Imagino,
no, sé que todos los mayores que me rodeaban, creían que el hecho de haber
empezado a hacer rehabilitación suponía que mi torpeza iba a desaparecer, o por
lo menos a menguar. Nada más lejos de la realidad, es más: aumentaba (cada vez
corría más despacio. Familiarmente se asocio “mi estado” a la escoliosis, algo
erróneo e imposible de creer para un profesional de la medicina, aunque estos
no lo asociaban a nada “solamente una niña torpe”).
Al poco
tiempo el traumatólogo se dio cuenta de que la escoliosis había avanzado, no
mucho, sólo dos grados. La forma más efectiva de pararla era poniéndome un
corsé. Un aparato casi en su totalidad de hierros desde la cadera a la
barbilla.
El aparato
me lo hicieron en una ortopedia de Madrid. Hasta allí fuimos con el seiscientos
verde, que hacia un año se había comprado papá, metiéndonos de lleno y sin
conocerlo, en el agobiante tráfico de una ciudad llena de humo y sin embargo
mágica ante los ojos de una niña de doce años.
Edificios
altísimos... ¿Pero cuántas plantas tiene eso? ¡Si no vas más despacio no me da
tiempo a contarlas! ; ¡Mira! ¡Mira! El Corte Inglés ¿Paramos un rato? ; Rojo,
amarillo y..., rojo, amarillo y... ¡Verde! ; ¡Correos! ¡pues yo no he visto ni un buzón! ; ¡Mira, miraaaaaaa!¿Esa es la Cibeles mami? ; ¡Galerías
preciados! mejor paramos aquí y me compras un tebeo en ese quiosco; ¿Otra puerta del Sol…?
Mientras
me hacían un molde de mi cuerpo oí que decían: ..... “jamás pensé que a un hijo
mío le iban a poner algo así”... Allí había mucha gente, gente muy seria, pero
reconocí la voz y supe que estaba llorando.
El corsé
era incomodísimo y los primeros días me hacía daño por todos los sitios, pero
casi me dolía más que me hiciera sacar una cabeza a mis amigas. Mi altura
superaba a la de casi todas mis compañeras y con el aparato puesto, aún me
estiraba más.
Lloraba
mucho cuando me quedaba sola, porque aquella jirafa de hierro no me dejaban
quitármela ni para dormir al principio, y me dolía porque me rozaba y no decía
nada o sí lo decía y no me hacían caso -que venía a ser lo mismo- porque
aquello tenía que ser así, porque me iba a curar.
Por suerte
para mí, a los seis meses el médico descubrió que había dejado de crecer, por
lo tanto la escoliosis era prácticamente imposible que siguiera avanzando. Me
quitaron el corsé. Medía 1’70, una delgaducha escoba, así me consideraba mucha
gente, yo también.
Y fue por
entonces cuando la evidencia no se pudo ocultar más, algo me pasaba, algo más
que el simple hecho de tener la columna desviada. Acababan de descubrir que no
podía seguir una línea recta andando.
En 1977
visité un neurólogo por primera vez, neurólogo y demasiados médicos.
-¡Estate
quieta…!¡Ven aquí! , ¡siéntate ahí!
Para una
jovencita que aún no había cumplido los trece años, aquello fue su particular
vía crucis: hospitales, consultas, pruebas de todo tipo... Lo suficiente mayor
para no necesitar los mimitos de las enfermeras
ni de nadie, lo suficiente pequeña
para no poder entender las caras de preocupación.
Cursaba 6º
de EGB. Faltaba mucho a clase, la profesora de literatura me mandaba trabajos
que podía hacer sin ir: leer. Me lo mandaban y exigían. No era una buena
lectora, los escritores me parecían demasiado serios y aburridos. Una cosa era
leer libros como ‘los cinco’, ‘Puck’...
en los que vivía aventuras propias de mi edad en las que yo era una chica más.
Y otra cosa muy distinta era que me mandaran leer a Juan Ramón Jiménez,
Unamuno, Galdos, Bécquer, Delibes…
Pues bien,
estaba aprendiendo a conocer la literatura con obras que se me quedaron tan
dentro como Marianela, La tía Tula, Platero y yo, y sobre todo las
Rimas de Bécquer... cuando me partieron la vida por la mitad mostrándome la
jugada oculta de mi destino.
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