Mucho
antes de nacer yo ya existía.
Vamos,
digo yo que así tuvo que ser porque vine sin libro de instrucciones. Me
pusieron un tricornio de lana y nací en el cuartel de un pequeño pueblo
alcarreño, allá por el 1964.
La oronda
comadrona, obligada a ampararse en su experiencia, no tuvo tiempo de esperar al
médico que echaba la partida de cartas en el bar. Ella sola hizo todo lo
posible por recibir sobre terciopelos rojos a aquel bebé que llamó a la puerta
con demasiadas prisas. Al cuarto o quinto azote, se inició el milagro más antiguo
y hermoso habido y por haber del mundo: la Vida.
Me llamo
May.
El día que
nací cumplía veinte años mi madre. Fui entonces, su mejor regalo además de la
primogénita y anhelada niña de un matrimonio aún muy joven. Enseguida vinieron
mis hermanos: Pedro y Valeria, y cumpliendo un nuevo destino de mi padre, nos
trasladamos a vivir a la ciudad. A otro cuartel, pero esta vez con caballos a
los que empecé a conocer y amar por entonces.
Comencé a
ir al colegio cuando tenía cinco años. Fui una niña muy normal. Habladora,
traviesa, aunque siempre algo tímida, y sin embargo dueña de una alegría e
imaginación sin igual, como cualquier niño, pero para mí pieza básica en el
devenir del tiempo.
De mis
primeros años de vida atesoro momentos indelebles en los que, en la noche de
Reyes, la Fantasía se derramaba sobre las más puras inocencias...
... En la
ciudad vivíamos en un viejo cuartel. Lo custodiaban pequeñas ruinas,
maravillosos palacios de la imaginación, en donde alojábamos los juegos de toda
la chiquillería. El portal del edificio común era amplio y luminoso. Paredes de
un ocre desconchado y enormes baldosas de un gris oscuro moteado de blanco,
acompañaban a una baranda de hierro negro que bordeaba las anchísimas escaleras
de madera desgastada. Aquellas escaleras que tanto me divertían cuando subía y
bajaba corriendo, saltando, estrellando ruidosamente mis pequeños zapatitos
contra ellas.
Ocupábamos
un piso de la segunda planta. La noche del cinco de Enero, dejaba en nuestra
puerta junto con los zapatos de mis hermanos y los míos, leche con galletas
para sus majestades, y agua y un poco de paja que había quitado a los caballos.
Era casi
la hora de acostarnos cuando llamaron al timbre, aquella vez, en la que sentí
el aliento de los Magos de Oriente.
Mamá salió
a abrir. Al volver a la amplia cocina donde me encontraba con mis hermanos, nos
escondió con prisas dentro de la despensa mientras nos decía que estuviéramos
calladitos pues los Reyes Magos estaban en la puerta. Le juré por el niño Jesús
que miraríamos en silencio a la bombona de butano, pero que no cerrase la
puerta del todo...
¡Ufff, qué
miedo pasamos! Sabíamos que si nos encontraban despiertos no nos dejarían
juguetes, nos sentíamos culpables, deberíamos estar durmiendo y así no nos
veríamos en tamaño aprieto. En la despensa, agarrando con una mano a mi hermana
mientras que con la otra me sujetaba el pantalón del pijama pues el elástico
estaba flojo, esperamos con ansía que los Magos dejaran de hacer ruido y se
fueran porque a Pedrito le entraron ganas de mear y buscaba el orinal detrás de
la bombona, Valeria hacía pucheros y me tiraba del pelo diciendo que ella
también quería hacer pis, y aunque yo era mayor, también quería llorar y
pedirle el otro orinal a mamá. ¡Menos mal que se fueron!
Cuando por
fin salimos de nuestro escondite, pálidos y mirando con asombro a papá y mamá
que no dejaban de reírse, empezó la fiesta. Me abracé alborozada a la muñeca
que con su cunita me habían dejado; le daba el biberón que calenté en la
cocinita de mi hermana cuando me acordé de lo que decía Paloma. Armándome de
valor corrí por el largo pasillo hacia la puerta de la calle mientras me
sujetaba el pantalón del pijama. La abrí con mucho miedo, he de confesar. Mas
allí no había nadie ni quedaba nada salvo los zapatos, ni leche con galletas, ni...
¡paja! ¡Y eso que Paloma decía que no existían los Reyes Magos! ¡Qué dirá
cuando se entere de que los camellos suben escaleras…! …
Fueron
tantos los momentos acaudalados en la mochila de los recuerdos durante aquellos
años que, al echar la vista atrás, al escribir mirando tiernas fotografías en
blanco y negro que cobran vida propia, una vaharada de dulce nostalgia se
derrama por el pecho y todo se llena de color...
Aquellas
tardes de frío alrededor de la mesa camilla, junto a mamá y mis hermanos viendo
la tele... los chiripitifláuticos (el locomotoro, la Valentina , el tío
Aquiles y el capitán tan), Crónicas de un pueblo, las películas de Mari Sol, el
Un dos tres... Como en muchos hogares la pequeña pantalla era el rey colándose a
través de ella personajes tan entrañables que llegaron a convertirse, de alguna
manera, en parte de la familia.
Largas
tardes de estío en las que al anochecer acompañaba a papá a la cuadra, a
limpiar y preparar los caballos para el día siguiente. Mientras él los atendía
y daba de comer, yo observaba y hacía lo propio con el mío. Era de madera, me
lo habían regalado unos familiares. No sé muy bien de dónde lo habían sacado,
era enorme, tal vez de un viejo tiovivo, pero era precioso y tan grande que no
me dejaban tenerlo en casa. Mas lo peor de aquellas deliciosas tardes era que,
cuando ya de noche volvíamos a casa, mi madre me metía a la bañera hasta que
desaparecía por completo el olor de la cuadra. No entendía por qué decía que
olía mal...
Y aquellas
otras eternas mañanas, llenas de luz, en las que contemplaba extasiada el
entrenamiento de los caballos en la explanada gigante habida entre las ruinas,
al lado de la cuadra, acompañada casi siempre por alguna de mis muñecas y de
mis hermanos, a los que tenía que cuidar. Alguna vez papá nos intentó montar
sobre alguno pero nunca lo consiguió. Los caballos se ponían nerviosos y
empezaban a relinchar y cocear. A mi no me daban miedo cuando se ponían así,
pero Pedrito y Valeria empezaban a correr buscando a mamá, gritando que los
caballos se habían enfadado y enseñaban sus amarillentos y enormes dientes
porque les querían morder. Yo me retiraba, me sentaba sobre la hierba, y
arrobada por la bravura, elegancia y belleza de aquellos animales, me olvidaba
de vigilar a mis hermanos.
Nunca, ni
a través del tiempo, mi primera infancia ha dejado de oler a felicidad,
inocencia y seguridad, un olor que sólo logro asociar al aroma que desprende el
cabello de una muñeca recién comprada.
Creo que
cuando tenía ocho años empecé a convertirme en una personita torpe. Nadie lo
achacó a nada: “solamente una niña torpe”. El colegio que tanto me había
gustado hasta entonces, se convertía en agrios y malos ratos continuos porque
la torpeza me hacía ser el blanco de las burlas de algunas compañeras.
Pero aún
así, soplando en el pasado logro rescatar alguna foto del colegio satinada de
la magia que envuelve los sueños: la clase de música. Nos pedían que apoyáramos
la cabeza sobre el pupitre, cerráramos los ojos e imagináramos, mientras en el
viejo tocadiscos de la directora sonaba sin parar el amor brujo de Falla...
... Me
iban a quemar. Bailaba subiendo y bajando piernas y brazos, luego, la música me
impulsaba y corría sin rozar el suelo y giraba y giraba y me escondía detrás
del aire, y volvía a girar y me convertía en sonido que luego sería flor. El
brujo me miraba oculto entre las
sombras. Sus ojos brillaban, uno más que otro. Las llamas del fuego se avivaban
y se convertían en corcheas níveas. De la gran olla negra salía un humo oscuro.
Dos negritos, con un hueso blanco en la cabeza, la removían con un largo
cucharón de madera. La música comenzaba a ser tenebrosa pero yo seguía danzando
mientras me rodeaban. La soga con la que me iban a atar, los negritos de las
huchas del domund que llevaban un hueso blanco en la cabeza, la dejaban en el
suelo y creía que iban a aplaudir pero me zarandeaban y gritaban, y reían y
traían un ramo de Lilas para...
-¡May,
May! Despierta que van a empezar Las
Flores -chillaba Paloma.
Era Mayo,
y siempre rezábamos a la Virgen al acabar nuestro día en el colegio...
Mas fueron
tantos los malos momentos que, aquellas primeras burlas me hicieron desarrollar
un sentido enorme del ridículo aumentando mi timidez...
-May, sal
a la pizarra - oía decir a mi maestra.
Yo tenía
que escribir en ella lo que me fueran dictando. Pero mi trazo era inseguro, mi
mano temblaba al escribir, se oían pequeñas risas y a mí me mandaban a mi
sitio.
En la
clase de gimnasia las burlas llegaron a ser insoportables para una niña que apenas
había cumplido los nueve años.
Risas
cuando tenía que saltar el potro, risas cuando andaba en la barra de
equilibrio, cuando corríamos, cuando..., risas siempre. Me convertí en el
payasito sin querer y muerto de miedo de la clase de educación física. La
profesora... solamente me suspendía.
Nadie se
daba cuenta de nada, y lo peor: es que llegué a creerme torpe.
1 comentario:
Tuve la fortuna, suerte, privilegio de pasar mi niñez en las ruinas del Alcazar de Guadalajara. Antiguo cuartel de Globos y es imborrable porque todavía no conocía la palabra enfermedad.
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