Tenía
cinco años más que yo. Respiraba hombría por cada poro de su piel y era
extremadamente guapo, no fue difícil... fue muy fácil caer rendida a sus pies.
Al principio él no sabía de mi enfermedad, amigos comunes se lo contaron, yo
no. Desde el momento en que lo supo se convirtió en mi espadachín, mi protector,
mi héroe que se pegaba con todo aquel que insinuara que yo era una
alcohólica -demasiada gente-.
Andrés se
convirtió en mi príncipe.
Me enseñó,
pausadamente y con mimo, el lenguaje del beso; ese buscar mucho más, y esa
adorable locura de imaginar que algún día contemplaríamos el amanecer uno en
brazos del otro. Me enseñó a embelesarme contemplando la luna; a amarla; a
dejarme hechizar en su embrujo; a reflejarme en ella... en sus pecados.
Le subí a
mi pedestal. Tal vez por encima de mí. A aquella atalaya desde donde veía y
vivía la vida como cualquier otra chica. Andrés me hizo olvidarme de la
enfermedad, me hizo sentir mujer, una niña-mujer que casi sin saberlo sacó a la
luz todo el romanticismo impregnado y casi oculto que llevaba en su ser. Me
enseñó a pintar un cielo siempre azul. Me sentía tan segura y tan llena que
olvidé todos mis miedos. Tan solo una sombra, una duda... yo daba más de lo que
recibía. Pero la felicidad me empañaba y esa duda quedaba muy oculta.
Volví a
estudiar, a parte de que mi estado de ánimo me lo permitía, Andrés era
profesor; su inteligencia, su cultura le permitían tener conversaciones, en las
que mi escaso saber no me dejaban participar. Me convertí en su mejor alumna.
Era
profesor de literatura; todavía no había encontrado un trabajo y preparaba
oposiciones. Vivía en una ciudad no muy distante de la mía y aunque sólo nos
veíamos los fines de semana, su presencia me acompañaba allá donde fuera.
Andrés me presentó a Shakespeare, Balzac, Neruda y tantos otros. Me mostró el
maná de Belleza de la Literatura, y yo me empapé con fruición en ella.
Por
entonces yo no escribía, me dejaba enseñar. Era la protagonista de la mejor
historia, superada con creces a cualquier otra escrita por mí. Sólo que en mis
relatos yo decidía lo que iba a pasar. Aquí no decidí nada.
Un buen
día Andrés desapareció de mi mundo sin ninguna explicación.
Después de
enterarme de que no había sufrido ningún accidente y estaba bien, no supe que
pensar. Sólo sabía que me había quedado coja, hundida y perdida. Mis amigas se
enfadaban conmigo cada vez que decía... “me ha dejado porque tengo una
enfermedad”. No eran las únicas. Desde el fondo de mi alma una voz me
gritaba... “¡Sabes que eso no es cierto…!”
La música,
la luna, la literatura... todo me llevaba a él.
Intenté
quedarme en casa, dar la espalda a mis amigas, volver a abrir mi baúl de los
horrores... pero ellas se volcaron en mí. Su valiosa amistad y sobre todo su
enorme cariño, me ayudaron a “superarlo”, mas lo verdaderamente importante es
que ellas impidieron que me cerrara, que me bloqueara.
Era al
finalizar el día cuando las aguas turbulentas que surcaban mi alma se removían,
la noche me exigía recuperarle. Buscaba a Andrés con furia, impotencia y con
una añoranza infinita, entre mis sueños. Valeria me oía llorar pero no decía
nada. Por suerte casi había terminado el curso y no me dio tiempo a hundírmelo.
Mis miedos
no volvieron enseguida pues mis amigas estuvieron muy cerca de mí,
afortunadamente éramos un grupo numeroso, que sabíamos divertirnos, pero sobre
todo, éramos un grupo de adolescentes que nos queríamos y necesitábamos las
unas a las otras. Aunque algunas ya, apuntando hacia una relación sentimental
estable, pero en aquellos años siempre juntas.
A través
del tiempo, a través de los años... hoy sé que Dios puso en mi camino a las mejores amigas que se puedan
tener.
Durante el
siguiente verano, el del 83, empecé a ser medianamente consciente de algunos
cambios que la ataxia estaba produciendo en mi cuerpo. Mis pies. Siempre los
había tenido cabos, incluso de pequeña había usado plantillas que enseguida me
quitaron ya que me dificultaban el paso, pero fueron aquellos días de agobiante
calor en la piscina, cuando descubrí que el puente de mis pies se había
acentuado. Sabía perfectamente que no se podía hacer nada. Los escondía, me los
tapaba, me enfadaba si veía a alguien observándolos.
También me
di cuenta, que para levantarme, después de haber estado tumbada sobre la toalla
en la hierba, necesitaba un apoyo. Mis amigas se acostumbraron enseguida a todo
esto, y se comportaban de la forma más natural del mundo echándome una mano, o
diciéndome que me quitara la toalla de los pies, pues se me iban a quedar
blancos.
Fue aquel
año cuando Miguel Ríos realizaba una de sus giras triunfales por España, tras
el éxito de “El rock de una noche de verano ”.
En mi
ciudad el concierto se realizaría en la plaza de toros. Estábamos
revolucionadas ante nuestra asistencia al evento, entre otras cosas porque
asistiríamos sin la escolta de los adultos. Viví los días previos con una de
sus canciones, siempre en la mente... “A menudo me recuerdas...” -Santa Lucía-,
y es que, aunque intentaba enamorarme de nuevo, no podía.
Las mejores amigas que se puedan tener, llegando a Esplegares. |
La noche
en la que acudimos al espectáculo musical, avisé a mis amigas de que no se
separaran mucho de mí mientras subíamos al coso, pues era desde donde mejor lo
íbamos a ver. Al comprobar que había muy poca luz y subir para mí resultaría
muy difícil, sólo se nos ocurrió agarrarnos todas de la mano. Éramos más que
nunca pues se nos había unido mucha gente. Una vez acabado nuestro particular
show -inigualable cadena de divertidas adolescentes-, ya en nuestro sitio,
esperamos impacientes y sin dejar de chillar, la salida al escenario de nuestro
rockero favorito.
Cuando
entre el humo y las luces de colores que habitaban el escenario, le vimos
aparecer cantando su “Bienvenidos” todas nos levantamos sacando nuestras
guitarras invisibles. Saltamos, bailamos, cantamos con él. En algún momento del
concierto, alguien que no me conocía mucho me dijo:
-No seas
muermo ¡Salta más!
Era muy
tarde, llevaba una hora “saltando”, intentando mirar donde pisaba para no
caerme... y ante todo sintiendo en mis venas el rock de una noche de verano;
por toda respuesta estrellé mi
guitarra en su cabeza.
Fue un
largo, caluroso y, de alguna forma, divertido verano.
Transcurrían
los últimos días del mes de Agosto, cuando Andrés volvió a aparecer. Al verle
hasta el corazón se me detuvo y bastó que hiciera ademán de abrazarme, para
fundirme en sus brazos.
Le quería,
no lo podía remediar. La vida me estaba enseñando una de sus grandes lecciones,
ocultas aún para muchos, vivir el momento sin preocuparme del mañana, y yo la
estaba aprendiendo... ¿Por qué no podía
hacer lo mismo con Andrés? En aquel momento estaba con él, no me importaba qué
pasó, intentaba que no me importara lo que pasaría.
Sabía que
él me quería, aunque sospechaba que no todo estaba bien.
No hubo
preguntas porque entendí que no las contestaría y yo, yo sólo quería estar con
él. Volví a tocar el cielo, y a la semana de nuevo, desapareció.
Otra
vez... sabía que podía volver a pasar, pero ilusoriamente pensaba que había
cambiado. Que había cambiado y por eso había vuelto conmigo.
¡Entonces
sí que me quede vacía!
Aunque
volví a sentir muy cerca a mis amigas y el comienzo del nuevo curso me impidió
quedarme en casa, la cerradura del baúl de mis horrores salto por los aires
transportándome a un mundo de tinieblas, entre las cuales adivinaba una frágil
luz, esperanzada de que algún día volvería. Pero esa luz estaba muy lejos. Las
tinieblas encima... “¡qué lenta eres…! Tú sabes lo feo que es ver a una mujer bebida…
¡Eres una alcohólica…! ¡Hasta por la mañana va borracha…! ¡Si la empujo, se
cae….! ¿Dónde estás? Dime lo que pasa, por favor ¡No quiero quedarme sola otra
vez! Te necesito... es que... yo te quiero…”.
Empecé el
nuevo curso sumamente deprimida, y sobre todo apática. Esa apatía, desgana,
falta de ilusión... me llevó a que mi forma de andar se resintiera más que
nunca. Acababa de cumplir diecinueve años y me topé casi de narices con mi
realidad. No me quedó más remedio que ser plenamente consciente del avancé de
la ataxia. Ya no era sólo verme afectada mi forma de andar, mis pequeños
problemas de equilibrio... fue darme cuenta que mis manos también estaban
afectadas. Mis excusas para conmigo misma de la falta de velocidad a la hora de
escribir a máquina, llegó un momento que no me convencían porque comencé a
perder rapidez a la hora de tomar apuntes, tenía dificultad al escribir a mano
ya no sólo al teclear. Perdía rapidez escribiendo vertiginosamente.
En clase
no podía coger todos los apuntes que nos dictaban, y sin ellos no podía
estudiar; pero era incapaz de pedírselos a nadie porque me daba vergüenza
reconocer que no me daba tiempo a copiarlos. Más tarde llegó incluso a serme
muy difícil copiar todas las preguntas en los exámenes (sobre todo los problemas
de matemáticas financieras), pero me negué a comentar el asunto, me negué a
reconocerlo. Todo seguía como siempre. Yo, era una mala estudiante que seguía
“estudiando”, aunque me doliera en lo más hondo de mí el sospechar, intuir y
adivinar el porqué... “Tu no puedes trabajar, no eres como las demás ¿Quién te
va a dar a ti un trabajo? ¿Qué sabes hacer tú?”.
Tantos
retazos de aquellas sospechas me habían regalado a lo largo de los años, que
acabaron uniéndose en una siniestra caja negra dentro de mi mente.
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