Claridad, la novela

miércoles, 15 de junio de 2016

1-II


En 1971 abandonamos el cuartel instalándonos en nuestro propio piso. Un piso situado en las afueras de la ciudad; pequeño, de tres dormitorios,  con un salón, baño, cocina y dos terrazas y un extraño olor a recién hecho. Un piso corriente en lo que más sorpresa me causaba era la ausencia de techos altos y lo que menos me gustaba era lo lejos que se veía el suelo desde la terraza. Un desagradable hedor inundó el aire los primeros días de nuestra estancia. Las calles se estaban asfaltando y entre los bloques de pisos trabajaban sin descanso máquinas enormes, sucias y apestosas, al borde mismo de nuestras canicas de colores.
Echaba mucho de menos el cuartel y sobre todo a los caballos, pero pronto me empecé a entusiasmar con el vestido largo y los tirabuzones que llevaría el día de mi primera comunión.

Casi estrenando la parroquia del barrio, en el 72 cuando comenzaba mi torpeza apenas visible fuera del colegio -aunque no por ello dejé de imaginar que me pisaría mi vestido blanco al subir las escaleras del Altar-, hice la Primera Comunión. Fui princesa por un día: una bonita, perfecta y risueña princesita, que se divirtió y enorgulleció a toda su familia cuando recibió a Dios por primera vez.

Imagino que me dirían las mismas cosas y que fui tan feliz como cualquier niña, pero a mí jamás se me olvidará que alguien le dijo a mamá: “esperemos verla vestida de novia algún día...”.
 
En el barrio hacía amigas sin ningún tipo de problemas, mi timidez fuera del colegio desaparecía. Me encantaba estar en la calle, correr y jugar con los demás niños; mi desbordante imaginación me permitía crear juegos, historias, familias...; pero sobre todo, me encantaba convertirme en jefa. Los chicos no me dejaban ni las chicas de mi edad tampoco, menos que nadie Paloma, cuyos padres habían comprado otro piso en el barrio, por eso, muchas veces jugaba con las que eran más pequeñas que yo.

Estudiar cada vez me gustaba menos y empezaba a rechazar el colegio. Fui convirtiéndome poco a poco en una mala estudiante, menos en inglés, no sé por qué.
Y de la televisión fui haciendo el reducto de aquellos agridulces años... y, de muchos más por llegar...

Durante un tiempo viví en las montañas con Heidi. Aquella niña que con su candor y alegría atrapó todos los corazones infantiles, pero a mí me sedujo mucho más su amiguita Clara, y  como millones de niños esperé con verdadera inquietud que volviera a andar.

Otros días vivía en el circo. Cuando salía del colegio me refugiaba allí, viviendo aventuras, cantando y riendo con los payasos < Fofó, mi adorado fofó >. Siempre me hacían reír y resucitaban el brillo de unos ojos tempranamente tristes. Cuando los payasos acababan, que siempre duraban lo mismo que mi eterno bocadillo de salchichón, mamá apagaba la tele. Nos poníamos a hacer los deberes mientras escuchábamos a lo lejos... Elena Francis. Garabateaba en el cuaderno pequeños corazones pensando en mi vecino... Nos haríamos mayores, nos casaríamos y él se enamoraría de otra mujer, así pues no me quedaría más remedio que escribir al consultorio para que me buscaran una solución. Allí averiguarían que mi vecinito era un príncipe venido a menos, pero que tenía caballos secretos.....

Dejaba volar mi fantasía e imaginación siempre. Surcaba el cielo de la mano de Peter Pan, y no sólo en el país de Nunca Jamás, con él nadie se reía de mí, salvo en el colegio donde mi imaginación y Peter Pan se quedaban, cada vez más a menudo, en la puerta de la calle.

 
Una gélida mañana de otoño cuando mamá nos preparaba para ir a la escuela me llamó la atención la música de la radio. Mi padre no estaba en casa y mamá estaba tan rara que me deshizo las coletas nada más peinarme, pero como no dijo nada cogimos nuestras carteras, metimos el donuts para el recreo y nos fuimos.
El autobús, que nos llevaba al colegio desde que vivíamos en las afueras, se retrasaba, así que los niños que allí esperábamos empezamos a jugar. Gritábamos alegremente... -¡CALLAOS! -nos chillaron desde una ventana... -UN RESPETO, SE HA MUERTO FRANCO –sentenciaron con un grito negro.

-¿Y ese quién es? –preguntó con prisa Valeria agarrándome de una manga de la trenca roja.

A lo que Paloma -que decía que el día anterior había estado en Madrid y yo sabiamente empezaba a dudar porque no había visto a mi prima que vivía allí- respondió orgullosa de saberlo:

-El capitán de España. ¿Te acuerdas, May, cuando pasó con el coche al lado del colegio y nos sacaron a todos con nuestro babi limpio y el lazo bien puesto?, sí -continuó- y nos dieron banderitas que teníamos que mover cuando pasaban...

... -Maysita Narro ¿Quieres dejar de tirar del pelo a Paloma?
-Ha empezado ella, Dª Goyita.
-¡Acusica!
-¡Ay! ¡Ay que daño me ha hecho…! Seño, seño, señoritaaaaa  ¡Que ma dao en toda la espinilla del pie y me la ha rotoooooo!

La mañana era diáfana. Los alegres gorjeos de los verderones que poblaban los añosos chopos del patio se confundían con el alboroto del medio centenar de niñas con su babi rosa inusualmente limpio y recién planchado. El aire olía a excursión. Las amplías aulas del parvulario, de enormes ventanas abiertas y  paredes amarillas empapeladas de dibujos de casitas, soles y arco iris, bullían de movimiento. El edificio que albergaba las aulas de los más pequeños, estaba separado por un espacioso y alegre patio del resto del colegio, la alongada verja de piedra blanca que lo delimitaba había sido engalanada con vistosas banderas de España.

-Vamos, vamos ¡Silencio! Venga, venir aquí, una detrás de otra. No, no, no os cojáis de la mano. Una detrás de otra... Así. Rápido, rápido ¡Maysita y Paloma, en cuanto volvamos castigadas mirando a la pared!. Silencio  ¡Silencio! Toma, ésta para ti, ésta para ti... Cada una con una banderita y la agitáis cuando pase el Generalísimo.
-¿Cuándo pase el quién…?
-¡Silencio! Somos los últimos como siempre, los niños ya han salido ¡Rápido! rápido. Una detrás de otra, agarradas al babi de la que va delante. Así. Venga rápido, ir saliendo. Maysita no te sueltes que cobras, pero ¿A dónde vais con los donuts? Que no, no no, que no vamos al Zoo, dejar todo aquí ¡Salir, salir! No te sueltes que cobras. Venga, venga, y mover las banderitas.
 
Era demasiado pequeña cuando Franco y su mujer, doña Carmen, que acudirían a inaugurar cualquier pantano, pasaron con su coche, rodeado de motoristas, por la carretera que lindaba con el colegio. Todos los alumnos, unos quinientos niños y niñas entre los cuatro y quince años acompañados de una veintena de profesores -me temo que algo desquiciados de aguantarnos- esperamos con impaciencia el paso de la comitiva. Y cuando por fin llegó el momento, sólo vimos una mano enguantada de blanco que decía adiós desde un coche negro, pero hasta la directora movió con alegría su banderita... 

Fue el veinte de Noviembre de 1975 cuando nos anunciaron a gritos la muerte de Francisco Franco desde una ventana, yo tenía nueve años.
 

El año que estaba a punto de empezar traería para mi familia presagios de terremotos emocionales. Y esos augurios no tardaron en comenzar.

Pocos meses después de Navidad a mamá la tuvieron que hacer una complicada operación de espalda. Nunca olvidaré el miedo en sus ojos cuando se iba al hospital, cuando la vi bajando las escaleras de casa, apenas podía andar. Me quede desolada, perdida y terriblemente asustada. Por fortuna todo salió bien, pero mamá tuvo que pasar por una larga recuperación.

En el colegio me sentí querida y mimada por un tiempo, puesto que en los primeros días en los que mi madre estuvo fuera de casa lloraba mucho, cosa que no hacía cuando se burlaban de mí, mas ese periodo de tiempo fue muy corto. Mi torpeza se iba haciendo patente en todos los sitios y las burlas... crueles, sí crueles, aumentando.
Me decían que mis piernas eran alambres. Que no andaba como todo el mundo y que era un pato mareado. Yo decía que eso era mentira y que me dejaran en paz porque a mis piernas no les pasaba nada y que andaba como cualquiera, pero siempre que lo decían me ponía muy triste porque también decían que no sabía correr y para demostrarles que estaban equivocadas echábamos una carrera y entonces yo llegaba la última, y me quería morir. Pero no tanto como cuando Paloma se enfadaba conmigo, y como las demás, me llamaba pato mareado y sólo por eso, porque era un pato, no quería ser mi amiga y me dejaban sola y entonces Valeria, sin saber lo que pasaba, dejaba a sus amigas y se venía conmigo.


Fue al poco de recuperarse mamá cuando ayudándome a bañar se dio cuenta de que el agua al bajar por mi columna hacía una curva. Tenía una escoliosis.

Como era una niña muy alta, el traumatólogo considero muy normal mi desviación de columna, además, era pequeña, tenía pocos grados. Empecé a hacer rehabilitación con doce años. Por suerte para mí, el médico me prohibió que continuara con mi entonces “gran pesadilla”, la clase de gimnasia, pero... empezó otra: llamar la atención por tener que salir antes del colegio para asistir a las sesiones de rehabilitación. Sólo por eso me consideraba diferente y no me gustaba ya que empezaba a sentir una vergüenza demoledora al tener que caminar delante de los demás ¡Todo el mundo vigilaba mi paso!

Mi rendimiento escolar dejaba mucho que desear, aprobaba por los pelos, casi nunca hacía los deberes, no quería, no podía, necesitaba un punto de evasión antes de que mi pequeño mundo saltara en mil pedazos, y esa evasión sólo la encontraba en mis fantasías: entre las líneas de los renglones de la lección del día siguiente, en mis recortables, en mis tebeos. O jugando con mis hermanos al monopoly.
 
Las burlas de las que era objeto me hacían sentir cada día más torpe.
Me moría de vergüenza cuando algún chico del colegio me decía algo o se daba cuenta de que existía. En lugar de ir adquiriendo la confianza propia de un adolescente me ocurría todo lo contrario. Por eso, y porque vi a mis amigas riéndose cuando un chico me dio un papel en el recreo, lo rompí con furia y lo tiré a la papelera. Pero antes lo había mirado por encima. Decía algo como que poesía era yo, que le miraba con mis pupilas azules..., mis amigas se habían reído con razón, yo tenía los ojos marrones... ¡Aquél chico se había equivocado al darme el papel!
Me volcaba en mis sueños y fantasías, por entonces con dos apuestos detectives: Starky y Hutch. Ellos me defendían siempre, no dejaban que me llamaran pato ni que nadie se riera de mí. Ya no volaba con Peter Pan, ahora soñaba ser un ángel de Charlie que los domingos después de comer se iba a tomar el café a la Casa de la Pradera.

1 comentario:

María Narro dijo...

Cuando un niño se siente acosado y ridiculizado por sus compañeros es capaz de todo. Yo empecé a rechazar los estudios.
La timidez nunca ha desaparecido.
Alguna compañera de la Aneja -mi colegio- se han quedado muertas porque no eran conscientes de lo que ocurría entonces.