Claridad, la novela

miércoles, 15 de junio de 2016

1-III


Imagino, no, sé que todos los mayores que me rodeaban, creían que el hecho de haber empezado a hacer rehabilitación suponía que mi torpeza iba a desaparecer, o por lo menos a menguar. Nada más lejos de la realidad, es más: aumentaba (cada vez corría más despacio. Familiarmente se asocio “mi estado” a la escoliosis, algo erróneo e imposible de creer para un profesional de la medicina, aunque estos no lo asociaban a nada “solamente una niña torpe”).

Al poco tiempo el traumatólogo se dio cuenta de que la escoliosis había avanzado, no mucho, sólo dos grados. La forma más efectiva de pararla era poniéndome un corsé. Un aparato casi en su totalidad de hierros desde la cadera a la barbilla.
El aparato me lo hicieron en una ortopedia de Madrid. Hasta allí fuimos con el seiscientos verde, que hacia un año se había comprado papá, metiéndonos de lleno y sin conocerlo, en el agobiante tráfico de una ciudad llena de humo y sin embargo mágica ante los ojos de una niña de doce años.

Edificios altísimos... ¿Pero cuántas plantas tiene eso? ¡Si no vas más despacio no me da tiempo a contarlas! ; ¡Mira! ¡Mira! El Corte Inglés ¿Paramos un rato? ; Rojo, amarillo y..., rojo, amarillo y... ¡Verde! ; ¡Correos!  ¡pues yo no he visto ni un buzón! ;  ¡Mira, miraaaaaaa!¿Esa es la Cibeles mami? ; ¡Galerías preciados! mejor paramos aquí y me compras un tebeo en ese quiosco; ¿Otra  puerta del Sol…?

Mientras me hacían un molde de mi cuerpo oí que decían: ..... “jamás pensé que a un hijo mío le iban a poner algo así”... Allí había mucha gente, gente muy seria, pero reconocí la voz y supe que estaba llorando.

El corsé era incomodísimo y los primeros días me hacía daño por todos los sitios, pero casi me dolía más que me hiciera sacar una cabeza a mis amigas. Mi altura superaba a la de casi todas mis compañeras y con el aparato puesto, aún me estiraba más.
Lloraba mucho cuando me quedaba sola, porque aquella jirafa de hierro no me dejaban quitármela ni para dormir al principio, y me dolía porque me rozaba y no decía nada o sí lo decía y no me hacían caso -que venía a ser lo mismo- porque aquello tenía que ser así, porque me iba a curar.

Por suerte para mí, a los seis meses el médico descubrió que había dejado de crecer, por lo tanto la escoliosis era prácticamente imposible que siguiera avanzando. Me quitaron el corsé. Medía 1’70, una delgaducha escoba, así me consideraba mucha gente, yo también.
Y fue por entonces cuando la evidencia no se pudo ocultar más, algo me pasaba, algo más que el simple hecho de tener la columna desviada. Acababan de descubrir que no podía seguir una línea recta andando.
 
En 1977 visité un neurólogo por primera vez, neurólogo y demasiados médicos.

-¡Estate quieta…!¡Ven aquí! , ¡siéntate ahí!

Para una jovencita que aún no había cumplido los trece años, aquello fue su particular vía crucis: hospitales, consultas, pruebas de todo tipo... Lo suficiente mayor para no necesitar los mimitos de las enfermeras  ni de nadie,  lo suficiente pequeña para no poder entender las caras de preocupación.

Cursaba 6º de EGB. Faltaba mucho a clase, la profesora de literatura me mandaba trabajos que podía hacer sin ir: leer. Me lo mandaban y exigían. No era una buena lectora, los escritores me parecían demasiado serios y aburridos. Una cosa era leer libros como ‘los cinco’,  ‘Puck’... en los que vivía aventuras propias de mi edad en las que yo era una chica más. Y otra cosa muy distinta era que me mandaran leer a Juan Ramón Jiménez, Unamuno, Galdos, Bécquer, Delibes…

Pues bien, estaba aprendiendo a conocer la literatura con obras que se me quedaron tan dentro como Marianela, La tía Tula, Platero y yo, y sobre todo las Rimas de Bécquer... cuando me partieron la vida por la mitad mostrándome la jugada oculta de mi destino.

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