin hablar. Las escaleras eran eternas y por una vez quise que esa eternidad fuera de verdad.

Mamá y mis hermanos le recibieron como si se conocieran de siempre. Mi querida abuela, que pasaba las fiestas con nosotros, no dejó de examinarle de arriba a bajo, hasta se había puesto las gafas. Me escabullí a la cocina de donde mi madre acababa de salir dejando de batir unos huevos y las patatas casi fritas pues preparaba algunas tortillas. Presa de unos nervios como si de una petición de mano se tratara le quise preguntar a Valeria, que había entrado en la cocina vestida de princesa, que si nuestro amantísimo y noble padre había sacado ya la metralleta, pero en su lugar pregunté:

 -¿De qué hablan los comensales, querida hermana?

-De toros, lady May

-¡Por Dios, qué sofocos... lady Valeriana!

Dejando a mi hermana muerta de risa, me dirigí al salón. Creo que pedí permiso para entrar, no sabía si me podía sentar o debía seguir de pie, opté por sentarme en la silla que estaba al lado de la puerta, cerca de la escalera de caracol, detrás de la pianola... Estaba acabando de colocarme mi preciosa falda de tul rosa pálido mientras me daba aire profusamente con un coqueto y diminuto abanico, cuando... me pareció... cuando oí la voz de mamá:

-Juan, ¿te quieres quedar a cenar? A May le gusta mucho la tortilla, ¿quieres otra copa?

-NO -contesté pegando un bote. La preciosa falda de tul desapareció surgiendo en su lugar unos vaqueros desteñidos y un jersey rojo; el abanico también había desaparecido por lo que yo me daba aire sin parar con una servilleta de cuadros verdes que sin saber cuándo ni por qué, había venido de la cocina a mis manos.

-No, quiero decir que... tiene prisa, sí eso, y que no me gusta tanto la tortilla -continúe diciendo ante las miradas estupefactas de todos. Mis hermanos empezaron a disimular muy mal su risa.

Juan se colocó a mi lado, y poniendo una mano sobre mi hombro dijo que le estaban esperando. Se despidió deseándoles feliz Navidad.
Le acompañé a la puerta. Todavía sentía su mano en mi hombro y la sensación de paz y confianza que me había trasmitido.

-Pensé que iba a sacar la metralleta... -dije secándome de nuevo un sudor invisible que ahogaba mi frente.
-¿Qué metralleta?
-La que llevaba al bajar la basura.
-¿Qué…? yo no he visto... ¡May! –riéndose -¿tu padre tiene metralleta?
-Que yo sepa no, pero en ocasiones así lo mismo se la han dejado en el cuartel, no hay que fiarse...

Volviendo a oír a mi madre batir huevos, besó mis labios y dándome un azote en el culo me mandó a cenar. 
Aquella noche escribí en mi diario:

27 de Diciembre de 1984.

No puedo dormir, estoy demasiado nerviosa y tengo mucha sed. Ojeando mis papeles he encontrado esta poesía que escribí cuando todo era muy diferente, mira:
 
“Soñé,
un paseo a las estrellas
columpiándome en la luna
convirtiéndome en princesa.
Soñé
un paseo por el cielo,
agarrándome a tu mano
estrechándome en tu pecho.
Soñé,
soñé que te quería
soñé que te tenía
por soñar....
soñé que tu me querías”.

¿Te gusta? A mí mucho, pero más me gusta darme cuenta que lo que estoy viviendo ahora, no es otro de mis sueños es... ¡divinamente real!
A veces creo que voy a estallar de lo feliz que soy.
El otro día en la misa del gallo, cuando íbamos a besar al Niño y don Víctor no cesaba de repetir -Dios ha nacido, adorémosle-, al mirar a Juan y ver sus ojos rebosantes de amor mirándome, me emocioné tanto que se me saltaban las lágrimas.

Y hoy... aunque no había pasado tanta vergüenza en mi vida, ahora..., ahora sé que le quiero un poco más -si es posible-. Es... no sé, como si dentro de mí hubiera un volcán de donde naciera todo el amor del mundo mundial, porque es que quiero a todos, y me muero por él.
Le quiero tanto que duele.
Feliz Navidad. Sé que me miras y estás sonriendo. Gracias.

                                        *****

Algunos días después mientras desayunaba mamá me dijo que Minerva, la peluquera del barrio, estaba embarazada y se tenía que casar, que tuviera mucho cuidadito con lo que hacía yo.

-¿Qué…? -dije casi escupiendo una galleta.

Así, tan temprano, un comentario de esa índole me impresionó mucho. Pero no por Minerva sino por lo concerniente a mí. Menos mal que Juan y yo acabábamos de pasar nuestra primera falsa alarma, y aún así, recordando el susto que pasé esos días, que seguro se me notaba en la cara, y que mi madre se pudo dar cuenta, se me quitaron las ganas de comer más galletas.

Minerva era muy libre de embarazarse las veces que quisiera, al menos eso pensaba yo, aunque para los demás pareciese que hubiesen lanzado el primer “penalti” a la luna. Tendría veintitantos años y un trabajo, además de novio, ¿dónde estaba el chisme, el espectáculo para convertirse en la comidilla del barrio? ¿En que tenía una pierna más corta que la otra? Me dolió reconocer la crueldad de quien habla por hablar, porque no tienen nada mejor que hacer, porque aireando las vidas ajenas dejan en la cuneta las miserias propias. Me dolió, conocer a tanto erudito en indiscreciones, y a otros que, no habiendo estudiado aún bastante, conseguirían una aplaudida cátedra en la materia.
Pero una soleada mañana, mientras esperaba con Valeria nuestro turno en la carnicería, fue imposible seguir haciendo oídos sordos sobre el asunto:

-¡Menuda pájara la peluquera! Deja que le hagan una barriga y atrapa un marido. No, si no es tonta la coja, así se casa porque si no...

-¡YA ESTA BIEN, vieja cotilla! ¿Se puede callar de una puta vez y meterse en sus asuntos? -le dije a una mujer de unos cuarenta y cinco años, regordeta, pequeña y con rulos en la cabeza, cuando ya no pude seguir oyéndola.
Después de explotar salí de la tienda mientras oía a mis espaldas llamarme maleducada y grosera y quién se habrá creído ésta que es... Mi hermana me siguió. Una vez fuera y apoyada en la pared para no caerme, me puse a llorar. Me senté en el bordillo de la acera. Intentando pensar en cosas agradables miraba al suelo, pero sólo oía los comentarios malsanos de las vecinas el día que me casara yo. Valeria volvió dentro, nos tocaba ya.

Sobre el asfalto, llamó mi atención un grupo de hormigas que avanzaban llevando sobre sus cabezas negras una cáscara de pipa. La levedad de la hormiga detenía lágrimas derramadas ante la liviandad humana. Levedad, liviandad, dos palabras que la tarde anterior me habían hecho bucear en el diccionario y aún así, era incapaz de separar su significado y ahora..., ahora las tenía allí, frente a los ojos del alma; dos palabras que habían venido a mí y tomado vida propia señalándome lo superficiales y mediocres que podemos llegar a ser los seres humanos. Miré con mayor interés a las hormigas. Y me empezaba a sentir como tal llevando sobre mi cabeza la cáscara de pipa, hasta que vi algo raro en aquel leve mundo. Una hormiga caminaba alejada del grupo, pero se dirigía como las demás hacia el hormiguero escondido junto a la rueda de un coche aparcado. Quizá era coja o no podía trabajar como las demás... o qué sé yo. Y en una urgente ansia asesina alcé mi pie derecho y pisoteé con rabia todas las hormigas menos a la que estaba sola. ¡Así aprenderían a no rechazar a ninguna!
Después de cometer la masacre, salió mi hermana de la carnicería con el cuarto de kilo de carne picada. Me ayudó a levantarme y agarradas del brazo, nos fuimos a casa.
Me sentía Robin Hood de las hormigas.

¿Cuándo supe que me quería casar con Juan? ¿Qué deseaba que el padre de mis hijos fuera él? ¿Fue a raíz de lo que le pasó a Minerva? No, eso no tuvo nada que ver. Simplemente llevaba un año siendo feliz con él, no podía dudar de su amor, y yo, le quería con toda mi alma. Sabía que él también quería pasar el resto de su vida conmigo, pero yo era demasiado romántica y tradicional para hablar sobre el tema antes que él.

No iba a empeorar, luchaba por ello sudando sangre en rehabilitación. Después, en casa con la bicicleta estática pedaleaba queriendo ganar la vuelta, el giro, el tour de la vida. Y andaba encerrada en mi habitación, sólo para mejorar, para no llamar la atención, pero sobre todo para ser aceptada por la sociedad y tener el permiso de todos para ser una mujer más -en otra vida debí ser bruja-. Hacía tiempo que no salía a la calle sola, ya no podía andar si no me agarraba a alguien, pero aquello no era obstáculo para borrar mis ilusiones, al menos para mí, ni para Juan.
Así que, supongo que sólo me arriesgué a pensar en el futuro.

Mi novio me sorprendió el día de San Valentín comprando dos anillos de compromiso, y yo le besé insegura preguntándome si aquello significaría para siempre...

-Pero... ¿qué dirán…?
-Tú me quieres y yo te quiero. Creo en ti y tú en mí ¿no, May?
-Sí.
-Pues déjame que te ponga el anillo.
-¿Me estás pidiendo que me case contigo?
-Algo así.
-Vale acepto ¿Lo puedes repetir…?

 
Los anillos estaban grabados con la fecha en que nos conocimos. Pero aquello sólo sería un símbolo delante de los demás de algo que nosotros empezábamos a tener claro: nos queríamos y soñábamos con pasar el resto de nuestros días juntos. Deberíamos trabajar y ahorrar como todo el mundo hasta que llegara el momento de hacer realidad el proyecto de futuro que empezaba a fortalecer mi corazón.
Me prepararía... 
Lucharía contra mi destino, me llegaría a curar. Me convencí de ello, nadie podía impedirme tener esperanzas. Nadie.

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