Al llegar
a casa esa tarde me sorprendió su silencio, sólo se escuchaba la radio. Mamá
estaba muy sería. Atropelladamente, mis hermanos, me dijeron que había habido
un tiroteo en donde se reunían los políticos, que habían matado a todos y que
iba a empezar la guerra. Asustada miré a mi madre quien me aclaró que se habían
oído disparos durante la investidura de Calvo Sotelo que seguían por la radio,
habían secuestrado a todos los diputados y no se sabía más. Era mejor no hacer
caso a mis hermanos. Pero a papá le habían requerido urgentemente en el
cuartel, eso sí era cierto.
Me quité
el abrigo de paño verde, lo llevé muy deprisa a mi habitación y volví
rápidamente al salón con todos.
Más tarde
papá llamó por teléfono y nos dijo que no saliéramos de casa, había habido un
golpe de estado.
Sentada en
el sofá, junto a Pedro y Valeria, que me preguntaba en susurros que a quién le
habían dado el golpe, no me atrevía a moverme. En mi mente bullían mil
preguntas... -“¿Por qué ahora, si me parece que le gusto a Paco? ¿Mi padre
tendrá que ir a la guerra? ¿Mis amigas también tendrán miedo...?”.
Algunas de
mis compañ se habían metido en las heladas aguas del Atlántico, nosotras
preferíamos caminar por la orilla mojando nuestros pies. Pili quiso que
echáramos una carrera, y todas entre risas y gritos la secundamos.
Habrían de
pasar varios años para poder asociar aquel 23 de Febrero del 81, su frase: ¡Todo
el mundo al suelo! a osados e irónicos chistes, pero entonces acariciamos el
miedo.
A los
pocos días todo volvió a la normalidad. Paco empezó a salir con la chica que le
gustaba de siempre, que por supuesto no era yo. Se me escaparon algunas
lágrimas de cocodrilo y les eché un mal de ojo que, una noche de risas nos
había enseñado la madre de Montse. El conjuro era así originariamente:
“Se coge
una lagartija y se le corta la cola. Una vez cortada, se escupe sobre la
lagartija tres veces. Se cierran los ojos y poniendo la mano derecha sobre el
corazón hay que pensar hasta casi gritar: siempre me vas a querer.
Mis amigas
y yo no sabíamos si eso funcionaría, ni lo habíamos hecho nunca pero cuando
Paco empezó a salir con su chica, nos acordamos del conjuro. Ahora eso sí, lo
modificamos un pelín, un pelín nada más, porque no podía ver las lagartijas ni
en pintura (lo tenía que hacer yo) y quedó así:
“Se coge
una hormiga y se le corta una patita. Una vez cortada, se le dan tres voces (nunca
supe escupir). Se cierran los ojos y poniendo la mano derecha sobre el corazón
hay que pensar hasta casi gritar: yo te vi primero”.
Nunca supe
si funcionó, pero si supe que nos reímos un montón.
Y en la recta
final del curso todo se hizo cuesta arriba.
Ya no
sacaba tan buenas notas, sólo en Inglés, aunque seguía aprobando, me di cuenta
de que no obtendría el titulo de auxiliar administrativo que deberíamos
conseguir al acabar el curso. Jamás llegaría a dar las pulsaciones que en clase
de mecanografía se me exigían.
También,
los trayectos a pie, de casa al colegio y del colegio a casa, cuatro veces al
día, se hacían eternos, me cansaba mucho pero no decía nada; las chicas que
hacían el recorrido conmigo, entre las que se seguía encontrando Paloma, sí me
decían que hacía eses al caminar. Llevaban razón, pero había aprendido a
ignorar los comentarios que me escocían, aunque ese aprendizaje fallara
continuamente.
A veces
prefería irme a casa sola, bueno, sola no, ponía alas a mi fantasía y me olvidaba
de todo y me reía de todo (¡Ah! la risa, vitamina insustituible para mi
alma).
Unas
veces, me acompañaban mi séquito de admiradores que se peleaban por llevarme
los libros y encenderme un cigarro -había empezado a fumar dos o tres
cigarrillos diarios-, yo les ignoraba a todos altaneramente mientras les cegaba
con el humo de mi pitillo... ¡Esa escena me encantaba! y más cuando me veía
reflejada en cualquier escaparate; otras veces, un séquito de fotógrafos me
perseguían queriendo obtener una exclusiva para la revista “Poncho”, me negaba
a que me sacaran más fotografías tapando mi rostro con los libros, de repente
uno decía:
-Por favor
señorita May, sólo una, compréndalo es nuestro trabajo.
-Está
bien, una y no más - algo así decía súper-ratón.
-Fantástica,
eres fantástica, mira a la cámara, así así, ahora saluda -
Y yo
saludaba con la más estúpida de las sonrisas profident al escaparate de la
farmacia del barrio (la imaginación alaba mis pies y no me daba cuenta de cuando
llegaba).
-Espera un
momento que pago las aspirinas y vamos juntas a casa -me dijo mi madre, alguna
vez, devolviéndome el saludo desde la puerta de la farmacia y contenta de verme
con aquella radiante sonrisa.
Antes de
acabar el curso, me involucré más que nadie en la preparación del viaje de fin
de curso a Portugal. Además de visitar Lisboa, Coimbra y los sitios más
atrayentes del país, visitaríamos el santuario de Fátima.
Todavía
tenía como uno de mis mejores recuerdos, la narración que me embelesó cuando
fui a Lourdes. Quise hacer algo parecido. Me aprendí y viví profundamente la
historia de los tres pastorcillos: Lucía, Jacinta y Francisco, a quienes se les
apareció la Virgen. Entre mis amigas repartimos los papeles para narrar la
historia. Como música de fondo elegí el piano y sentimiento que Richard
Cleyderman impregnaba a cada una de sus creaciones.
Para mí,
aquello fue lo más bonito que había hecho en la vida. Para mis amigas, eran
ocasiones extras para estar juntas, ocasiones extras para reírnos y ocasiones
extras para verme enfadada cuando todas se desmelenaban haciendo de ovejas.
Pero el resultado fue maravilloso... para todas.
Un mes
antes de que iniciáramos el viaje, se desató una epidemia que hizo morir a
centenares de personas. Nadie sabía de dónde venía y lo que es peor, todo el
mundo especulaba. En nuestra ciudad se envenenó demasiada gente, y muchos,
incluida yo, pensábamos que enseguida me tocaría a mí puesto que como tenía una
enfermedad, era una persona enferma.
¡Hasta yo
lo llegué a creer!
Conocí a
Sonia en el gimnasio. Tenía cinco años, y la carita más bonita que jamás vi.
Varios miembros de su familia se envenenaron con la epidemia, pero ninguno
murió. Sonia se había quedado encogida como un ovillo de hierro, no se podía
estirar. En las sesiones de rehabilitación chillaba de tal forma que a
cualquiera que la oyera se le desgarraba el alma. Pero peor nos quedamos cuando
supimos que el único culpable de la epidemia había sido una partida de aceite
de colza desnaturalizado.
Algunos
años después una serie de científicos evidenciaron que, esto no era cierto. Mas
la tragedia sí lo fue.
No hace
mucho tiempo los afectados, que seguirán afectados de por vida, recibieron una
compensación económica. Un poco antes, a Sonia, le tuvieron que amputar una
pierna.
Por
fortuna el síndrome tóxico, como se le
llamó, no afectó a ninguno de los míos ni a mí. Pude ir al viaje de fin de
curso, descubriendo Portugal, dejándome cautivar por Lisboa, con sus
callejuelas adoquinadas y tranvías, y llorando de emoción ante la Virgen de
Fátima. Esta vez si le pedí que me ayudara a curarme. Poco a poco iba siendo
consciente de mi realidad, sobre todo después de darme cuenta que ya no podía
correr...
...Cerca
de Oporto encontramos una preciosa cala virgen. El autocar se adentró por un
pedregoso sendero y paró. La algarabía de una treintena de adolescentes, que se
despojaban de sus ropas quedándose en bañador, inundó de color el atardecer.
Bajé a la
playa de las últimas, me entretuve buscando mi toalla y la cámara de fotos. Una
de las profesoras iba hablando conmigo. Cuando llegamos al borde mismo del agua
extendimos las toallas y nos sentamos contemplando el mar. Mis amigas no
tardaron en aparecer diciéndome que habían encontrado el lugar ideal para hacer
fotos. Me solté el pelo, cogí la máquina y me fui con ellas.
Yo en Coimbra |
Y cuando
quise correr no pude.
Las
piernas me fallaron, mis rodillas hicieron un ruido muy raro, hacía mucho
tiempo que no corría, pero yo no podía imaginar, no podía adivinar...
Lo intenté
otra vez y ocurrió lo mismo. Una alarma interior saltó, pero la ahogué al igual
que unos chillidos histéricos que surgían de muy dentro. Y sin embargo, fue el
graznido de una solitaria gaviota lo que hizo que me doblara hasta quedarme
sentada en la arena. Empecé a disparar la cámara de fotos al aire tapando mis
lágrimas.
Olga vino
a buscarme cuando me vio sentada en la orilla y agarradas del brazo, en
silencio, dejándonos arrullar por la marea, llegamos a un abrupto acantilado.
Tomé mi cámara, pero no me quedaba carrete...
Mas,
aunque a veces reconocía que ya no podía..., enseguida rechazaba todo lo que me
hiciera diferente a los demás. Buscaba excusas, excusas bañadas en una lógica
absurdamente ingenua, para explicarme el porqué ya no podía hacer algo, o por
qué encontraba mucha dificultad en hacerlo. Cualquier excusa me valía, porque
ansiaba tener razón, porque tenía que tenerla, porque... algo tan absolutamente
bestial como reconocer que nunca lo volvería a hacer, eso, eso no cabe en la
mente de un ser humano, un ser humano de apenas dieciséis años. Así que, como
todo dependía de mí, consolarme y ocultarme dantescos abismos, cualquier excusa
me valía, me convencía: ... “es que se me escurren las chanclas”... “es que hoy
estoy muy cansada”... “es que... ”, y luego, convencida, evitaba volver a
pensar.
Me
refugiaba en mis amigas. Reía, olvidaba, soñaba, vivía con ellas; me hacían
sentir una chica más; una chica más, que a su manera era feliz, y que, a juicio
de muchos pecaba de optimista.
Cuando nos
dieron las notas finales en el colegio comprobé, con extrañeza, que había
aprobado todo ¡Hasta mecanografía! Los profesores me habían echado una mano y
tenía el titulo de auxiliar administrativo. No me gustó el favor, pero tuve que
aprender a aceptarlo, además, con el titulo podría seguir estudiando el segundo
grado, sin él no, y lo más importante para mí: podría seguir con mis amigas.
Aunque me
sentí fatal por recibir algo que no me había ganado, tuve que tragarme mi
orgullo, y entornando los ojos, aprender a agradecer los bienes limosneros que se
me concedían ¡Tantos bienes, dulces y atroces, me quedaban aún por aprender a
recibir!... Que aquello fue tan sólo el ensayo del primer acto.
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