Claridad, la novela

viernes, 8 de julio de 2016

7-II


Cuando descubrió que no podía jugar como las demás niñas, sus padres le explicaron lo de su botita.
Aquella botita con su alza equilibraba su cadera permitiéndola andar ligeramente cojeando, pero no así correr ni saltar. Aunque había muchísimos juegos, aquel no poder saltar a la comba, perder siempre que jugaba al escondite, no poder jugar “al bote”, ni “al churro”..., le fueron apartando de los niños de su edad. Pasaba horas viéndolos jugar desde su terraza.

En el colegio fue la niña más estudiosa y obediente. Durante los recreos se la veía sentada siempre en el mismo banco mientras comía un tronquito de chocolate y sus ojos azules, enmarcados por suaves rizos rubios, escapaban de su carita de muñeca detrás de los pequeños brinquitos de sus compañeras...

“Al pasar la barca, me dijo el barquero... ”

Quizá la infancia fue la etapa más difícil de su vida: descubrir que no era como los demás. Pero por suerte, esas mínimas limitaciones no le impidieron llevar una vida absolutamente “normal”.
Y la niña creció, creció y se convirtió en una linda señorita... pese a su botita, sí, pese a su botita. Una linda señorita que desde edad temprana tuvo claro lo que quería ser: periodista, pero antes de iniciar sus estudios, quiso ayudar económicamente a su familia.

Minerva era hija única. Sus padres, desde hacía muchos años, habían destinado los escasos ahorros que poseían a la adquisición de un local. Deseaban montar una peluquería. Ellos adivinaron para su querida hija un futuro allí, y emplearon sudores y privaciones en obtener aquel local. Luego, empujaron a la niña a estudiar peluquería y así, Mini, como la llamaban cariñosamente, se convirtió en la peluquera del barrio. Pero ella nunca reveló que aspiraba a algo más, que ansiaba adentrarse en el mundo de la comunicación, que quería estudiar para labrarse un futuro tan inseguro como el de todos. No dijo nada. No porque renunciara a sus sueños, sino que por amor a sus padres los había dejado de lado durante algunos años, mientras, haría de la pequeña peluquería un negocio seguro. Serían algunos años trabajando sin descanso, pero sólo unos años, después compaginaría estudios con trabajo, y hasta entonces, bien podía dejar sus sueños tapados.
No tenía prisa. Era joven.
 
Había conocido a Jandro cuando ambos tenían veinte años. Jandro trabajaba de locutor en la emisora de radio local, cuando ella fue a enterarse de lo que debía pagar para que anunciaran una vez al día su peluquería. A Jandro le sorprendió que una chica tan joven fuera dueña de un negocio, le sorprendió el interés y preocupación de una chica de veinte años por algo que no fuera la música y la ropa, fue la primera vez que le sorprendió la conversación de una chica. Una chica muy guapa. Sólo al abandonar el despacho de la redacción reparo en su cojera.

“¡No seas polla boba! eso sólo indica que una discoteca no sería el lugar idóneo para quedar con ella”-pensó Jandro antes de decirle a Minerva que si le importaría que la llamase para tomar unas cañas.

De eso hacía ya cinco años y Mini, ayudada por su inseparable y amado Jandro, iba a comenzar sus estudios universitarios, pero..., aunque hacía tiempo que tomaba la píldora, el embarazo había truncado todo. Todo.

Jandro no lo veía tan negro, aunque de primeras la idea de ser padre a sus veinticinco años le asustó, luego, más tranquilamente lo fue asimilando. Minerva era la mujer que amaba y aquel hijo llamando a la puerta sólo adelantaba el formalizar una relación, sobre todo de cara a la familia. ¡Y qué carajo! sólo con imaginarse un Jandrito con los ojos de Mini, se le hacía la boca agua.
Para Minerva todo era diferente, no asimilaba ni aceptaba nada, el saber que estaba embarazada la había derrumbado. ¿Cómo podía renunciar otra vez a sus sueños y casarse…? Porque Jandro se quería casar. Pero, la reacción de las familias acabó de poner todo en su lugar, o lo confundió para siempre.
Mini y Jandro habían mantenido su relación alejada de sus respectivas familias, pero una boda y la llegada de un hijo fue motivo de un acercamiento, sin sospechar ni siquiera imaginar que la cojera de ella sería la causa de pequeños-grandes desprecios por parte de la familia de él, quienes deseaban para su hijo alguien “mejor”. La situación se desbordó. Mas los acontecimientos ocurrían tan deprisa que ya estaba casi todo preparado para la boda; reproches y desprecios incluidos.

 Una semana antes de la ceremonia, cuando Minerva estaba ya de tres meses, la boda se anuló.
Jandro recibió esta carta y la peluquería cerró por un mes:

Mi querido Jandro; te quiero más que a mi vida pero no puedo casarme contigo.  Nunca he sentido el rechazo, que por mi defecto físico siento ahora. Cometería un crimen si sigo con el espectáculo, asesinaría o bien mi autoestima o mi integridad como mujer. Sé que me quieres y que estás muy por encima de los comentarios, yo también, ahora, pero ¿y luego? No lo sé y esa duda me crea pavor. Estoy embarazada y el embarazo fuerza todo, yo no deseo este principio para mi hijo, tú tampoco, lo sé, pero eres demasiado caballero para olvidarte del bebé y de mí. Por eso soy yo, cariño, la que me alejo de ti sólo por un mes si tú quieres, pero en este mes debemos pensar por separado.
Quiero que anules la boda. A mis padres les he dado el mayor disgusto de su vida, tus padres se alegraran con el tiempo, y a ti, mi amor, te pido que me perdones pero si hubiera seguido adelante con la boda me habría mentido a mi misma y a ti. Yo no me quiero casar Jandro, no así, no ahora. Perdóname, mi amor, estarás cerca del niño y de mí cuando quieras, si es que lo sigues queriendo después de leer esto. Ahora necesito pensar y volver a encontrarme.
Te quiero.
Mini.

En el barrio se dijo de todo cuando se anuló la boda. La gente siempre habla de lo que no sabe y por desgracia, siempre hablará. Yo empecé a sospechar la verdad, que años después me confirmaría Minerva, aquella oscura tarde de principios de otoño, en la que vi a los tres juntos en la peluquería: Mini, Jandro y la pequeña Lucía.

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