Uno de los “médicos” que visité dio, sin
ningún tipo de cuidado, a mis padres el diagnóstico. Un diagnóstico y una
“profesionalidad” al comunicarlo que bien pudo hundir una joven familia.
Entramos
en una consulta cualquiera, de una clínica cualquiera... y salimos de allí con
el alma hecha jirones. Me mandaron a vestirme después del reconocimiento, lo
que aprovechó el doctor para hablar en mi ausencia, como si aquello no tuviera
que ver conmigo, como si fuera demasiado pequeña para entender sus palabras. Y
aunque no supe lo que dijo, si adiviné que había partido el mundo de mis padres
e intuía que el mío lo había hecho añicos. Pero a mí me dijeron que todo estaba
bien.
Mamá dejó
de cantar en casa. Lloraba mucho, no la veía llorar pero veía sus ojos... la
tristeza en sus ojos. No sabía por qué pero intentaba restar importancia a esa
tristeza.
Recuerdo
que por entonces se abrieron las urnas en España, habíamos entrado en la tan
mentada Democracia aunque a mí, en aquel momento, me importara dos narices.
Como el
barrio se había inundado de carteles, la televisión de anuncios electorales, yo
también quise ir a votar. Al menos miraría.
Había
policías por todos los sitios.
Fui con la
madre de una amiga, me encantaba estar con ella, adoraba su risa, su simpatía.
Pero lo que más me gustaba era que, a pesar de tener cuatro hijos seguía siendo
una niña. Delgada y guapísima. Así quería ser yo de mayor... y además andaluza,
porque siempre cantaban.
Mientras
hacíamos cola a la puerta del colegio, algunos vecinos me miraban y hablaban.
Ella también se dio cuenta.
-May ¿ya
os han dicho los médicos algo?
-A mí no.
-¿Y a tus
padres?
-No lo sé
Paqui, bueno... sé que sí, en casa están demasiado tristes y por más que pregunto
dicen que estoy bien... ¡no soy tonta joder!
-No te
preocupes cielo, no creo que sea nada malo, ¡si estas hecha un sol!
Paqui
rodeó con su brazo mis hombros y juntas esperamos en la fila.
Fueron
muchos los que me preguntaban a mí qué les pasaba a mis padres. Me decían que
si de la espalda yo estaba peor, que si... Fue por aquella época cuando aprendí
a responder “estoy mejor gracias”.
Después
del verano continué mi particular vía crucis: las pruebas aumentaron. Y una tarde de otoño, el neurólogo pronunció el
nombre de una rara enfermedad, después me pidieron que esperara fuera de la
consulta y él se quedó hablando con mis padres. Mientras estaba en el pasillo
sentí que las sombras se alargaban, como el libro de Delibes que estaba leyendo
y lo cerré de golpe. Había leído en los ojos de aquel doctor que alguien
importante vendría a cenar conmigo, y ése alguien no era bueno.
A los
pocos días, ese mismo neurólogo, examinó a mis hermanos comprobando que ellos
estaban perfectamente... yo no. Nadie me decía lo que me pasaba, lo que
significaba el nombre ese que había dicho el doctor; tenía que saber quién
vendría a cenar y si se quedaría mucho.
Pero todos
debían saber más que yo.
En el
colegio, profesores y alumnas, empezaron a mirarme de otra forma, cambiaron su
trato para conmigo. Se acabaron las burlas y chistes malos a mi costa. ¿Pero
por qué? ¿Por qué ahora en la mirada de los demás veía pena? ¿Qué me estaba
pasando?. Sí, ya había oído decir al Neurólogo el nombre de una extraña
enfermedad, pero aquello no era para tanto... o ¿sí? Me empezaba a acordar de
una preciosa niña del barrio que había muerto de leucemia...
Por fin me
enteré de todo cuando me llevaron a la consulta privada del médico que había
operado a mamá.
No, no me
iba a morir. Tenía trece años y una vida por delante.
El doctor me
examinó a conciencia ante los angustiados ojos de mis padres. Luego, los
recuerdos son muy difusos y a la vez tremendamente claros. Aconsejaron que me
saliera de la consulta, pero dijeron que daba igual que me quedara porque era
demasiado cría y ni sentía ni padecía.
Empezaron
a hablar.
El otro
“médico” les había dicho a mis padres que fueran preparando mi ingreso en un
centro de minusválidos, porque en un plazo de dos años yo... dejaría de andar,
cogería una silla de ruedas.
Jamás he
podido olvidar que me quedé petrificada, gritando interiormente que allí no
hablaban de mí, que aquello era un mal sueño, que en cualquier momento me
despertaría en mi cama e iría al colegio y me daría igual que me llamaran pato
mareado... Pero mientras yo hacía
esfuerzos para despertarme del mal sueño comprobé que nunca había estado tan
despierta. La conversación siguió.
Se volvió
a nombrar esa rara enfermedad. El doctor dijo que en el caso de que fuera muy a
más, quizás improbablemente a los 30 años cogería esa silla de ruedas. Recalcó
que lo que más me convenía era llevar una vida lo más “normal” posible, moverme
mucho, seguir con mi rehabilitación y utilizar mucho las manos.
Cuando
llegamos a casa y aprovechando que mamá se fue a comprar y me quedé sola, entré
al cuarto de baño. Llevaba un cojín en la mano. Me senté en un rincón y
tapándome la boca con él me puse a gritar o a vomitar mi miedo borrando las
palabras de aquel agorero privado. Así estuve hasta que volví a sentir gente
por la casa. No podía llorar, delante de mi familia no, no debían sufrir más.
Desde que
salimos de la consulta nadie había hablado. Un silencio denso se había cernido
sobre nuestras cabezas, un silencio denso del que también se contagiaron
Valeria y Pedro. Cenamos pronto. Después, poniendo la excusa de que tenía que
estudiar, me fui a mi habitación. Me volví a sentar en un rincón rodeando mis
piernas con los brazos y comencé a mecerme cadenciosamente a la vez que
escuchaba a mi amado Miguel Bosé, que cantaba su Linda ”, e intentaba detener las lágrimas que se
habían desbocado en un torrente inmenso de confusión y miedo.
“Linda,
agua de la fuente,
Linda,
dulce e inocente... ”
A los
pocos días busqué a hurtadillas entre los papeles de mis padres. Encontré mi
diagnóstico. Por primera vez leí el nombre de mi enfermedad: ATAXIA DE
FRIEDREICH, un poco más abajo ponía... degenerativa.
Sólo tenía
trece años.
No entendí
muy bien aquello, pero me grabé en el pecho con fuego helado, las palabras del
doctor... “en el improbable caso de que vaya muy a más... cuando tenga treinta
años... dentro de treinta años... una
vida por delante...
No pasa
nada May, el Sr. Friedreich vendrá a cenar pero se irá antes de treinta años”.
1 comentario:
Aquella Paqui es la madre de nuestro Pedro Solis. No se llamaba Paqui, pero sí es andaluza.
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