Aún no
había cumplido los diecisiete años cuando supe que había elegido a la Pasión por compañera de
vida. Luego, mi compañera, esa pasión, se rebelaría, incluso quizá un nimio
aumento de letras invertiría su significado y acaso tuviera que huir de ella,
de mi compañera... de esa pasión.
Pero,
vayamos por partes.
Una mañana
de sábado cualquiera observaba la mudanza de los nuevos vecinos en mi bloque.
Desde la ventana de mi habitación, con los codos apoyados en su alféizar, las
largas coletas marcando aún más mi cara de niña, no me perdí detalle de los
primeros minutos de la familia de Candela en el barrio.
“¡Qué
guapa era! ¡Con que rapidez cogía y guardaba las cajas! ¡Qué agilidad al saltar
del camión! ¡Qué suerte ser como ella!".
Al día
siguiente en la panadería tropecé con una estantería, alguien me agarró
evitando así que cayera, era Candela. Mis ojos aliviados del susto le mostraron
mi agradecimiento cruzándose con una sonrisa todavía infantil y algo más, pero
totalmente inefable para mí...
-¿Estás
bien?- pregunto con sincero interés.
-Sí.
Mi timidez
y la angustia que sentía cada vez que llamaba la atención, me hicieron
contestar con parquedad.
Me
sorprendió encontrarla fuera de la tienda esperándome. Fuimos juntas hacía el
portal, hablamos muy poco. Tenía veintidós dos años, era la mayor de siete
hermanos y se habían mudado el día anterior.
Ya lo
sabía.
Candela,
al comprobar mis vacilaciones a la hora de empezar a subir las escaleras, me
ofreció su brazo para que me agarrara (no había barandilla). Fue un golpe bajo,
así lo sentí. -¡Era la primera vez en mi vida que me brindaban ayuda¡-. De
repente dije que se me había olvidado algo en la tienda y me fui de nuevo a la
panadería. No volví al portal hasta que comprobé que no había nadie, que nadie
me veía ni se daba cuenta de que empezaba a tener problemas al subir las
escaleras.
Pero la
vida transcurría sin pausa, y la escoba del tiempo lo tapaba todo, o quizá sólo
lo cambiaba de sitio.
En la
siguiente primavera, la de 1981, el amor me volvió a visitar. Mas antes de
entregar mi corazón me di cuenta de que algo fallaba, o sea que sólo puse en
juego medio corazón porque fui incapaz de resistirme a las lisonjas, caricias y
labios de Miguel, por mucho miedo que me diera volver a sufrir.
Me enamoré
a precio de saldo.
Miguel era
guapo, muy guapo, tan guapo que sacaba algún dinero haciendo de modelo. Era de
dominio público que tenía novia, pero como empezó a ir detrás de mí, mis amigas
y yo, pensamos que lo habían dejado.
Le conocía
desde siempre pero nunca habíamos mediado palabra. Yo, la eterna sombra de la
timidez, sentía como si el patito feo se hubiera convertido en el más bello
cisne. La situación me obnubiló, y cuando supe que en realidad seguía teniendo
novia y la dejaba en casa antes de venir al disco-bar donde nos encontrábamos,
ya era demasiado tarde: había caído en las redes de sus encantos y no me quería
ir de allí. Miguel me dijo que la dejaría, y aunque no me lo creí, eso me
bastó.
Pero me
empezó a sobrar cuando los besos, caricias y abrazos que yo necesitaba, a él no
le bastaban. Por eso, cuando se fue a la mili dejé vía libre a la novia para
que le llorara y guardara su ausencia. Fue fácil aparentar que no me había
herido y más, cuando su novia comenzó a frecuentar nuestra pandilla.
Cristina,
era una chica preciosa; rubia, alta, simpática e hija de un famoso empresario
de la ciudad. Más que con ninguna de mis amigas, lapsus de la vida, congenió
conmigo. Nunca he sido hipócrita y aunque sutilmente intentaba evitarla, me
negaba a rechazarla sin explicarle el motivo. Pero claro no podía. A ver como
diablos le decía: no te fíes de tu novio, tal vez te ponga los cuernos, hasta,
es sólo un ejemplo ¡Eh!, te los ha podido poner conmigo. Ese pequeño discurso
lo llegué a ensayar miles de veces delante del espejo cuando hacía la gimnasia
en casa, mas nunca se lo pude decir.
Se
encariñó mucho conmigo cuando supo porque me fallaba a veces el equilibrio.
Recuerdo un día en el que, durante el verano, acudimos a una romería; no se
separó de mí ofreciéndome su brazo para que me apoyara después de andar más de
cinco kilómetros. Lo malo fue que Cristina no vino sola sino con Miguel, ya que
éste contaba con permiso de fin de semana. En cuanto pude, casi al finalizar el
día, cogí un autobús, con mi inseparable Montse, de vuelta a casa alejándonos
de los demás. Todos, absolutamente todos, entendieron “que no pudiera más”, que
estuviera demasiado cansada por lo “mío” (como se referían a la ataxia mis
amigos).
Por suerte
para mí, la relación de amistad, entre “la extraña pareja” y mi pandilla,
comenzó a dar pasos en direcciones opuestas.
Varios
años después supe que Cristina se había casado con el hermano de Miguel.
¡Me caía bien
esa chica!
En
Septiembre comencé el segundo grado de administrativo en un instituto situado
en las afueras. Debería hacer cuatro largos trayectos diarios en autobús
atravesando la ciudad. Seguiría estudiando con mis amigas, por lo tanto, nada
más me importaba, ni siquiera que mis problemas al andar avanzaran puesto que
no quería darme cuenta ni reparar en ello. Me sentía arropada con ellas, hasta
“a salvo”, quizás.
El
instituto estaba al lado de la estación de Ferrocarril, en medio de un arenoso
descampado. Era enorme; tres grandes edificios, dos de tres plantas, y uno con
talleres y gimnasio de una sola planta; una cancha de baloncesto, un pequeño
campo de fútbol y, volviendo de nuevo a los dos edificios principales, los de
tres plantas que contenían las espaciosas y luminosas aulas, éstos, estaban
rodeados de jóvenes árboles, césped y un gran aparcamiento de coches. Una verja
roja de metro y medio delimitaba lo que serían durante tres años: mi instituto.
Éramos
muchísimos alumnos, tantos, que tuvimos que esperar dos mañanas consecutivas
para podernos matricular. Una de esas refrescantes mañanas, ya de otoño,
mientras esperábamos en una fila nuestro turno y fumábamos abrumadas por la
desidia un cigarrillo, algo del suelo..., además de mis deportivas nuevas que,
según el anuncio de la tele te ponía alas en los pies (¡qué cosa más cierta!,
yo me sentía así cuando estaba acompañada e ilusionada...), algo del suelo me
llamó la atención. Apoyándome en una de mis amigas me agaché al mismo tiempo
que el turno corría y la fila avanzaba. Al incorporarme con prisas un intenso
codazo en un ojo me dejó sentada en el suelo. El dueño del codo me ayudó a
levantarme y mi cabreo y dolor de ojo se diluyeron en el aire al ver su cara ¡Mi
estancia en el instituto prometía! Aquello fue... cómo decirlo..., quizá: ¡amor
al primer codazo!, seguro que sí, porque pudiendo pegar el codazo a cualquiera,
me lo pegó a mí.
El primer
día de clase le busqué por todas partes y mis investigaciones enseguida dieron
su fruto. Estudiaba para delineante, su clase estaba en la otra punta que la
mía, y se llamaba Luis. En el recreo le encontré en la cafetería. No me dijo
nada, estaba con sus amigos y yo me fui, con mi bocadillo de tortilla -lo mismo
que comía él-, junto a mis amigas que estaban apoyadas en un coche del
aparcamiento.
Mi clase
estaba situada en el último piso. Subir y bajar tantas escaleras a lo largo del
día, esquivar a docenas de compañeros que se sentaban en ellas, me trajo
problemas que en realidad ya estaban ahí, pero yo no quería o no podía ver...
-May ¿por
qué no bajas más deprisa? ¿Por qué te agarras siempre a la barandilla? ¡Pareces una vieja! ¡Mira que eres lenta...!
Llevaríamos
un mes de clases cuando los profesores me ofrecieron que utilizara un ascensor.
No entendí ni quise entender el ofrecimiento y me negué a usarlo. Prefería
pasar un mal rato, incluso caerme cuando no me podía agarrar a la barandilla,
que dejar de ser como mis amigas por usar el ascensor, y mucho menos quería que
me viera Luis quien se había olvidado del codazo, o eso parecía. Mas yo no, y
era feliz y me olvidaba de todas las escaleras del mundo cuando le sorprendía
mirándome.
Pero la
ataxia de Friedreich seguía su curso por mucho que lo quisiera ignorar.
Primeramente
sólo llamé la atención entre mis compañeros, quienes de alguna forma me
respetaban porque, por mis amigas, sabían que tenía una enfermedad. Pero
enseguida volvieron las risas y burlas a mi costa, sobre todo en los pasillos
en los que nacían o morían los tramos de escaleras, y entre clase y clase,
alumnos del enorme instituto, se divertían cuando veían bajar o subir,
titubeantemente si no me podía asir a la barandilla, a una delgaducha morena de
pelo largo. Y yo, aunque ante sus risas alzaba altaneramente la cabeza, la
verdad era que la inseguridad empezaba de nuevo a poblar mi alma y cada vez me
acobardaba más. Sólo me sentía segura cuando estaba acompañada, cogía miedo al
ir a cualquier sitio sola.
Pero eso
no era todo.
Los fines
de semana, después de bailar, reír y divertirme con mis amigas, cuando por la
noche volvía a casa, la alegría recolectada se esfumaba.
Vivíamos
casi todas en el barrio, las últimas en despedirnos éramos Montse y yo; la
dejaba en su portal y a mí me tocaba caminar sola dos calles hasta llegar a mi
casa, pero un grupito de niñatas que se aburrían sentadas en los bancos de la
plaza, encontraron su diversión burlándose soezmente de mí:
-¡Mírala!
¡Ya esta ahí, pato mareado, pisa huevos...!
Casi todos
los domingos por la noche llegaba al portal de mi casa llorando, me sentaba en
las escaleras, e intuyendo prontamente que una buena llorera ayudaba a
recuperar parte del sentido del mundo, me calmaba y subía. Setenta y cuatro
escaleras tenía que subir y bajar todos los días, por eso imagino que mis
problemas con ellas no eran muy acuciantes, por la costumbre.
Antes de
conciliar el sueño, después de rezar mis oraciones en las que cada vez pedía
con más vehemencia a Dios que me ayudara a ser como todos; con ojos húmedos,
mientras apagaba la voz, preguntaba... ¿ por qué a mí?
Abrazaba
mi almohada y sintiéndome abrazada por ella, acababa rindiéndome en brazos de
Morfeo; allí, en no sé que país lleno de nubes de colores, donde la bondad,
ternura y cariño, imperaban siempre, me sentía querida, respetada y sobre todo
apoyada.
Pero
aunque mi fantasía me proporcionaba el mejor bálsamo, pronto, el miedo que me
embargaba al caminar sola, se convirtió en pánico. Acompañada, aún sin
agarrarme al brazo de nadie, la marcha atáxica (caminar como un borracho)
disminuía considerablemente.
Una noche,
mis amigas, sabiendo de los insultos de las chicas del barrio, me acompañaron a
casa. Querían hablar con ellas, bueno hablar... Pero aquel domingo por la noche, aunque las
chicas estaban donde siempre, al verme acompañada, se callaron. Fuimos nosotras
las que nos acercamos a ellas, y yo, la que les saludé. Me preguntaron entre
risas que si esa noche no pisaba huevos, y fue Montse la que de un empujón
sentó de culo en el banco a quien había hecho la pregunta. Luego, todo fueron
empujones de unas a otras hasta que alguien habló de una enfermedad...
Nunca más
me volvieron a insultar... ellas.
Mas lo
peor, y lo que más me hundía, era que quién no me conocía empezó a confundirme
con una adolescente alcohólica o drogadicta.
La primera
vez que me llamaron borracha... delante de mis amigas me reí y les prohibí que
dijeran que yo no bebía, pero cuando llegué a casa me encerré en mi habitación
y apenas sin ver, pues las lágrimas me lo impedían, escribí en un cuaderno...
“JAMÁS...
JAMÁS sacaré a nadie de su error, prefiero mil veces que piensen mal de mí, a
que me tengan lástima por tener… seré una borracha, seré lo que quieran pensar,
pero no seré yo quien diga que estoy enferma”. 18 de Diciembre de 1981.
Aquella
noche nació mi más fiel, íntimo, y a veces olvidado Amigo, mi querido diario.
Olvidado, porque aún en mis más angustiosos momentos, me sacó a flote mi
fantasía e imaginación, mis sueños que seguía plasmando en cuartillas, en los
cuales yo era otra persona, o construía un mundo a mi antojo, o me convertía en
la mujer que algún día querría ser, o qué sé yo...
Gracias a
esos sueños, a esos mundos inventados, gracias a esa dulzura y sensibilidad que
brotaba y se difuminaba en el papel, conseguía amortiguar el daño que puñaladas de jóvenes inconscientes me hacían.
A mi fiel Amigo, mi diario, recurría cuando la “sangre” que me producían, me
impedía soñar. Él siempre estaba ahí, ayudando a limpiarme, ayudándome a
conservar la salud mental.
Pero,
irremediablemente la pesadilla en la que vivía influyó en los estudios, empecé
a suspender todas las asignaturas, menos Inglés. Me volví a encerrar en mi
mundo interior, y de ahí sólo salía los fines de semana. Era feliz bailando,
estando con mis amigas, enamorándome a diestro y siniestro; y entre semana,
dejando volar la imaginación mientras estudiaba.
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