Claridad, la novela

viernes, 24 de junio de 2016

3-IV


Los días seguían transcurriendo pesadamente, la rutina llegó a ser insoportable, el sol se alejaba. Y yo, sin saberlo, me “castigaba” sin parar.

Mis padres como veían que cada vez andaba peor me llevaron a un curandero. Siempre me había negado pero aquella vez fui. Necesitaba creer en algo, en alguien. Se comentaban tantas curaciones  producidas por aquella persona,  que... ¿Por qué no a mí?

La noche antes de visitarle me permití volver a soñar, y aquella vez mi sueño fue casi tangible.

 ¡Me iba a curar!

 Estaba segura. Ansiaba estar segura.
 Dios me iba a ayudar de alguna forma, de una vez por todas iba a ser una más. Los zapatos de tacón de aguja dejarían de ser mi fantasía preferida, hasta incluso, el equipo de baloncesto del instituto me ficharía... Podría bajar las escaleras de dos en dos, podría correr sintiendo el viento jugar con mi pelo, y la falta de equilibrio que había empezado a notar mientras bailaba, desaparecería... Y Andrés no tendría más remedio que volver. Me necesitaba. Querría pasar el resto de sus días junto a la mujer más bonita y que ya era una más...
 La silla de ruedas... esa pérfida revelación del destino, ésa, que aún negándola y rechazándola con todas mis fuerzas se había instalado en el fondo de mi subconsciente, al final de un largo y oscuro pasillo, mostrándome con la misma crueldad (si cabe mayor) que hacía varios años el final de mi camino… ésa, hizo amago de desaparecer.

                                      
Me extrañó al llegar a la casa del famoso curandero, que ésta fuera de lo más normal, una vivienda modesta de un pequeño pueblo.
Entramos en una casa de un sólo piso, bastante austera pero escrupulosamente limpia. La sala de espera era un espacioso y silente hall, en él, había varias sillas de enea con adornos abstractos en su respaldo azul. Una sola ocupada. Pasamos allí media hora, oliendo a limpio, a salud, a esperanza, pero sobre todo, metiéndome de lleno en los aromas que a través de la ventana entreabierta se colaban. Aromas que me transportaban a mi niñez, a la seguridad que me proporcionaba la vieja casona de mi abuela, sentada con ella al amor de la lumbre, escuchando su antiguo transistor.
 
-El siguiente.

Una señora bajita, regordeta, y de aspecto saludable, como aseguraban los enormes colores que visitaban sus mejillas, me devolvió al presente y nos indicó que pasáramos a una sala contigua.
El curandero, un hombre de carnes enjutas, nevadas sienes y mirada seca, sobre quien yo había puesto todas mis esperanzas, nos esperaba. Sonrío. Me miro como si intentará hurgar dentro de mí, no sé por qué cerré mi chaqueta cruzando fuertemente los brazos sobre el pecho. Me indicó que me colocara en el centro de la sala. Pasó sus manos por mi espalda, por mis piernas. Yo observaba con los labios apretados todo lo que me rodeaba. Me sentía incómoda. Su prepotencia al mirar, su parecer que lo sabía todo no me gustaba. Hablaba con mis padres diciendo que estaba seguro de que me iba a curar, que aquello era un simple descontrol en el crecimiento, que no sabía como no habíamos ido antes...

Me daría unas friegas con alcohol y vinagre por la mañana, al mediodía y por la noche. Tomaría calcio para fortalecer mis huesos...
Con la vista clavada en un gran crucifijo que había en la pared, mis esperanzas flaqueaban... ¿Qué hago aquí...? Pero aún así conseguí sonreír al mirarle, conseguí calmar esa inquietante voz que mutilaba los sueños... “¡NO! ¡NO! ¡NO! ¡La enfermedad no tiene nada que ver con los huesos!” La cambié por otra que me decía dulcemente... “Cálmate May, confía y no pienses...  No tienes nada que perder... Tal vez tenga razón y tú estés equivocada”.

Y así, fueron varios los días en los que me agarré como clavo ardiendo a esas friegas. Ni siquiera me duchaba después para no perder su “efecto”, me ponía unas gotas del perfume de rosas de mamá y conseguía casi anular su desagradable olor. A la semana comprobé que en mi piel estaba naciendo un salpullido, y tuve que mirar a la realidad. No conseguiría sanar mis músculos masajeándome con aquélla apestosa pócima. 
Me metí al baño y dejando resbalar el agua de la ducha sobre mí, cerrando los ojos, le grité a la esperanza...  “¡no más friegas...!”
Secándome las lágrimas con manos desnudas de ilusiones, busqué a tientas el volumen del  radio-casett. Lo subí. Me quedé bajo el agua, y sintiéndome acariciada por ella, logré perderme en la música disco, luego, tarareando Pensando en ti de Cadillac la oscuridad que me invadía, lentamente se disipó. O por lo menos se escondió...
Oí a mamá que chillaba desde fuera del baño.

-¡MAY! Haz el favor de bajar la música.

¡Ésta chica un día se va a quedar sorda!

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