El primer
curso de administrativo lo acabé con... ¡notable! Ese verano sería mío, de mis
amigas y de Toño. Pero me tuve que conformar con vivirlo con mis amigas, Toño
era deportista y los veranos estaban llenos de entrenamientos y competiciones.
Durante
aquellos meses de estío, empecé a darme cuenta de lo poco que entendía al
género chico o género hombre, también llamado género masculino. Yo nunca
ligaba, pero todo cambió aquel verano en el que no me interesaba ligar, y todos
sabían que tenía novio.
¡Chicos!...
¡quién los entiende!
El verano
más corto de mi vida, puesto que no tenía que estudiar y mamá había desistido
de relacionarme con la aguja y el dedal, sin duda fue aquel. Mis padres habían
comprado un bono para la piscina (les habían dicho que era bueno que nadara), y
unas veces acompañada de Valeria y otras de mis amigas, pasé esos meses entre
el sol, la música y el agua.
Poco antes
de cumplir los dieciséis años, una morena delgaducha de pelo largo volvió a
disfrutar de su Toño en la pequeña discoteca, su nuevo nirvana, y comenzó, con
muchas ganas el nuevo curso.
A mitad
del otoño, cuando me daba cuenta de que aquel curso no era tan fácil como el
anterior y tenía que estudiar de verdad, Toño me dijo que quería verme entre
semana. No me dejaban salir y él lo sabía.
Y...,
estaba escrito imagino, o así tuvo que ser, apareció Elsa. Fui la última en
enterarme, antes me llovieron los insultos gratuitos que me regalaron sus
amiguitas. El día que hablé con Toño, cuando me confirmó que lo que decían era
verdad... el mundo se quedó a oscuras. Salí de la discoteca sin ver, tropecé
con todos hasta que un amigo de él me agarró por un brazo y me sacó de allí. Me
consoló como a una niña pequeña. Dijo que Toño se arrepentiría, me dijo mil
mentiras o mil verdades, y me acompañó al bar donde quedaba con mis amigas para
llegar juntas al barrio.
Aquel día
apagaron la luz por primera vez en mi vida.
A oscuras,
aquellas frases guardadas en mi baúl de los horrores me castigaban sin parar...
“tú no eres como las demás”, “¿por qué andas así...? Pero había una que me escocía hasta
sangrar... “¿Por qué, por qué Toño, qué tiene Elsa que no tenga yo…?"
Mis padres
achacaban mis ojos enrojecidos e hinchados, mi apatía, a la incubación de un
virus gripal. Y tanto incubé la tristeza, que la gripe apareció de verdad. Pero
en vez de recuperarme en una semana, me duró casi un mes. El médico sólo me
recetaba jarabes, sobres, pastillas... cuando la verdad era que me dejaba
acunar en la desidia y me negaba a salir de la cama al darme cuenta de que el
andar sin ganas me costaba el doble. La gripe se hacía eterna y yo, la dejaba
hacer.
Una tarde,
Montse, al venir a verme, me dijo que Toño había roto con Elsa y quería volver
conmigo. Fue esa pequeña claridad lo que me impulsó a dejar la cama. Y fueron
mis amigas, mi gimnasia inexistente suplida por el baile, la ilusión de que
Elsa no era más que yo, lo que hizo que en tan sólo quince días pudiera volver
a ser la misma alocada adolescente de antes.
En cuanto
todo estuvo bien fui a buscar a Toño, fuimos todas. Cuando él me dijo que
volviéramos a salir juntos... le dije que no; que éramos demasiado jóvenes, que
necesitaba divertirme con mis amigas y no volver a sufrir. Y sin decirle más y
dejándole totalmente perplejo, pues le habían dicho que había caído mala por
él, me fui. Sabía que si le volvía a mirar, la decisión que llevaba tomando
demasiados días se iría al traste. Mis amigas me sacaron de la discoteca antes
de que ignorara por completo mi meditada sentencia.
-Le quiero
-les decía llorando- pero jamás pensé que se podía pasar tan mal. ¡No podía ni
levantarme de la cama!
Y
agarradas del brazo llegábamos al barrio mientras jurábamos que nunca nos
íbamos a enamorar.
Enseguida
cogí el ritmo del curso por los días perdidos. Olga y Pili iban a mi misma
clase y me ayudaron a ponerme al día. Estudiaba y volvía a ser feliz. Pero...,
faltaba algo, sal o pimienta o azúcar o... aire.
-Enamorarse
es como respirar. Si no respiras te ahogas -meditábamos entre todas, una
aburrida tarde de domingo mientras echábamos eternas partidas a los dados, en
un bar.
-¡Enamorarse
es vivir! -sentenciamos brindando con refrescos de cola olvidándonos de
mezquinos y engañosos juramentos, al finalizar la tarde.
Echaba de
menos a Toño, podía reconocer al fin, aunque por entonces estaba muy ocupada en
estudiar tanto como mis amigas. No quería desentonar con mis suspensos. Pero
había una asignatura que no era de estudiar sino de velocidad: mecanografía.
“¿Por qué
narices tenemos que dar todas ciento setenta y cinco pulsaciones por minuto?
Aquí la gente no se entera que unos escriben más rápido que otros ¿Y por qué no
he dado esas pulsaciones me tiene que suspender?”.
Intentaba
reírme del asunto, y me reía por fuera, por dentro, una sombra de sospecha se
alargaba hacia la palabra ataxia. Aunque aquello era imposible, yo sólo tenía
afectado mi equilibrio y muy poquito. Pero fue el descubrir a papá hablando con
la profesora de máquina lo que hizo que la sombra que se alargaba dentro de mí,
me tapara por completo.
Los vi
bajando la escalera del colegio y me escondí en la capilla, de donde no salí
hasta que empezó la última clase, la de informática. Hablar con Dios me
consolaba. Y solamente esas charlas conseguían resucitar un pequeño sol,
surgido... no sé muy bien de dónde.
La clase
de Informática era la asignatura más tediosa del curso, para ser sinceros
habría que decir que el aburrido era don Justo. Se sabe enseñar o no se sabe, y
este pobre hombre sería muy bueno en su empresa, pero como profesor era una
verdadera calamidad. Siempre teníamos su clase a última hora de la tarde. Venía
con el libro de turno bajo el brazo, y anotaba, anotaba, y anotaba en la
pizarra sin mirarnos. El día del examen, cambiaba el libro por un periódico
bajo el brazo. Nunca suspendió a nadie, ni nunca nadie aprendió nada en sus
clases.
Mas sus
clases eran mágicas.
Cada una
hacía lo que quería. A veces, nos sorprendía la amable voz del profesor con un:
¡se quieren callar por favor! Y calladas seguíamos haciendo lo que nos daba la
gana. Yo escribía. Tenía mi pequeño público. Algunas compañeras me quitaban las
hojas que acababa de escribir porque querían saber como seguían mis historias,
y las cuartillas volaban de unas a otras ante mis orgullosos ojos, y me pedían
más...
Desde que
había estado tantos días en cama, quizá desde que me dejó Tono, e imagino que
algo influirían mis problemas con la máquina de escribir, sólo narraba
historias cuya protagonista iba en silla de ruedas o andaba con muletas. No sé
por qué. Pero sí sé por qué no acabé ninguna, convirtiéndose mis historias en
eternas cuartinovelas sin final: me negaba a poner un final a nadie que
estuviera en silla de ruedas...
- Más allá
de la poesía -
... “Preciso
de un disfraz, desearía no sentirme inseguro sino como un arlequín, que sabe lo
bello que es”.
Cada
atardecer cargado con su pequeña tarima llega al parque. Mientras acaba de
embadurnar su cara de blanco el lejano violín de un músico callejero alimenta
su melancolía. Se abrocha la raída chaqueta, anuda sus zapatones rojos y
colocándose el aplastado bombín, se encarama al escenario.
La danza
de colores habida en el cielo baña el lugar, cincelando de una luz perlada al
solitario Memo. Impávido. Inmóvil. Diríase que ha dejado de vivir, que sonríe y
gesticula mecánicamente cuando alguien deposita una moneda a sus pies. Y sin
embargo, el mimo, nunca se siente tan vivo como cuando observa la existencia de
los demás desde su altar; la jovial algarabía de los chiquillos correteando, el
albor de un tierno romance, los apasionados besos de amantes fugaces. Memo se
pierde en la ternura contemplando a una joven que con un pecho al descubierto
amamanta a su bebé, y se ahoga en el volcán de la fantasía al mirar a Celia.
Celia, una
bonita muchacha morena de no más de veinte años que vende cupones, desde su
silla de ruedas, en la entrada del parque.
Un día
Memo se acercó hasta ella. Echando mano de sus escasas monedas le compró un
cupón.
-¿Quieres
que acabe en algún número en especial?
Un gorrión gorjeó. El mimo parpadeó
cómicamente y moviendo su cabeza de lado a lado, le ofreció una rosa. La
chiquilla haciendo ademán de coger la flor estiró su brazo. Memo tomó la pálida
mano y se la llevó a sus labios rozando su anverso. Celia con una sonrisa
turbada retiró la mano. Sus miradas se cruzaron por un instante eterno donde el
amor, si tiene brazos, les estrechó volcando fuego en sus entrañas. El mimo
antes de alejarse dejó la rosa sobre su falda.
Desde
aquella tarde, que en su memoria siempre será ayer, Memo es feliz sólo
viéndola, sabiendo que esta allí, adivinando que: “el alma que hablar puede con
los ojos también puede besar con la mirada ”. Y Celia..., a la mujer le estalla
su ser en pálpitos de ilusión al verle llegar; cuando al pasar junto a ella le
regala una rosa, un pétalo de atardecer.
Él, con su
pereza y miedo a vivir sin disfraz, ella, con la eterna pereza en sus miembros,
galopan fundidos en un sólo corazón hacia la eternidad..., buscando el ocaso de
la luna... Más allá de la poesía.
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