Claridad, la novela

viernes, 24 de junio de 2016

3-III


Tenía cinco años más que yo. Respiraba hombría por cada poro de su piel y era extremadamente guapo, no fue difícil... fue muy fácil caer rendida a sus pies. Al principio él no sabía de mi enfermedad, amigos comunes se lo contaron, yo no. Desde el momento en que lo supo se convirtió en mi espadachín,  mi protector,  mi héroe que se pegaba con todo aquel que insinuara que yo era una alcohólica -demasiada gente-.

Andrés se convirtió en mi príncipe.

Me enseñó, pausadamente y con mimo, el lenguaje del beso; ese buscar mucho más, y esa adorable locura de imaginar que algún día contemplaríamos el amanecer uno en brazos del otro. Me enseñó a embelesarme contemplando la luna; a amarla; a dejarme hechizar en su embrujo; a reflejarme en ella... en sus pecados.
Le subí a mi pedestal. Tal vez por encima de mí. A aquella atalaya desde donde veía y vivía la vida como cualquier otra chica. Andrés me hizo olvidarme de la enfermedad, me hizo sentir mujer, una niña-mujer que casi sin saberlo sacó a la luz todo el romanticismo impregnado y casi oculto que llevaba en su ser. Me enseñó a pintar un cielo siempre azul. Me sentía tan segura y tan llena que olvidé todos mis miedos. Tan solo una sombra, una duda... yo daba más de lo que recibía. Pero la felicidad me empañaba y esa duda quedaba muy oculta.
Volví a estudiar, a parte de que mi estado de ánimo me lo permitía, Andrés era profesor; su inteligencia, su cultura le permitían tener conversaciones, en las que mi escaso saber no me dejaban participar. Me convertí en su mejor alumna.

Era profesor de literatura; todavía no había encontrado un trabajo y preparaba oposiciones. Vivía en una ciudad no muy distante de la mía y aunque sólo nos veíamos los fines de semana, su presencia me acompañaba allá donde fuera. Andrés me presentó a Shakespeare, Balzac, Neruda y tantos otros. Me mostró el maná de Belleza de la Literatura, y yo me empapé con fruición en ella.
Por entonces yo no escribía, me dejaba enseñar. Era la protagonista de la mejor historia, superada con creces a cualquier otra escrita por mí. Sólo que en mis relatos yo decidía lo que iba a pasar. Aquí no decidí nada.

Un buen día Andrés desapareció de mi mundo sin ninguna explicación.
Después de enterarme de que no había sufrido ningún accidente y estaba bien, no supe que pensar. Sólo sabía que me había quedado coja, hundida y perdida. Mis amigas se enfadaban conmigo cada vez que decía... “me ha dejado porque tengo una enfermedad”. No eran las únicas. Desde el fondo de mi alma una voz me gritaba... “¡Sabes que eso no es cierto…!”

La música, la luna, la literatura... todo me llevaba a él.
Intenté quedarme en casa, dar la espalda a mis amigas, volver a abrir mi baúl de los horrores... pero ellas se volcaron en mí. Su valiosa amistad y sobre todo su enorme cariño, me ayudaron a “superarlo”, mas lo verdaderamente importante es que ellas impidieron que me cerrara, que me bloqueara.

Era al finalizar el día cuando las aguas turbulentas que surcaban mi alma se removían, la noche me exigía recuperarle. Buscaba a Andrés con furia, impotencia y con una añoranza infinita, entre mis sueños. Valeria me oía llorar pero no decía nada. Por suerte casi había terminado el curso y no me dio tiempo a hundírmelo.
Mis miedos no volvieron enseguida pues mis amigas estuvieron muy cerca de mí, afortunadamente éramos un grupo numeroso, que sabíamos divertirnos, pero sobre todo, éramos un grupo de adolescentes que nos queríamos y necesitábamos las unas a las otras. Aunque algunas ya, apuntando hacia una relación sentimental estable, pero en aquellos años siempre juntas.

A través del tiempo, a través de los años... hoy sé que Dios puso en mi camino a  las mejores amigas que se puedan tener.
 
Durante el siguiente verano, el del 83, empecé a ser medianamente consciente de algunos cambios que la ataxia estaba produciendo en mi cuerpo. Mis pies. Siempre los había tenido cabos, incluso de pequeña había usado plantillas que enseguida me quitaron ya que me dificultaban el paso, pero fueron aquellos días de agobiante calor en la piscina, cuando descubrí que el puente de mis pies se había acentuado. Sabía perfectamente que no se podía hacer nada. Los escondía, me los tapaba, me enfadaba si veía a alguien observándolos.
También me di cuenta, que para levantarme, después de haber estado tumbada sobre la toalla en la hierba, necesitaba un apoyo. Mis amigas se acostumbraron enseguida a todo esto, y se comportaban de la forma más natural del mundo echándome una mano, o diciéndome que me quitara la toalla de los pies, pues se me iban a quedar blancos.

Fue aquel año cuando Miguel Ríos realizaba una de sus giras triunfales por España, tras el éxito de “El rock de una noche de verano ”. 
En mi ciudad el concierto se realizaría en la plaza de toros. Estábamos revolucionadas ante nuestra asistencia al evento, entre otras cosas porque asistiríamos sin la escolta de los adultos. Viví los días previos con una de sus canciones, siempre en la mente... “A menudo me recuerdas...” -Santa Lucía-, y es que, aunque intentaba enamorarme de nuevo, no podía.


Las mejores amigas que se puedan tener,
llegando a Esplegares.
La noche en la que acudimos al espectáculo musical, avisé a mis amigas de que no se separaran mucho de mí mientras subíamos al coso, pues era desde donde mejor lo íbamos a ver. Al comprobar que había muy poca luz y subir para mí resultaría muy difícil, sólo se nos ocurrió agarrarnos todas de la mano. Éramos más que nunca pues se nos había unido mucha gente. Una vez acabado nuestro particular show -inigualable cadena de divertidas adolescentes-, ya en nuestro sitio, esperamos impacientes y sin dejar de chillar, la salida al escenario de nuestro rockero favorito.
Cuando entre el humo y las luces de colores que habitaban el escenario, le vimos aparecer cantando su “Bienvenidos” todas nos levantamos sacando nuestras guitarras invisibles. Saltamos, bailamos, cantamos con él. En algún momento del concierto, alguien que no me conocía mucho me dijo:

-No seas muermo ¡Salta más!

Era muy tarde, llevaba una hora “saltando”, intentando mirar donde pisaba para no caerme... y ante todo sintiendo en mis venas el rock de una noche de verano;  por toda respuesta estrellé mi guitarra en su cabeza.

Fue un largo, caluroso y, de alguna forma, divertido verano.

Transcurrían los últimos días del mes de Agosto, cuando Andrés volvió a aparecer. Al verle hasta el corazón se me detuvo y bastó que hiciera ademán de abrazarme, para fundirme en sus brazos.
Le quería, no lo podía remediar. La vida me estaba enseñando una de sus grandes lecciones, ocultas aún para muchos, vivir el momento sin preocuparme del mañana, y yo la estaba aprendiendo...  ¿Por qué no podía hacer lo mismo con Andrés? En aquel momento estaba con él, no me importaba qué pasó, intentaba que no me importara lo que pasaría.

Sabía que él me quería, aunque sospechaba que no todo estaba bien.
No hubo preguntas porque entendí que no las contestaría y yo, yo sólo quería estar con él. Volví a tocar el cielo, y a la semana de nuevo, desapareció.

Otra vez... sabía que podía volver a pasar, pero ilusoriamente pensaba que había cambiado. Que había cambiado y por eso había vuelto conmigo.
¡Entonces sí que me quede vacía!
Aunque volví a sentir muy cerca a mis amigas y el comienzo del nuevo curso me impidió quedarme en casa, la cerradura del baúl de mis horrores salto por los aires transportándome a un mundo de tinieblas, entre las cuales adivinaba una frágil luz, esperanzada de que algún día volvería. Pero esa luz estaba muy lejos. Las tinieblas encima... “¡qué lenta eres…! Tú sabes lo feo que es ver a una mujer bebida… ¡Eres una alcohólica…! ¡Hasta por la mañana va borracha…! ¡Si la empujo, se cae….! ¿Dónde estás? Dime lo que pasa, por favor ¡No quiero quedarme sola otra vez! Te necesito... es que... yo te quiero…”.
 

Empecé el nuevo curso sumamente deprimida, y sobre todo apática. Esa apatía, desgana, falta de ilusión... me llevó a que mi forma de andar se resintiera más que nunca. Acababa de cumplir diecinueve años y me topé casi de narices con mi realidad. No me quedó más remedio que ser plenamente consciente del avancé de la ataxia. Ya no era sólo verme afectada mi forma de andar, mis pequeños problemas de equilibrio... fue darme cuenta que mis manos también estaban afectadas. Mis excusas para conmigo misma de la falta de velocidad a la hora de escribir a máquina, llegó un momento que no me convencían porque comencé a perder rapidez a la hora de tomar apuntes, tenía dificultad al escribir a mano ya no sólo al teclear. Perdía rapidez escribiendo vertiginosamente.

En clase no podía coger todos los apuntes que nos dictaban, y sin ellos no podía estudiar; pero era incapaz de pedírselos a nadie porque me daba vergüenza reconocer que no me daba tiempo a copiarlos. Más tarde llegó incluso a serme muy difícil copiar todas las preguntas en los exámenes (sobre todo los problemas de matemáticas financieras), pero me negué a comentar el asunto, me negué a reconocerlo. Todo seguía como siempre. Yo, era una mala estudiante que seguía “estudiando”, aunque me doliera en lo más hondo de mí el sospechar, intuir y adivinar el porqué... “Tu no puedes trabajar, no eres como las demás ¿Quién te va a dar a ti un trabajo? ¿Qué sabes hacer tú?”.

Tantos retazos de aquellas sospechas me habían regalado a lo largo de los años, que acabaron uniéndose en una siniestra caja negra dentro de mi mente.

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