Claridad, la novela

viernes, 24 de junio de 2016

3-II


Un lluvioso día al llegar al hospital para comenzar mi sesión de rehabilitación, me encontré a una mujer joven en silla de ruedas acompañada de otra mujer mayor. La prominente barriguita de la joven me hizo pensar que estaba embarazada (inconscientemente unía hechos tan normales, como esperar un hijo, a mujeres en silla de ruedas). Pasé por delante de ellas. Iba cerrando el paraguas cuando el comentario de la mujer mayor me paro en seco...

-Mi hija andaba como tú.

“¿Y cómo cojones ando yo?” le quise preguntar, pero en su lugar la miré casi con miedo y presté atención a su imparable e inevitable “conversación”.

-Tú eres la hija del guardia civil -no preguntó pero yo asentí. Un momentáneo flash me mostró mi pequeña ciudad, reducida a límites insospechados.

Aquella mujer me contó en cinco minutos su vida y la de su hija, ella, no hablaba, ni gesticulaba, ni se movía, tan sólo una apagada sonrisa se dibujó en su rostro cuando pregunté si estaba embarazada. La madre se río con tres estridentes e histéricos ja, ja, ja, y enseguida me dijo que no. Siguió relatándome que era una “mártir”, que había hecho todo lo humanamente posible por su hija llevándola a los mejores médicos del mundo, gastando en ella cantidades astronómicas de dinero, más que en sus otros hijos al costearles una carrera universitaria (¿Cómo se atreven los humanos a medir el amor con el dinero...?), y aquella mujer castrante, acabo diciendo...

-¿Y para qué? ¡Ya ves como está...!

“¿Y ella qué siente?”, me hubiera gustado preguntar, y sin embargo, clavé mi angustiada mirada en la hija como me ordenó la madre, pero tuve que apartarla, me destrozaba su tristeza y abandono, como si ya le diera todo igual. Con ojos húmedos miré hacia el ventanal, una lánguida lluvia lloraba sobre las flores. Reprimiendo las ganas de vomitar mi rabia e impotencia, les dije que me estaban esperando y me fui caminando más torpemente que nunca, sin poder levantar la vista del suelo.
Al llegar al gimnasio ni siquiera saludé. Me encaminé a los vestuarios y me senté en un banco pegado a la pared. Lloré en silencio o maldije mi suerte con lágrimas. Al rato de estar allí apareció mi Fisioterapeuta.

-¿Qué haces aquí? ¿Hoy no piensas entrar?-al darse cuenta que estaba llorando, se sentó a mi lado- ¿Qué ha pasado, te has vuelto a caer?

Pero de mí sólo obtuvo una pregunta,

-¿Me voy a quedar como ella?-dije en un hilo de  voz.
-¿De qué hablas?

Como pude le conté lo que había pasado. La fisio rodeó con su brazo mis hombros y mientras limpiaba las lágrimas que recorrían mis mejillas, dijo:

-Cada persona es un mundo, en el terreno de la enfermedad más. Nunca las enfermedades afectan a dos personas por igual, ni aunque sea la misma. Que los síntomas sean iguales o parecidos no quiere decir que siempre la enfermedad evolucione igual. Déjame que te diga una cosa May -cogió mis manos y mirándome a los ojos siguió hablando- te aseguro que no te vas a quedar como ella, no lo vas a permitir, no sé cómo ni cuándo pero algún día despertará la luchadora que presiento hay en ti. Pero mientras, te haré trabajar como nadie.
Y después de darla un beso nos levantamos y abrazándome a sus palabras, la seguí al gimnasio.

Aquella noche, terriblemente acongojada tras asomarme por la oscura ventana que una “adorable” mujer me abrió, anoté en mi diario:

24 de Marzo de 1982
No sé lo que me depara el destino, ni si... no, no puedo, no debo pensar más o me volveré loca. Quisiera dar marcha atrás, no haber pasado por delante de ellas, seguir pensando puerilmente que aquella mujer en silla de ruedas llevaba en su vientre la promesa de un hijo..., quisiera no haberlas visto, quisiera dejar de pensar pero no... no puedo, pero sí... sí puedo prometer que si algún día estoy muy mal, nunca, nunca dejaré que digan a ninguna chica de diecisiete años, ni a nadie... mi hija andaba como tú. Lo juro por Dios.

                                        ******

Temblando, como una brizna de hierba azotada por el alocado viento del destino, cerré mi querido diario. Y abrazada a la almohada, después de atravesar inmensos mares de dudas, incertidumbres y miedos, me quedé dormida.

Pero... ¡maravillosa edad del pavo! o ¡divina y divertida adolescencia!, durante el fin de semana me olvidé por completo del incidente. Y eso era, en verdad, lo que me salvaba de todo. Con mis amigas me divertía, me reía muchísimo y sobre todo no paraba un segundo ¿Ignorando mi realidad? No, no, no. VIVIENDO mis diecisiete años, a pesar de todo.
Sin duda alguna, fue una de mis mayores suertes de esta vida el que la adolescencia, consiguiera relegar a un segundo plano mi realidad.

Los meses siguieron corriendo con penas y alegrías, sonrisas y lágrimas. Y la sorpresita de principios de Junio del 82 fue que había suspendido casi todas las asignaturas. Sorpresa, sorpresa, al menos para mí no fue. Me lo esperaba, ya que pensaba que no valía para estudiar, que no era inteligente como mis amigas. Tanto era el caos, la niebla, que poblaba mi mente que jamás pude reconocer que suspendía porque no estudiaba.

Y así, mientras vitoreaba a la selección de fútbol española, vestida de “naranjito”, me anunciaron el castigo por suspender: iría a clases particulares durante todo el verano. Tal vez en un principio la idea de ir a clase en los meses de estío me incómodo sobremanera, pero esa incomodidad desapareció al conocer al profesor. Mirándole de lejos era igual que Travolta. Aparte de esto, vivir el verano (habíamos empezado a pasar parte de las vacaciones en el pueblo de mamá) en la ciudad tenía otros alicientes: disfrutaría de mis amigas y algún día de piscina.
Castigo, castigo, al menos para mí no fue.
 
Pero aunque estudié no fue posible remontar tantas asignaturas en dos meses. En Septiembre no pude aprobar y tuve que repetir curso. Y ahí empezó una de las grandes desazones de mi vida.
Hasta entonces siempre había hecho los transportes (desde mi casa al instituto) con mis amigas, pero ellas habían pasado de curso y serían tan sólo dos veces a la semana las que podría ir al instituto con ellas pues nuestros horarios apenas coincidían. De primeras, eso de ir a clase sola me producía una terrible congoja, la única alegría que me embargaba al comenzar el curso era Luis, mi amor al primer codazo. Nuestra amistad, acercamiento o diálogo era nulo, mas mi sospecha de que sus ojos al cruzarse con los míos veían algo imperceptible para otros, era real, como el apoyo y atracción que sentía cuando le veía.

Empecé a ir a clase con unas compañeras que cogían el autobús donde yo, pero ellas no estaban siempre. Mi pánico a caminar sola aumentaba, no soportaba ver a nadie mirándome cuando andaba, y si tropezaba y veía a alguien riéndose -sin maldad imagino, pero me daba igual- apretaba mis ojos y sólo deseaba desaparecer, ser invisible. Y sin embargo, cuando caminaba rodeada de gente mis miedos volaban y no llamaba tanto la atención, o yo no me daba cuenta.
Sin proponérmelo empecé a esconderme de la gente cuando caminaba sola, pero no sólo hiendo al instituto sino siempre. Sobre todo en  el barrio. Donde no quería que mi familia se avergonzara de mí ni que ninguna vecina le dijera a mamá: “tu hija anda peor”, porque decirle aquello sería mentirle, ya que lo único que pasaba era que me ponía nerviosa si me miraban.

(Bendita ingenuidad la mía, encima me lo creía...)

En casa jamás se hablaba de la enfermedad, aparte de obligarme a hacer la gimnasia cuando no iba a rehabilitación, o de las consultas médicas, pero sólo de la fecha. La ataxia de Friedreich era algo que jamás se mencionaba, al menos conmigo delante. Y si alguna vez -muchas-, a la hora de ayudar en las tareas de la casa, me escaqueaba poniendo una torpe excusa, Valeria protestaba y mi madre decía: “consiento que no lo hagas como te consiento otras muchas cosas porque estás como estás”.

A veces las palabras duelen más que una sonora bofetada.

Pero me negaba a darme cuenta de ese dolor, me negaba a darme cuenta de mi mal comportamiento, alzaba los hombros, me daba la vuelta y subía el volumen de la radio.
Tal vez, si lo hubiera hablado con alguien todo hubiera sido más fácil, pero no podía, no podía dejar de disfrazar la realidad y mucho menos podía escribir en mi diario. No. Porque ello me haría pensar.

 Por suerte la vida me tenía reservada una grata sorpresa,  una tregua, un vergel en el desierto de la desilusión.
La magia que envuelve el amor esperaba dispuesta a envolverme, a mimar mi corazón. Cupido y todos sus arqueros debieron disparar al unísono, porque esta vez me enamoré de verdad; de esta  forma los miedos quedaron anclados fuera de mí. Fue mi mejor regalo de cumpleaños. Alcancé la mayoría de edad, y ese día conocí a Andrés...

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