Los días
seguían transcurriendo pesadamente, la rutina llegó a ser insoportable, el sol
se alejaba. Y yo, sin saberlo, me “castigaba” sin parar.
Mis padres
como veían que cada vez andaba peor me llevaron a un curandero. Siempre me
había negado pero aquella vez fui. Necesitaba creer en algo, en alguien. Se
comentaban tantas curaciones producidas por
aquella persona, que... ¿Por qué no a
mí?
La noche
antes de visitarle me permití volver a soñar, y aquella vez mi sueño fue casi
tangible.
¡Me iba a curar!
Estaba segura. Ansiaba estar segura.
Dios me iba a ayudar de alguna forma, de una
vez por todas iba a ser una más. Los zapatos de tacón de aguja dejarían de ser
mi fantasía preferida, hasta incluso, el equipo de baloncesto del instituto me
ficharía... Podría bajar las escaleras de dos en dos, podría correr sintiendo
el viento jugar con mi pelo, y la falta de equilibrio que había empezado a
notar mientras bailaba, desaparecería... Y Andrés no tendría más remedio que
volver. Me necesitaba. Querría pasar el resto de sus días junto a la mujer más
bonita y que ya era una más...
La silla de ruedas... esa pérfida revelación
del destino, ésa, que aún negándola y rechazándola con todas mis fuerzas se
había instalado en el fondo de mi subconsciente, al final de un largo y oscuro
pasillo, mostrándome con la misma crueldad (si cabe mayor) que hacía varios
años el final de mi camino… ésa, hizo amago de desaparecer.
Me extrañó
al llegar a la casa del famoso curandero, que ésta fuera de lo más normal, una
vivienda modesta de un pequeño pueblo.
Entramos
en una casa de un sólo piso, bastante austera pero escrupulosamente limpia. La
sala de espera era un espacioso y silente hall, en él, había varias sillas de
enea con adornos abstractos en su respaldo azul. Una sola ocupada. Pasamos allí
media hora, oliendo a limpio, a salud, a esperanza, pero sobre todo, metiéndome
de lleno en los aromas que a través de la ventana entreabierta se colaban.
Aromas que me transportaban a mi niñez, a la seguridad que me proporcionaba la
vieja casona de mi abuela, sentada con ella al amor de la lumbre, escuchando su
antiguo transistor.
-El
siguiente.
Una señora
bajita, regordeta, y de aspecto saludable, como aseguraban los enormes colores
que visitaban sus mejillas, me devolvió al presente y nos indicó que pasáramos
a una sala contigua.
El
curandero, un hombre de carnes enjutas, nevadas sienes y mirada seca, sobre
quien yo había puesto todas mis esperanzas, nos esperaba. Sonrío. Me miro como
si intentará hurgar dentro de mí, no sé por qué cerré mi chaqueta cruzando
fuertemente los brazos sobre el pecho. Me indicó que me colocara en el centro
de la sala. Pasó sus manos por mi espalda, por mis piernas. Yo observaba con
los labios apretados todo lo que me rodeaba. Me sentía incómoda. Su prepotencia
al mirar, su parecer que lo sabía todo no me gustaba. Hablaba con mis padres
diciendo que estaba seguro de que me iba a curar, que aquello era un simple
descontrol en el crecimiento, que no sabía como no habíamos ido antes...
Me daría
unas friegas con alcohol y vinagre por la mañana, al mediodía y por la noche.
Tomaría calcio para fortalecer mis huesos...
Con la
vista clavada en un gran crucifijo que había en la pared, mis esperanzas
flaqueaban... ¿Qué hago aquí...? Pero aún así conseguí sonreír al mirarle,
conseguí calmar esa inquietante voz que mutilaba los sueños... “¡NO! ¡NO! ¡NO!
¡La enfermedad no tiene nada que ver con los huesos!” La cambié por otra que me
decía dulcemente... “Cálmate May, confía y no pienses... No tienes nada que perder... Tal vez tenga
razón y tú estés equivocada”.
Y así,
fueron varios los días en los que me agarré como clavo ardiendo a esas friegas.
Ni siquiera me duchaba después para no perder su “efecto”, me ponía unas gotas
del perfume de rosas de mamá y conseguía casi anular su desagradable olor. A la
semana comprobé que en mi piel estaba naciendo un salpullido, y tuve que mirar
a la realidad. No conseguiría sanar mis músculos masajeándome con aquélla
apestosa pócima.
Me metí al
baño y dejando resbalar el agua de la ducha sobre mí, cerrando los ojos, le
grité a la esperanza... “¡no más
friegas...!”
Secándome
las lágrimas con manos desnudas de ilusiones, busqué a tientas el volumen
del radio-casett. Lo subí. Me quedé bajo
el agua, y sintiéndome acariciada por ella, logré perderme en la música disco,
luego, tarareando Pensando en ti de Cadillac la
oscuridad que me invadía, lentamente se disipó. O por lo menos se escondió...
Oí a mamá
que chillaba desde fuera del baño.
-¡MAY! Haz
el favor de bajar la música.
¡Ésta
chica un día se va a quedar sorda!
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