En 1971
abandonamos el cuartel instalándonos en nuestro propio piso. Un piso situado en
las afueras de la ciudad; pequeño, de tres dormitorios, con un salón, baño, cocina y dos terrazas y
un extraño olor a recién hecho. Un piso corriente en lo que más sorpresa me
causaba era la ausencia de techos altos y lo que menos me gustaba era lo lejos
que se veía el suelo desde la terraza. Un desagradable hedor inundó el aire los
primeros días de nuestra estancia. Las calles se estaban asfaltando y entre los
bloques de pisos trabajaban sin descanso máquinas enormes, sucias y apestosas,
al borde mismo de nuestras canicas de colores.
Echaba mucho
de menos el cuartel y sobre todo a los caballos, pero pronto me empecé a
entusiasmar con el vestido largo y los tirabuzones que llevaría el día de mi
primera comunión.
Casi
estrenando la parroquia del barrio, en el 72 cuando comenzaba mi torpeza apenas
visible fuera del colegio -aunque no por ello dejé de imaginar que me pisaría
mi vestido blanco al subir las escaleras del Altar-, hice la Primera Comunión.
Fui princesa por un día: una bonita, perfecta y risueña princesita, que se
divirtió y enorgulleció a toda su familia cuando recibió a Dios por primera
vez.
Imagino
que me dirían las mismas cosas y que fui tan feliz como cualquier niña, pero a
mí jamás se me olvidará que alguien le dijo a mamá: “esperemos verla vestida de
novia algún día...”.
En el
barrio hacía amigas sin ningún tipo de problemas, mi timidez fuera del colegio
desaparecía. Me encantaba estar en la calle, correr y jugar con los demás
niños; mi desbordante imaginación me permitía crear juegos, historias,
familias...; pero sobre todo, me encantaba convertirme en jefa. Los chicos no
me dejaban ni las chicas de mi edad tampoco, menos que nadie Paloma, cuyos
padres habían comprado otro piso en el barrio, por eso, muchas veces jugaba con
las que eran más pequeñas que yo.
Estudiar
cada vez me gustaba menos y empezaba a rechazar el colegio. Fui convirtiéndome
poco a poco en una mala estudiante, menos en inglés, no sé por qué.
Y de la
televisión fui haciendo el reducto de aquellos agridulces años... y, de muchos
más por llegar...
Durante un
tiempo viví en las montañas con Heidi. Aquella niña que con su candor y
alegría atrapó todos los corazones infantiles, pero a mí me sedujo mucho más su
amiguita Clara, y como millones de niños
esperé con verdadera inquietud que volviera a andar.
Otros días
vivía en el circo. Cuando salía del colegio me refugiaba allí, viviendo aventuras,
cantando y riendo con los payasos < Fofó, mi adorado fofó >. Siempre me
hacían reír y resucitaban el brillo de unos ojos tempranamente tristes. Cuando
los payasos acababan, que siempre duraban lo mismo que mi eterno bocadillo de
salchichón, mamá apagaba la tele. Nos poníamos a hacer los deberes mientras
escuchábamos a lo lejos... Elena Francis. Garabateaba en el cuaderno
pequeños corazones pensando en mi vecino... Nos haríamos mayores, nos
casaríamos y él se enamoraría de otra mujer, así pues no me quedaría más
remedio que escribir al consultorio para que me buscaran una solución. Allí
averiguarían que mi vecinito era un príncipe venido a menos, pero que tenía
caballos secretos.....
Dejaba
volar mi fantasía e imaginación siempre. Surcaba el cielo de la mano de Peter
Pan, y no sólo en el país de Nunca Jamás, con él nadie se reía de mí, salvo en
el colegio donde mi imaginación y Peter Pan se quedaban, cada vez más a menudo,
en la puerta de la calle.
Una gélida
mañana de otoño cuando mamá nos preparaba para ir a la escuela me llamó la
atención la música de la radio. Mi padre no estaba en casa y mamá estaba tan
rara que me deshizo las coletas nada más peinarme, pero como no dijo nada
cogimos nuestras carteras, metimos el donuts para el recreo y nos fuimos.
El
autobús, que nos llevaba al colegio desde que vivíamos en las afueras, se
retrasaba, así que los niños que allí esperábamos empezamos a jugar. Gritábamos
alegremente... -¡CALLAOS! -nos chillaron desde una ventana... -UN RESPETO, SE
HA MUERTO FRANCO –sentenciaron con un grito negro.
-¿Y ese
quién es? –preguntó con prisa Valeria agarrándome de una manga de la trenca
roja.
A lo que
Paloma -que decía que el día anterior había estado en Madrid y yo sabiamente
empezaba a dudar porque no había visto a mi prima que vivía allí- respondió
orgullosa de saberlo:
-El
capitán de España. ¿Te acuerdas, May, cuando pasó con el coche al lado del
colegio y nos sacaron a todos con nuestro babi limpio y el lazo bien puesto?,
sí -continuó- y nos dieron banderitas que teníamos que mover cuando pasaban...
...
-Maysita Narro ¿Quieres dejar de tirar del pelo a Paloma?
-Ha
empezado ella, Dª Goyita.
-¡Acusica!
-¡Ay! ¡Ay
que daño me ha hecho…! Seño, seño, señoritaaaaa
¡Que ma dao en toda la espinilla del pie y me la ha rotoooooo!
La mañana
era diáfana. Los alegres gorjeos de los verderones que poblaban los añosos
chopos del patio se confundían con el alboroto del medio centenar de niñas con
su babi rosa inusualmente limpio y recién planchado. El aire olía a excursión.
Las amplías aulas del parvulario, de enormes ventanas abiertas y paredes amarillas empapeladas de dibujos de
casitas, soles y arco iris, bullían de movimiento. El edificio que albergaba
las aulas de los más pequeños, estaba separado por un espacioso y alegre patio
del resto del colegio, la alongada verja de piedra blanca que lo delimitaba
había sido engalanada con vistosas banderas de España.
-Vamos,
vamos ¡Silencio! Venga, venir aquí, una detrás de otra. No, no, no os cojáis de
la mano. Una detrás de otra... Así. Rápido, rápido ¡Maysita y Paloma, en cuanto
volvamos castigadas mirando a la pared!. Silencio ¡Silencio! Toma, ésta para ti, ésta para
ti... Cada una con una banderita y la agitáis cuando pase el Generalísimo.
-¿Cuándo
pase el quién…?
-¡Silencio!
Somos los últimos como siempre, los niños ya han salido ¡Rápido! rápido. Una
detrás de otra, agarradas al babi de la que va delante. Así. Venga rápido, ir
saliendo. Maysita no te sueltes que cobras, pero ¿A dónde vais con los donuts?
Que no, no no, que no vamos al Zoo, dejar todo aquí ¡Salir, salir! No te
sueltes que cobras. Venga, venga, y mover las banderitas.
Era
demasiado pequeña cuando Franco y su mujer, doña Carmen, que acudirían a
inaugurar cualquier pantano, pasaron con su coche, rodeado de motoristas, por
la carretera que lindaba con el colegio. Todos los alumnos, unos quinientos
niños y niñas entre los cuatro y quince años acompañados de una veintena de
profesores -me temo que algo desquiciados de aguantarnos- esperamos con
impaciencia el paso de la comitiva. Y cuando por fin llegó el momento, sólo
vimos una mano enguantada de blanco que decía adiós desde un coche negro, pero
hasta la directora movió con alegría su banderita...
Fue el
veinte de Noviembre de 1975 cuando nos anunciaron a gritos la muerte de
Francisco Franco desde una ventana, yo tenía nueve años.
El año que
estaba a punto de empezar traería para mi familia presagios de terremotos
emocionales. Y esos augurios no tardaron en comenzar.
Pocos
meses después de Navidad a mamá la tuvieron que hacer una complicada operación
de espalda. Nunca olvidaré el miedo en sus ojos cuando se iba al hospital,
cuando la vi bajando las escaleras de casa, apenas podía andar. Me quede
desolada, perdida y terriblemente asustada. Por fortuna todo salió bien, pero
mamá tuvo que pasar por una larga recuperación.
En el
colegio me sentí querida y mimada por un tiempo, puesto que en los primeros
días en los que mi madre estuvo fuera de casa lloraba mucho, cosa que no hacía
cuando se burlaban de mí, mas ese periodo de tiempo fue muy corto. Mi torpeza
se iba haciendo patente en todos los sitios y las burlas... crueles, sí
crueles, aumentando.
Me decían
que mis piernas eran alambres. Que no andaba como todo el mundo y que era un
pato mareado. Yo decía que eso era mentira y que me dejaran en paz porque a mis
piernas no les pasaba nada y que andaba como cualquiera, pero siempre que lo
decían me ponía muy triste porque también decían que no sabía correr y para
demostrarles que estaban equivocadas echábamos una carrera y entonces yo
llegaba la última, y me quería morir. Pero no tanto como cuando Paloma se
enfadaba conmigo, y como las demás, me llamaba pato mareado y sólo por eso,
porque era un pato, no quería ser mi amiga y me dejaban sola y entonces
Valeria, sin saber lo que pasaba, dejaba a sus amigas y se venía conmigo.
Fue al
poco de recuperarse mamá cuando ayudándome a bañar se dio cuenta de que el agua
al bajar por mi columna hacía una curva. Tenía una escoliosis.
Como era
una niña muy alta, el traumatólogo considero muy normal mi desviación de
columna, además, era pequeña, tenía pocos grados. Empecé a hacer rehabilitación
con doce años. Por suerte para mí, el médico me prohibió que continuara con mi
entonces “gran pesadilla”, la clase de gimnasia, pero... empezó otra: llamar la
atención por tener que salir antes del colegio para asistir a las sesiones de
rehabilitación. Sólo por eso me consideraba diferente y no me gustaba ya que
empezaba a sentir una vergüenza demoledora al tener que caminar delante de los
demás ¡Todo el mundo vigilaba mi paso!
Mi
rendimiento escolar dejaba mucho que desear, aprobaba por los pelos, casi nunca
hacía los deberes, no quería, no podía, necesitaba un punto de evasión antes de
que mi pequeño mundo saltara en mil pedazos, y esa evasión sólo la encontraba
en mis fantasías: entre las líneas de los renglones de la lección del día
siguiente, en mis recortables, en mis tebeos. O jugando con mis hermanos al
monopoly.
Las burlas
de las que era objeto me hacían sentir cada día más torpe.
Me moría
de vergüenza cuando algún chico del colegio me decía algo o se daba cuenta de
que existía. En lugar de ir adquiriendo la confianza propia de un adolescente
me ocurría todo lo contrario. Por eso, y porque vi a mis amigas riéndose cuando
un chico me dio un papel en el recreo, lo rompí con furia y lo tiré a la
papelera. Pero antes lo había mirado por encima. Decía algo como que poesía era
yo, que le miraba con mis pupilas azules..., mis amigas se habían reído con
razón, yo tenía los ojos marrones... ¡Aquél chico se había equivocado al darme
el papel!
Me volcaba
en mis sueños y fantasías, por entonces con dos apuestos detectives: Starky y
Hutch. Ellos me defendían siempre, no dejaban que me llamaran pato ni que nadie
se riera de mí. Ya no volaba con Peter Pan, ahora soñaba ser un ángel de
Charlie que los domingos después de comer se iba a tomar el café a la Casa de
la Pradera.
1 comentario:
Cuando un niño se siente acosado y ridiculizado por sus compañeros es capaz de todo. Yo empecé a rechazar los estudios.
La timidez nunca ha desaparecido.
Alguna compañera de la Aneja -mi colegio- se han quedado muertas porque no eran conscientes de lo que ocurría entonces.
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