Cuando
descubrió que no podía jugar como las demás niñas, sus padres le explicaron lo
de su botita.
Aquella
botita con su alza equilibraba su cadera permitiéndola andar ligeramente
cojeando, pero no así correr ni saltar. Aunque había muchísimos juegos, aquel
no poder saltar a la comba, perder siempre que jugaba al escondite, no poder
jugar “al bote”, ni “al churro”..., le fueron apartando de los niños de su
edad. Pasaba horas viéndolos jugar desde su terraza.
En el
colegio fue la niña más estudiosa y obediente. Durante los recreos se la veía
sentada siempre en el mismo banco mientras comía un tronquito de chocolate y
sus ojos azules, enmarcados por suaves rizos rubios, escapaban de su carita de
muñeca detrás de los pequeños brinquitos de sus compañeras...
“Al pasar
la barca, me dijo el barquero... ”
Quizá la
infancia fue la etapa más difícil de su vida: descubrir que no era como los
demás. Pero por suerte, esas mínimas limitaciones no le impidieron llevar una
vida absolutamente “normal”.
Y la niña
creció, creció y se convirtió en una linda señorita... pese a su botita, sí,
pese a su botita. Una linda señorita que desde edad temprana tuvo claro lo que
quería ser: periodista, pero antes de iniciar sus estudios, quiso ayudar
económicamente a su familia.
Minerva
era hija única. Sus padres, desde hacía muchos años, habían destinado los
escasos ahorros que poseían a la adquisición de un local. Deseaban montar una
peluquería. Ellos adivinaron para su querida hija un futuro allí, y emplearon
sudores y privaciones en obtener aquel local. Luego, empujaron a la niña a
estudiar peluquería y así, Mini, como la llamaban cariñosamente, se convirtió
en la peluquera del barrio. Pero ella nunca reveló que aspiraba a algo más, que
ansiaba adentrarse en el mundo de la comunicación, que quería estudiar para
labrarse un futuro tan inseguro como el de todos. No dijo nada. No porque
renunciara a sus sueños, sino que por amor a sus padres los había dejado de
lado durante algunos años, mientras, haría de la pequeña peluquería un negocio
seguro. Serían algunos años trabajando sin descanso, pero sólo unos años,
después compaginaría estudios con trabajo, y hasta entonces, bien podía dejar
sus sueños tapados.
No tenía
prisa. Era joven.
Había
conocido a Jandro cuando ambos tenían veinte años. Jandro trabajaba de locutor
en la emisora de radio local, cuando ella fue a enterarse de lo que debía pagar
para que anunciaran una vez al día su peluquería. A Jandro le sorprendió que
una chica tan joven fuera dueña de un negocio, le sorprendió el interés y
preocupación de una chica de veinte años por algo que no fuera la música y la
ropa, fue la primera vez que le sorprendió la conversación de una chica. Una
chica muy guapa. Sólo al abandonar el despacho de la redacción reparo en su
cojera.
“¡No seas
polla boba! eso sólo indica que una discoteca no sería el lugar idóneo para
quedar con ella”-pensó Jandro antes de decirle a Minerva que si le importaría
que la llamase para tomar unas cañas.
De eso
hacía ya cinco años y Mini, ayudada por su inseparable y amado Jandro, iba a
comenzar sus estudios universitarios, pero..., aunque hacía tiempo que tomaba
la píldora, el embarazo había truncado todo. Todo.
Jandro no
lo veía tan negro, aunque de primeras la idea de ser padre a sus veinticinco
años le asustó, luego, más tranquilamente lo fue asimilando. Minerva era la
mujer que amaba y aquel hijo llamando a la puerta sólo adelantaba el formalizar
una relación, sobre todo de cara a la familia. ¡Y qué carajo! sólo con
imaginarse un Jandrito con los ojos de Mini, se le hacía la boca agua.
Para
Minerva todo era diferente, no asimilaba ni aceptaba nada, el saber que estaba
embarazada la había derrumbado. ¿Cómo podía renunciar otra vez a sus sueños y
casarse…? Porque Jandro se quería casar. Pero, la reacción de las familias
acabó de poner todo en su lugar, o lo confundió para siempre.
Mini y
Jandro habían mantenido su relación alejada de sus respectivas familias, pero
una boda y la llegada de un hijo fue motivo de un acercamiento, sin sospechar
ni siquiera imaginar que la cojera de ella sería la causa de pequeños-grandes
desprecios por parte de la familia de él, quienes deseaban para su hijo alguien
“mejor”. La situación se desbordó. Mas los acontecimientos ocurrían tan deprisa
que ya estaba casi todo preparado para la boda; reproches y desprecios
incluidos.
Una semana antes de la ceremonia, cuando
Minerva estaba ya de tres meses, la boda se anuló.
Jandro
recibió esta carta y la peluquería cerró por un mes:
Mi querido
Jandro; te quiero más que a mi vida pero no puedo casarme contigo. Nunca he sentido el rechazo, que por mi
defecto físico siento ahora. Cometería un crimen si sigo con el espectáculo,
asesinaría o bien mi autoestima o mi integridad como mujer. Sé que me quieres y
que estás muy por encima de los comentarios, yo también, ahora, pero ¿y luego?
No lo sé y esa duda me crea pavor. Estoy embarazada y el embarazo fuerza todo,
yo no deseo este principio para mi hijo, tú tampoco, lo sé, pero eres demasiado
caballero para olvidarte del bebé y de mí. Por eso soy yo, cariño, la que me
alejo de ti sólo por un mes si tú quieres, pero en este mes debemos pensar por
separado.
Quiero que
anules la boda. A mis padres les he dado el mayor disgusto de su vida, tus
padres se alegraran con el tiempo, y a ti, mi amor, te pido que me perdones
pero si hubiera seguido adelante con la boda me habría mentido a mi misma y a ti.
Yo no me quiero casar Jandro, no así, no ahora. Perdóname, mi amor, estarás
cerca del niño y de mí cuando quieras, si es que lo sigues queriendo después de
leer esto. Ahora necesito pensar y volver a encontrarme.
Te quiero.
Mini.
En el
barrio se dijo de todo cuando se anuló la boda. La gente siempre habla de lo
que no sabe y por desgracia, siempre hablará. Yo empecé a sospechar la verdad,
que años después me confirmaría Minerva, aquella oscura tarde de principios de
otoño, en la que vi a los tres juntos en la peluquería: Mini, Jandro y la
pequeña Lucía.
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