En la Semana Santa de 1977
la parroquia del barrio organizó un viaje al santuario de Lourdes. Nos
apuntamos toda la familia. Yo tenía el motivo más grande para acudir, rezar a la Virgen encontrando en ello
consolación. Ya desde pequeña tuve la fortuna de poseer una fe profunda. Y sin
embargo, fui a la excursión de mala leche... a mí no me ocurría nada... no estaba enfermita ni nadie tenía que ayudar
a curarme.
Íbamos a
eso, aunque mi madre no lo quisiera reconocer.
Camino de
Francia, en el autocar, escuchamos algo que nunca olvidaré. Un grupo de jóvenes
narraba, con música clásica de fondo, la historia de Bernardet: la niña que al
ir a buscar madera junto a sus amigos se le apareció la Virgen.
Aquel
bello y emotivo relato, con el marco perfecto de las sinfonías de Beethoven
-apenas audibles-, consiguió calmar mi estado emocional. Pude disfrutar del
viaje; de Julito que nunca me había hecho caso y durante esos días no se separó
de mí; de la nieve en Candanchú...
Me emocioné, admiré y recé en la gruta santa
de Lourdes. Pedí por todos, por mí... pero sobre todo le pedí a la Virgen que
nunca se fuera de mi lado, pasara lo que pasara.
De vuelta
a casa me convertí en la animadora de la excursión, dueña de una alada pero
sincera alegría que contagió a todos. A mí no me ocurría nada, y si era así,
estaba segura de que me iba a curar.
Para mi
sorpresa, la noticia de que en un futuro cogería una silla de ruedas, se había
extendido como la pólvora. Intentaba quitarle importancia ante mis amigas sobre
todo, diciendo que eso nunca iba a ocurrir. Animaba a todos por sentirse “mal”
por mí.
Seguía
haciendo rehabilitación, claro. Me decían que la tendría que hacer toda la vida
y yo sólo podía pensar: bueno, ya veremos.
En los
periodos que me daban el alta en el gimnasio la tenía que hacer en casa, rara
vez la hacía, en su lugar hacía algo que me venía también muy bien o mejor (por
supuesto no lo sabía), bailar. Bailaba sin parar, siempre. Era lo que más me
gustaba, y lo hacía muy bien...
Tenía que
hacer algunos ejercicios enfrente de un espejo de cuerpo entero; saltar a la
pata coja, caminar siguiendo una línea recta, caminar bien erguida: sacando pecho
y basculando la pelvis... ¿cuánto tiempo…? ¡Me aburría!. Cerraba la puerta de
la habitación de mis padres, que era donde estaba el espejo, cogía cualquier
utensilio tamaño micrófono, y las horas volaban imitando a todos mis cantantes
preferidos... o sólo a la eterna cara de niña, Janet...
“Hoy en mi
ventana
brilla el
sol
mi
corazón,
se pone
triste contemplando la ciudad
¿Por qué
te vas…?”
Allí, en la habitación de mis padres, delante
del espejo, bailando y cantando al compás de la música que se caía de una
pequeña radio, allí, con un cepillo de la ropa entre las manos, sólo allí,
encontraba mi particular y pueril nirvana.
Sin darme
cuenta mis sueños se convertían en aliciente insustituible para vivir. Me
pasaba más tiempo viviendo en mi interior que con los demás. Pero no era yo la
que me estaba encerrando en mí por propia voluntad, o no siempre.
Poco a
poco empecé a sentir el rechazo de mis amigas.
Algunos
domingos por la tarde, desde mi ventana,
veía a Paloma y a las demás chicas del barrio salir de paseo sin contar
conmigo, y si se daban cuenta de que las había visto corrían a esconderse...
“Decían que hoy no salíamos ¿Por qué se van sin decirme nada? ¿Qué he hecho mal
ahora?”.
Cerraba la
ventana y dejaba resbalar mi espalda, lentamente, apoyada en la pared hasta
quedarme sentada en el suelo.
A veces,
cuando me veían triste y aburrida en casa, a papá se le ocurría irnos a pasear
por el campo. Llevábamos la bici de Pedro y el único empeño de todos era
enseñarme a montar en ella. De pequeña casi había aprendido, pero luego ya fue
un imposible, un imposible, pese a todo, que conseguía arrancarnos risas, risas
que el destino se empeñaba en vedar. Las risas innatas de una niña de trece
años.
Al
terminar el curso me quedó una asignatura que debería recuperar en Septiembre.
Fue la primera vez que suspendí. Me estaba construyendo un mundo intocable,
lleno de música, baile, y cuartillas emborronadas dónde empezaba a plasmar mis sueños:
- Esencia de Amistad -
Las gotas
de lluvia resbalaban por el cristal de la habitación de Sendy. Un cuaderno y un
bolígrafo sobre el pulcro escritorio. La cama deshecha. Una jovencita sentada
en un rincón sintiendo el mayor infierno en sus entrañas...
Paloma era
perfecta. Guapa, lista, divertida, su mejor amiga junto con Danny. Para gusto
de los chicos, suerte para ella y “desgracia” para Sendy, Paloma estaba más
desarrollada que ninguna de sus amigas. A sus escasos trece años podía presumir
de un cuerpo de mujer y ¡vaya si lo hacía! Pero eran tantos sus encantos como
amiga que, si alguna vez Sendy sintió envidia de no poseer
atributos parecidos, ésta fue demasiado débil y siempre sana; aunque no por
ello las irresistibles ganas de estrangularla la semana pasada cuando río a
carcajadas la graciada de Danny sobre sus redondas mandarinas, dejaron de ser
reales.
(Fue
Paloma la que hizo el comentario y Julito se río, pero éste es mi sueño y lo
pinto como quiero >>>> esta nota no entra en el sueño pero la
quiero leer cuando sea mayor)
Sendy
conocía a Danny desde que llego a vivir al barrio. Desde entonces, o quizá
desde antes de nacer, había estado enamorada de él; cautiva de su amor,
esperando que alguna vez él sintiera algo más por ella que aquellas tortuosas
ganas de tirarle de las trenzas, pasaban los años. Tardes de cine excitantes y
divinas, en las que por casualidad, se sentaba a su lado; si al coger las palomitas
que la muchacha sostenía en su regazo, rozaba su mano, Sendy sentía revolotear
en su interior traviesas mariposas; parpadeaba una y mil veces buscando una
pose seductora en espera del beso, pose que él no veía, más alguna vez sí se
dio cuenta de que estampaba las palomitas en el suelo al cruzar las piernas
imitando a las secretarias del Un, dos, tres. El beso nunca llegaba.
Paloma y
Sendy asistían a clase juntas, de vez en cuando Paloma iba con la pandilla al
cine; pero ella (Paloma, claro) había empezado a frecuentar discotecas, con su
aspecto no le fue difícil aparentar más edad.
Así que,
un buen día los coló a todos en una.
Aquello, a
ojos de Sendy, parecía una nave espacial. Humo blanco, de colores, luces
intermitentes... música estruendosa, tanta gente, tan grande... Sendy se
protegió ante lo desconocido arrimándose a Danny. Éste, de la forma más natural
la tomó de la mano. De repente todo se volvió azul, la música bajó y la nave
espacial se quedó casi en penumbra. Algunas parejas salieron a la pista. Danny
condujo a Sendy hacia allí. Ni por todo el oro del mundo podría recordar que
canción bailaron, le pareció escuchar a Lennon con su Woman, no estaba segura.
Pero nunca podría olvidar aquellos labios posándose en los suyos; Sendy había
cerrado sus ojos como si intentara guardar muy dentro de si aquel tesoro.
Siguió con ellos cerrados, apoyando ligeramente la cabeza en el hombro de él,
intentando controlar el oleaje de nuevas sensaciones que desbordaron su alma
durante lo que le pareció una breve eternidad. La música estruendosa volvió a
sonar, y ella compartió la magia del momento con todos sus amigos.
... Y
ahora, cuando se sabía poseedora de la quinta esencia del amor, la quinta esencia de
la amistad... ¿Cómo se lo decía? ¿Cómo
les decía a sus padres que se estaba muriendo? ¿Por qué se había levantado esa
mañana con las braguitas llenas de sangre? Sólo hacia tres meses que había
cumplido los trece años, demasiado joven para morir.
Así lo
había escrito en el cuaderno antes de sentarse en un rincón.
La llegada
de la menstruación fue motivo de holgazanear todo un día en la cama, de
escuchar a mamá recordándome lo que no debía hacer, y de sentirme orgullosa ya
que aquello no dolía tanto como decían. Yo no era una llorona y por mucho que
me doliera debajo del ombligo y me sintiera rara, se lo iba a decir a Valeria
que me seguía a todas partes. Pero lo peor, sin duda, fue ir a comprar
compresas la primera vez…
Me dirigí
a un centro comercial alejado del barrio, donde no me conociera nadie -pero nadie
¡qué vergüenza!-. Llevaba tres bolsas de plástico, así no se notaría lo que
metiera dentro. Mas el verdadero mal rato llegó a la hora de coger el paquete.
Los miraba
de lejos. Por fin me decidí. Esas que ponía que no se nota nada. Miraba a mi
alrededor... cuidado viene alguien. Silba y mira al techo, May. Ahora que no
mira nadie ¡Cógelo! Cuidado, May, que viene la dependienta, ¡uffff! por poco.
Ahora venga. Ya. Bien. Rápido, paga y mételo en las bolsas...
Pero aquellos primeros sinsabores desaparecieron
cuando supe que iría con las chicas al cine, no a ver cualquier película sino
Grease... ¡Greaseeee! ¡Mi Danny !. Llego el momento. Aunque tendría que ser en la primera sesión,
a las cuatro y media de la tarde, porque no había más entradas.
Si en el
verano del 78, el boom de Travolta con su película Grease salpicó a muchos, a
mí me empapó. Me aprendí todas las canciones, todos los bailes. Y sobre todo
soñé ser Sendy -Olivia Newton-Jhon-; despertarme un día convertida en ella,
rubia y ágil, e irme hasta el infinito y mucho más allá con Danny, o Jhon
Travolta, me daba igual.
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