Los
primeros días del nuevo año los viví encerrada en mí, en mis tinieblas. De la
cama al sofá y del sofá a la cama.
La doctora
que me trataba por entonces, intentó hacer un pequeño experimento cuando le
comenté que me temblaba la cabeza, a veces; sólo me temblaba cuando me daban fuego
para encender un cigarrillo y no siempre, y ella vio, no necesité contárselo,
que andaba peor.
(La ataxia
de Friedreich no tiene ningún medicamento específico, hoy por hoy, para lo que
es en sí la ataxia. Ello, lo sé, crea impotencia y a mi doctora se la produjo.
Imagino que al oír la palabra temblores, pensaría que unas pastillas que se
recetaban para el Parkinson me vendrían bien. Y yo todavía no sabía que si
estaba relajada no temblaba. Me señaló que no sabía si me podían ayudar pero
que otra cosa no podía hacer, salvo probar. Por supuesto probé.)
Recuerdo
que pasé varios días sin apenas moverme. Sentada en la terraza acristalada del
salón, tomando un sol que no llegaba a entrar en mí; escuchaba la radio y
devoraba novelitas rosas, guardaba un reposo que me auto impuse creyendo así
que las pastillas me harían efecto antes. Por lo menos ya no temblaba.
Pero cada
día estaba peor y más triste.
Las
novelas fáciles, simples y rápidas, me hacían vivir un episodio de amor que me
mantenía en las nubes mientras leía; al acabar la lectura todo era peor, me
daba cuenta que yo no era ninguna de aquellas protagonistas y que nunca
llegaría a serlo. Ni siquiera era una mujer normal. Y entonces, veía mi suerte,
mi vida, más horrorosa que nunca. Pero aún así, sólo quería leer cosas fáciles
donde tomara prestada otra vida por unos minutos, por banal que fuera,
comparada con la mía, cualquier vida era maravillosa, y bajaban y subían
escaleras como una fabulosa o caduca actriz de vodevil, llenas de plumas,
lentejuelas y con exquisitos zapatos de tacón.
Y sin
embargo yo... a mí las escaleras, cada día me daban más miedo. Sobre todo los
seis escalones que desde el portal daban ya a la calle. Más de una vez
sorprendí a alguna vecina que, desde su ventana, dejaba de sacudir la alfombra
en espera de verme bajar; otras veces se medio escondían entre las cortinas, y
yo me sentía el peor criminal a quien espiaban y luego se lamentaban que cada
día estuviera peor. Y llegué a temer tanto aquellos seis peldaños, como a una
evaluación constante que sobre el avance de la enfermedad me hiciera el
vecindario. Sentimientos absurdos aquellos temores, pero tan reales...
Por contra,
me bastaba poseer un poco de ilusión, saber o imaginarme que nadie me veía a la
hora de enfrentarme a tan terribles montañas, para subir y bajar las escaleras
sin ningún problema.
Y esa
pequeña ilusión, gracias a Dios, la encontré al retomar las clases, y por
fortuna, también desde el cielo, pusieron fin a mi reposo.
Mi curso
era el encargado de organizar aquel año la fiesta del instituto. Colaboramos
todos, y esa colaboración hizo olvidarme de mi afán de esconderme de la gente
cuando andaba. Participaría en un baile de disfraces. Me hacía mucha ilusión
ser otra persona por un día entero, ser una india.
Me dejaron
una enorme casaca roja; recogí mi melena en dos largas trenzas y me pinté
pequeños trazos de colores en la cara; busqué mis vaqueros más ceñidos y
gastados; robé a mamá una ajada hacha para cortar la cabeza de los pollos, y
pedí permiso, sin que se diera cuenta, a Valeria para ponerme sus botas nuevas
de flecos.
Y me
convertí en Nube roja.
..... Nube
roja fue la única superviviente de un asalto apache al fuerte Casteld. Tenía
dos años. Nube amarilla y su familia la adoptaron y criaron como una muchacha
india más. Cazaba, corría, cabalgaba como una auténtica apache, enamoraba con
sus gráciles movimientos al andar........
A mis
compañeras más cercanas les escribí una pequeña historia referente a su
disfraz, yo también tuve la mía. Era parte del juego.
Lo que no
fue parte del juego, fue la asistencia de Juan a la fiesta. Ni siquiera sabía
que había regresado.
Sin darme
cuenta mis ojos le persiguieron todo el día. En la exhibición de karate, en las
gradas del campo de fútbol…; y casi me sentía perdida si le sorprendía sin
mirarme. Yo no quería reconocerlo, pero hubo quién sí. Cuando sonriendo, alguna
de mis amigas me decía: “- Te gusta Juan, ¿verdad?”. La miraba con cara de
haber oído la mayor majadería del mundo, y me iba en busca del hacha que perdía
en cualquier parte. Una vez con el hacha en la mano, volvía a mirar a Juan. Y
si veía a alguna de mis amigas sonriéndose, saltaba y daba vueltas a mi
alrededor con el hacha levantada.
Nadie me
hubiera ganado a hacer el indio.
Al
finalizar el día, habiendo perdido el hacha de nuevo, mientras bailaba pegada a
Juan en el gimnasio del instituto metamorfoseado en salón de baile, me pidió
que saliera con él.
Me besó y
le besé, y en mis labios sentí el sabor de la verdad; un sutil perfume de amor
me tendía la mano abierta para que me asiera a ella, pero no me atreví a
cogerla. Ya no era Nube Roja, había perdido el hacha y la pintura de mi cara
estaba desapareciendo. Volvía a ser May, y aunque sentía unos incipientes
fuegos artificiales naciendo en mi interior, tuve miedo y me callé. Volvió a
preguntarme. Pensé en Andrés pero miré a Juan, y al contemplar sus ojos verdes,
le pedí que me abrazara.
Abandonamos
el gimnasio cogidos de la mano. Le hablé de Andrés, y cuando nos despedíamos,
sin soltar mi mano, me preguntó si aquello era un no. Le dije que no lo sabía.
Me besó en los labios, y antes de irse susurró que no había prisa.
A los
pocos días mamá me preguntó si había visto la pequeña hacha. Sonriendo le guiñé
un ojo. Pero rápidamente se me heló la sonrisa cuando enfadada, casi en jarras
y con los rulos puestos, volvió a preguntar:
-¿Has
visto el hacha sí o no?
-¿Qué
hacha? -mi madre arrugó el ceño, e intentando esquivar la tormenta que se
avecinaba, le dije:
-ahhhhhhhhhhhhh
la mata pollos, sí aquella que comprasteis para matar el pollito que nos regaló
el carnicero, porque sabes mamá, nunca nos creímos que el pollo se convirtiera
en gallo y os lo llevarais al pueblo, que aunque tenía siete años, me acuerdo
muy bien de todo y lo que tú no sabes es que el pollito tenía una marca de
nacimiento que…
Acabé mi
perorata con dificultades para contener la risa. Mientras, mi madre había
trinchado el pollo con un cuchillo de Albacete y luego se había metido al baño
a quitarse los rulos.
Del hacha
nunca se supo.
A partir
del día de la fiesta, casi todas las tardes Juan iba a buscarme al instituto.
Nos fuimos conociendo despacio y en él encontré al mejor confidente. Le conté,
sin mentiras, sin reservas, lo difícil que era vivir siempre al borde del
abismo; le presenté al auténtico Friedreich y él le estrechó la mano sin miedo.
El tiempo volaba a su lado. Conversábamos, reíamos..., y me gustaba tanto que
hablara mientras me miraba con arrobo, que poco a poco, me fui sintiendo
princesa a su lado.
Finalizaba
el mes de Enero cuando de nuevo me pidió que fuéramos más que amigos. Y de
nuevo me callé, porque no quería equivocarme ni hacerle daño, ni hacérmelo a
mí. Pero sin embargo esa noche, cuando me llevó a casa en su coche, me sentía
tan mal con mis silencios, decisiones y sentimientos que me consideraba un ser
abominable. Algo se me pasaba por alto.
Juan
estaba muy serio, y yo le di un beso en la mejilla y salí del coche.
Subí las
escaleras y aunque sabía que me estaba mirando, mis piernas no dudaron. Mi
corazón y mis manos, al abrir la puerta del portal, sí lo hicieron.
Le miré
mientras me introducía dentro. Había salido del coche y apoyado en él fumaba un
cigarrillo.
Entonces
recordé la letra de una canción que habíamos oído minutos antes.. “He vivido en
una celda de castigo, mi amor, hoy comienza para mí la libertad...”
No era
capaz de cerrar la puerta. Esa noche no. Empezaba a entender que quizá me tenía
que dar una oportunidad. O a él. O a yo que sé quién.
Le volví a
mirar.
Apoyado en
su coche me miraba ofreciéndome sólo amor...
A
mí...
Eso era lo
que siempre había buscado. Tal vez me equivocara pero nunca lo sabría si dejaba
pasar lo que me ofrecía la vida sin recargo. Tal vez...
Bajé las
escaleras, sin ningún problema, con seguridad en mis piernas y dudas en el
alma. Me acerqué. Le miré a los ojos, le besé, y al rozar sus labios supe que
los míos no mentirían si le decía que le quería.
Juan dio
un sentido a la vida que ignoraba que pudiera tener. La seguridad que me
proporcionaba el saberme, el sentirme querida era todo; el poder querer y
entregar sin recelo me ensanchaba el corazón. Como una niña vivía el cuento más
bonito, vivía cada día un sueño. Un sueño para dos.
Experimenté
una notable mejoría en mi forma de andar, me acerqué de una forma sorprendente
a mi familia, con la cual, la comunicación era cada vez más difícil. Con
Candela, mi vecina, tuve una larga conversación un día viniendo de comprar el
pan, sentadas en las escaleras del portal. Mi estancia en el instituto dejó de
darme miedo, volvía a estudiar, a sonreír, a cantar y no me hacía falta
fantasear para ello.
Me
entregaba cada día una flor. Era feliz. Había descubierto que podía ser feliz,
que la vida también sonríe, que los sueños se cumplen incluso a mí. Empezaba a
sentirme una mujer entera. Deseada, querida, amada, soñada.
Así, fue
más fácil asimilar mi descubrimiento de que no podía parar la marcha de la
ataxia de Friedreich aunque sabía que ese empeoramiento a partir de aquel
momento iba a ser difícil, porque ya no estaba sola; porque una May, a quien no
conocía, empezaba a removerse dentro de mí queriendo salir.
Pero fue
demasiado sencillo olvidar que la enfermedad no se podía parar, frenar o por lo
menos hacer que todo avanzara lo más lentamente posible.
Nadie me
había enseñado a luchar, nadie.
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