Miércoles,
8 de Septiembre.
¡Han
aprobado! ¡Han aprobado! ¿Qué hago?. Ya he llamado a Juan, no estaba y se lo he
dicho a su madre que ni siquiera sabía que estaba dando clase. Pues así se
entera y ve que soy útil.
Ay Dios,
han aprobado todos ¡joer qué nervios!. Creía que iban a suspender. A lo mejor
es que no soy muy mala enseñando Inglés. No me estoy riendo, en serio.
¡Cuánto
tiempo hacía que no escribía! A veces no es fácil y sabes que todo ha sido
demasiado difícil.
Este
verano, la semana que pasé con mis padres en la playa, fue terrible. Apenas
puedo andar sobre la arena y eso que iba agarrada del brazo de mamá, y con Juan
aquí viví... la semana más larga de mi vida.
Menos mal
que el reencuentro y el resto del verano han tapado esa semanita muy bien, pero
que muy bien tapada.
¡Han
aprobado! ole ole oleeee
******
El sol
brillaba. Lo veía, lo sentía. Cumplí veinte años intuyendo que podía confiar en
la vida, en mi vida y de alguna forma supe que podía confiar en mí. Podía...
debía abrir los brazos, las manos, llenándolas de color, debía abrir los ojos
contemplando esas pequeñas cosas, debía abrir por fin mi alma dejando salir a
esa mujer que, pese a todo, llevaba la belleza de la vida grabada en su ser.
Poco a
poco volví acompañada de Valeria o de mamá a la peluquería de Minerva, poco a
poco volvió a pasarme inadvertida su cojera. Su forma de ser, su persona
dejaban muy aparcada su minusvalía. Aún así me costaba acercarme a ella. La
veía tan segura que me hacía sentir pequeña.
A veces,
cuando veía a una persona joven en silla de ruedas, me quedaba hipnotizada
mirándola, admirando su valentía, pidiendo interiormente que no se molestase
porque mirara ya que algún día seríamos iguales. Pero cuando me daba cuenta de
lo que estaba pensando, cerraba los ojos apretándolos fuertemente y me gritaba que yo lucharía hasta quedarme
sin fuerza para que ese momento no llegara. Sólo que no sabía cómo.
Sabía que
nunca me había tomado en serio los ejercicios de rehabilitación. La gimnasia,
el único tratamiento de la ataxia de Friedreich. Ahí debía centrar mi lucha.
Con el primer dinero que conseguí por mi misma (el de la pensión me negaba a
usarlo) me compré una bicicleta estática. La puse en mi dormitorio al lado de
la foto gigante de Miguel Bosé, junto a mis queridos muñecos de peluche, debajo
de la pequeña estantería donde guardaba mis tesoros: aquella muñequita de porcelana
con la cara pegada tantas y tantas veces; mi querido diario cuya llave llevaba
colgada con la medalla para que nadie hurgara en mis miedos que sólo allí era
capaz de contar; aquella imagen de la
Virgen de Fátima; mi pequeño y gastado crucifijo; las Rimas y
Leyendas de Bécquer; Romeo y Julieta; la
foto que encontré en casa de la abuela de cuando yo tenía seis meses; el
medallón que le regalo el abuelo cuando se prometieron; Juan y yo entrando al
Zoo; mi colección de miniaturas de cristal...
Empezó el
invierno, y sin esperarlo me vi enseñando Inglés a casi una docena de niños.
Cuando terminaba de dar clase me encerraba en mi habitación, pedaleaba media
hora y después caminaba otro tanto entre la cama de mi hermana y la mía, volvía
a bailar aunque a veces me caía encima de una de las camas, pero no importaba.
Mis muñecos reían y aplaudían conmigo. Mientras, José Luis Perales me decía lo
que era El amor, Sí, Tú como yo; Mocedades me enseñaba su Amor de
hombre; Alaska me recordaba que si quería podían sonar Mil campanas,
que se pasaba el día bailando...
En las
sesiones de rehabilitación trabajaba más que nunca pero me daban el alta muy a
menudo, dejándome sin gimnasio varios meses y eso, cada vez me gustaba menos.
Había tardado en comprender que toda la gimnasia que hiciera era poca, pero
ellos lo habían sabido siempre.
Mi
objetivo era “no empeorar” y empezaba a sospechar que solamente yo estaba al
mando del ejército.
Una noche cerca de Navidad, mientras intentaba
conciliar el sueño…
-Oye May,
ayer cuando salía del cine vi a Candela pero no me saludo, iba guapísima y
súper moderna. A mi mamá no me deja ponerme una mini tan corta. Bueno que yo
pienso que a lo mejor estaba enfadada y hoy cuando venía de la panadería estaba
limpiando la escalera y le he dicho que la vi ayer y dice que no era ella y se
ha metido a su casa y ni siquiera había terminado de limpiar y yo creo que sí
esta enfadada. ¡Jo May!, es que no tengo sueño ¡date la vuelta!. No estarías
dormida ¿verdad?
Me di la
vuelta, la mire entreabriendo un ojo
-Te he
dicho mil veces que no hables tan deprisa ¿En serio que hay que hablar ahora?
-Es que no
tengo sueño
-Pero yo
sí, cacho Valeria, y mañana tengo consulta con el Neurólogo a primera hora. ¡Apaga
la luz! Otro día hablamos de por qué Candela
no ha acabado de limpiar la escalera.
Me di la
vuelta.
-¡Qué
graciosa más tonta eres! ya verás ya, cuando quieras poner la radio por la
noche para escuchar ‘La ronda’ y me quieras hablar del Juanito y…
-¡Duérmete!-
le dije tirándola un cojín mientras oíamos a mamá decirnos que nos calláramos.
A la
mañana siguiente en la consulta de Neurología me hicieron las pruebas de
siempre. Comprobar los reflejos de piernas y brazos; examinar la coordinación
de las manos; observar como andaba a lo largo de la habitación...
El neurólogo
me dijo que me encontraba... ¡mejor! Cuando le oí decir eso, vi el azul del
cielo hasta en el suelo. Un sinfín de campanillas (o eran cencerros?) sonaron a
la vez en mi alma. Trabajaba más que nunca para no empeorar, pero yo no
esperaba mejorar. Era la primera vez que me decían que estaba mejor; me pasaban
las revisiones de Neurología una vez al año y lo último que esperaba nadie era
que hubiera alcanzado una pequeña mejoría. Me felicitaron con los ojos.
Por la
tarde al encontrarme con Juan me abracé a él llorando. Se asustó. Nunca me
había visto llorar por una buena noticia.
Yo
tampoco.
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