Durante
aquel caluroso verano, en el que me castigaban cada dos por tres ya que no
estudiaba lo que debía para aprobar en Septiembre, a mamá no se le ocurrió otra
cosa que comprar una mantelería para que la hiciera yo. En el colegio nos
habían enseñado a hacer pequeñas labores, y la fatídica mantelería la hacían
todas las chicas.
Me pasaba
largas y tediosas tardes en las que apenas daba cinco puntadas. Me perdía
soñando, oyendo las radio novelas que escuchaba mamá... Lucecita,
Simplemente María..... y pinchándome a cada momento porque no estaba
pendiente de lo que hacía, ni llevaba un artilugio -típico, creo- en no sé que
dedo llamado dedal. Otras tardes me inventaba que me dolía la espalda y ni
tocaba la aguja. Creo recordar que al acabar el verano me había hecho media
servilleta y la mantelería tenía doce, más el mantel, claro.
Mas en
Septiembre aprobé sin problemas la asignatura pendiente, me basto con estudiar
un poco. Pero en cuanto comencé el último curso de los estudios primarios,
volví a convertirme en la estudiante mediocre que siempre creí ser.
Un día en
la hora del recreo unas compañeras hablaban de la píldora. Los métodos anticonceptivos
se habían despenalizado en Abril de ese mismo año, y ese tema tenía un sabor
especial para algunas jovencitas precoces, sin contar con que habiendo estado
prohibido, todavía la palabra píldora iba unido irremediablemente a rebeldía,
chica mal y pecado. Saber algo del asunto, aunque fuera de lejos, te daba
cierta superioridad.
A mí era
algo que no me interesaba, aparte de que yo asociaba las píldoras a las
enfermedades y no me creía que por tomar eso no te quedaras embarazada, aunque
yo, si alguna vez recurría a las píldoras, sería después de casarme. Llegaría
virgen al matrimonio, por supuesto, como todas mis amigas.
Cuando
terminé mis estudios primarios, rozando más el suspenso que el aprobado, y
mientras paladeábamos el sabor de la recién estrenada Constitución (no sabía
bien lo que era, pero la empecé a ver por todos los sitios: plaza de la Constitución , Avenida
de la Constitución.. .)
tuve que decidir que quería seguir estudiando. Todos lo tenían claro o por lo
menos estudiarían BUP para poder luego elegir una carrera. Yo no tenía nada
claro, el destino había empezado a jugar conmigo y no sabía lo que quería ser
de mayor, a parte de madre. Nunca había pensado a que me dedicaría, ni nunca
nadie me lo preguntó.
Paloma y
mis amigas, se decidieron por Formación Profesional, la rama de administrativo,
yo, debía ir con ellas, eran mis amigas, no tenía otras.
El colegio
de señoritas en el que comencé mis nuevos estudios estaba situado en el centro
de la ciudad. No era muy grande pero sí coqueto. Dos edificios de tres pisos
cuyas paredes estaban pintadas de un ocre con adornos blancos, hospedaban las aulas, una pequeña
capilla en el bajo de uno, y un amplio salón de actos en el último piso del
otro. Una verja negra delimitaba el colegio. El patio era minúsculo, con cuatro
bancos de madera, dos jovencísimos chopos y varios rosales que circundaban un
pequeño césped; una enorme canasta de baloncesto sobre el suelo de cemento.
Los
primeros meses allí fueron casi perfectos; las asignaturas eran tan fáciles que
apenas sin estudiar sacaba buena nota; en Inglés me puse en cabeza de toda la
clase obteniendo la mejor puntuación; era nueva para muchas chicas y aunque
algunas de mis antiguas compañeras estudiaban allí, me sentía una más; pero lo
mejor, es que volví a hacer gimnasia por un tiempo con ellas y nadie se reía de
mí; me sentía de maravilla cuando teníamos que correr, no contaba la velocidad
sólo levantar mucho las rodillas; descubrí que era buena encestando canastas,
aunque todo se complicaba a la hora de correr botando el balón, pero como el
patio era demasiado pequeño nadie lo supo hasta que la profesora me pidió que
fuera a entrenar para jugar al baloncesto. Y fui claro. No sabían nada, yo no
lo había dicho ni mis padres habían ido por allí a parte de cuando me
matricularon.
Era fácil
disimular, sólo quería ser una chica más. De vez en cuando al caminar hacía
pequeñas eses, como los borrachos, pero sólo de vez en cuando.
Una helada
mañana de sábado fui a entrenar a una
cancha de baloncesto. Fue triste, muy triste, pero muy bonito; porque supe que
me encantaba aquello, porque me sentí como una verdadera deportista, y porque
cuando me caí, todos corrieron a por mí. No hubo risas. Al acabar el
entrenamiento mientras yo miraba desde el banquillo calentándome las manos con
el vaho que salía de mi boca, la profesora me dijo que volviera al sábado
siguiente... si quería. No volví más, hacía demasiado frío y los sábados era el
único día que no tenía que madrugar.
Casi
estábamos en Navidad y preparábamos bailes regionales y un concurso de
villancicos para la fiesta. Estaba bastante ilusionada y se me olvidó pronto lo
del baloncesto. A la fiesta del colegio acudirían todos los padres, los míos
también, aunque les había dicho que no me iba a enfadar porque faltaran.
Había
aprendido a bailar la muñeira y dancé con mis compañeras al compás de las
gaitas. Iba vestida de galleguita, una reluciente galleguita que comenzó a
apagarse cuando vio, escondida detrás del telón, a sus padres conversando con
la directora del colegio. Tan mal me sentía con el mundo, que ni me di
cuenta que ganamos el concurso de
villancicos.
Durante
aquellos meses empecé a entablar una relación de una simpatía increíble con dos
chicas: Olga y Pili ¡Se reían conmigo!
Pero yo
seguía con Paloma y mis amigas, y ellas seguían desconcertándome,
confundiéndome, dándome la espalda cuando menos lo esperaba, si no se seguían
burlando de mí en cuanto no opinaba, hacía o decía lo que ellas.
Fue un
domingo, a la salida de misa, cuando de nuevo mis amigas me dejaron sola. Me
senté en un banco de la plaza para hacer tiempo, recordar lo guapo que estaba
Julio vestido de monaguillo, y cuando volviera a casa, poder decirle a mamá que
habíamos ido a pasear por el centro de la ciudad.
-¿Te pasa
algo? -preguntó una mientras se sentaba en el respaldo del banco. La otra comía
pipas de pie.
-No... lo
de siempre, bueno... en realidad no pasa nada -dije intentando sonreír.
-¿Quieres?
-me dijo la de las pipas, haciendo ademán de ofrecerme y sentándose a mi lado.
-Vale
No sé si
volvimos a hablar o sólo comimos pipas. Al despedirme me preguntaron si quería
ir al cine por la tarde con ellas.
-¿Yo…? No
sé, porque Paloma dijo... De acuerdo iré ¿a qué hora?
Y así
conocí a Montse y Ana, y durante la primavera de 1980 unimos a la pandilla a
Olga y Pili.
Montse,
Ana, Olga y Pili, mis amigas, amigas de verdad, y sin saberlo por entonces, las
artífices de que la ataxia de Fiedreich no me avanzara muy deprisa. Nunca,
nunca me había sentido tan aceptada y apoyada. Me consideraban una más y así me
empecé a considerar con ellas. Empezamos a salir los fines de semana, a hacer
las cosas propias de quien ya había cumplido quince años. A reírnos a carcajada
limpia de todo.
Con ellas
aprendí lo maravilloso que es reírse CONTIGO no de TI.
Paloma,
poco a poco se fue desentendiendo de mi vida y yo de la suya, y triste pero
real, no la eché de menos jamás.
Con mis
nuevas amigas andaba muchísimo, también salíamos algunas mañanas a correr
cuando se dieron cuenta de que me venía bien y Montse supo que quería
adelgazar. Pero éramos demasiado inconstantes, unas divertidas inconstantes que
salían a correr y acababan en un banco al sol comiendo un enorme bollo de chocolate.
Nos
colábamos en discotecas aún sin tener la edad; hacíamos guateques en los que
ampliábamos la pandilla y jugábamos “a la escoba” donde siempre perdíamos las
mismas; buscábamos mil excusas para dormir en casa las unas de las otras y
poder pasarnos la noche hablando, riendo. Me olvidé por un tiempo de mi
interior, estaba conociendo el exterior y me encantaba, pero no me olvidé de
seguir emborronando cuartillas, aunque sí, menos cuartillas...
- El primer
guateque -
...
Llegaron media hora tarde, como siempre. No estaba Jaime ¡estaba tan nerviosa!
Los chicos del último curso bailaban y pateaban fuertemente en el suelo, que
venía a ser lo mismo, cantando a voz en grito: “ saca el güisqui cheli para el
personal que vamo hacer un guateque, llévate el casete pa’ poder bailar como en
una discoteque…”
-¡Nos
echan ya veras! -decía una chica medio desesperada.
-Vamos a
poner lentas a ver si se calman -dijo otra.
Martina
observaba todo.
Era la
primera fiesta a la que la dejaban asistir, su primer guateque. Se había puesto
una preciosa faldita roja tableada que le tapaba poco más de sus prietos
muslos, los mocasines nuevos con esos graciosos calcetines de diminutos flecos,
y el niqui blanco, ese que tanto le gustaba porque le realzaba el pecho. Las
largas trenzas habían desaparecido junto con las horquillas de colores, dejando
su pelo suelto, adorablemente suelto. Una ligera capa de carmín cubría sus
labios aún de niña.
Pusieron
el indeleble “Only you”. Uno de los chicos del último curso, quizá el más
discreto en su vestir: con unos pantalones amarillos de pata de elefante, camisa
roja y patillas a la última (imitando a Curro Jiménez), se acercó a ella y le
pidió que bailara con él. Martina jamás había bailado “agarrado”. Miró a sus
amigas sin saber que hacer. Cuando estas dejaron de pegarle codazos envidiando
su suerte, le dijo tímidamente: si quiero.
Salieron a
la improvisada pista de un garaje en penumbra. El chaval colocó sus manos en la
cintura de Martina, ella, de igual forma puso sus manos en la cintura de él. Al
darse cuenta de las mal disimuladas risotadas de sus amigas, enlazó, por
indicación de éstas, sus manos alrededor del cuello del chico. No sabía cuantos
pisotones le dio ni cuantos recibió, pero lo que sí supo al mirarle cuando
terminó la canción, era que no iba a invitarla de nuevo a bailar.
Pasó un
buen rato sentada con sus piernas cruzadas moviendo rítmicamente un pie y sin
poder dejar de rizar con sus largos dedos, un mechón de su cabello. El
encargado del tocadiscos (que milagrosamente no era May -esa delgaducha
morena-) se decidió a poner música más rapidita. Twist ¡Oh, el twist!
Martina
salió a bailar, imposible no hacerlo. Luego, mientras tomaba un refresco junto
a sus amigas, vio a Jaime. Tan alto, tan rubio, tan guapo, que el culo (perdón)
se le hacía pepsicola. Sabía que aquella era su noche, por fin se iba a dar
cuenta que existía. Y no se equivocó.
Cuando de
nuevo pusieron lentas Jaime la sacó a bailar. La jovencita, presa de una
emoción sin igual, se enlazó a su cuello casi, casi, para no caerse. Entonces,
el apestoso olor a pachulí que emanaba de cada poro del cuerpo varonil tantas
veces soñado, la hizo separarse un poco de él notando de esta forma su aliento
caliente en el rincón secreto de su cuello, totalmente secreto para ella hasta
aquel momento.
Si no
hubiera sido por el olor a ajo que nacía de su aliento, el oleaje de nuevas
sensaciones la hubieran hecho marearse.
Con la mezcla de olores se mareaba de igual manera. Intentó desprenderse de los
brazos de “su príncipe” pero sus manos la asieron con más fuerza; una de ellas
cuán tentáculo de calamar, empezó a moverse hasta llegar al nacimiento de sus
pechos. El sonido seco de una contundente bofetada volvió a desentonar con la
música, antes, se habían escuchado otras provenientes de distintos rincones de
aquel mismo garaje.
La
chiquilla salió corriendo al exterior. A la luz de la luna, contemplando el
bello firmamento salpicado de estrellas, pensaba que realmente no se había
perdido gran cosa...
¡Un momento!
Consultó
su reloj. Si no se daba prisa en volver a casa se perdería su serie favorita:
Starsky y Hutch… Tan altos, tan rubios, tan guapos, que el culo (perdón) se le
hacía pepsicola.
Mis padres
no pusieron ninguna objeción a que saliera más, porque además de gustarles mis
amigas tanto o más que a mí, me veían animada y sabían que debía moverme, andar
mucho.
Y es que
disfrutaba de verdad, vivía, y mi entusiasmo se confundía con el de mis amigas.
Siempre era fiesta. Al hablar por teléfono, al sentarnos en las escaleras del
portal simplemente para estar juntas, al dar nuestra primera calada a un
cigarro, al querer formar un grupo musical imitando a Tequila...
Al
enamorarme por primera vez. Bueno por primera vez no, porque nací
enamorada, pero sí se enamoraron de mí
por vez primera, al menos que yo supiera.
Le conocí
en la Antorcha, una pequeña discoteca con avejentados sillones forrados de
fieltro rojo que, rodeaban una pista alumbrada por una bola de colores. Un
entrañable paraíso que frecuentábamos los domingos de siete a nueve. Un paraíso
sólo para adolescentes.
Vivíamos
para bailar. Cuando bailaba era una chica más, o mejor que muchas porque me
gustaba y lo hacía bien. Eso le atrajo, luego, me conoció a mí.
No paró
hasta que quise ser su chica ¡Yo!
Toño, que
así se llamaba, fue muy importante en mi vida, porque además de adentrarme en
el Universo de las caricias, de adentrarme en el arte de besar, o de
disgustarme cuando se adentraba en mi blusa, me demostró que cualquier chico se
podía enamorar de mí. Sí, de mí.
Sus besos
y caricias estimularon un espejismo de
mujer que nacía, dejando a la niña atrás.
Aunque no
era muy evidente mi enfermedad, mis amigos lo sabían. Pero no todo. Algunos
sólo sabían que tenía la columna desviada y por ello, a veces, mi equilibrio
fallaba.
Toño sólo sabía eso, pero ni siquiera se daba
cuenta de que su May tuviera algún “fallo”. Estábamos tan enamorados que
levitábamos cuando se cruzaban nuestros ojos. Mis amigas nos envidiaban,
acompañaban y tapaban ausencias ante mis padres. Una vez, Toño, tuvo un sueño
muy raro: estaba relacionado con mi futuro y con las zapatillas, unas Jhon
Smith rojas, que llevaba yo casi siempre, algo malo me pasaba pero no se
acordaba de más.
Él no
sabía nada o casi nada. Me quedé pasmada cuando me lo contó y con un dolor muy
hondo que empezó a remitir cuando me abrazó diciéndome que los sueños no se
cumplen. Esos no.
Sólo una
vez pudo ir a buscarme a la salida de clase.
¡Me sentí
tan importante cuando le vi esperando apoyado en la verja negra del colegio! ¡Me
sentí tan... tan princesa por siempre, cuando quiso llevar mis libros! Aunque
sólo me acompañó a casa, subí las escaleras corriendo sin rozar el suelo o
posiblemente volando, no recuerdo bien.
Casi al
finalizar el curso, cuando mis compañeras ya tenían más confianza conmigo,
empezaron a preguntarme o decirme cosas que no quería entender, como si por no
reparar en ello hubiera pasado.
-¿May, por
qué andas así?
“¿Cómo?
-pensaba yo- si ahora lo estoy haciendo bien”.
-¿Por qué
te vas hacia los lados…?
Pero
cuando más me fallaba el equilibrio era por la noche.
-¡Que
graciosa eres! ¡Bailas cuando andas! ¿Toño no se ríe.
Esos
pequeños comentarios, todavía exentos de maldad, eran enormes bofetadas que
conseguían demoler el pequeño pedestal que en el aire me estaba construyendo.
Sólo apoyándome en él, me sentía una chica más.
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